Siete Planetas. Massimo Longo
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No tardó mucho en ocurrir, Xam había perdido el control y se acercaba peligrosamente a la zona prohibida.
Zaira decidió que debía intervenir antes de que fuera demasiado tarde; las aristas de los cristales de la pared podrían matarlo. Sin embargo, Xam se movía a la misma velocidad que ella, por lo que le resultaba imposible alcanzarlo, así pues, sacó los botes de los bolsillos y los utilizó para acelerar. Finalmente, alcanzó a su amigo, que reía sin ser consciente del peligro, pocos instantes antes de que se estrellara contra la pared y lo apartó.
Lo llevó de vuelta a la zona de las flores y no volvió a soltarlo hasta el final del vuelo. En cuanto estuvieron en la corriente ascendente adecuada, le tomó sus frascos de aire comprimido y, sosteniéndolo entre sus brazos, lo llevó de vuelta a la seguridad del borde del cañón.
Se dieron cuenta de que habían puesto en rriesgo sus vidas, pero no podían dejar de reír. Se tumbaron en el suelo, el uno junto al otro, y esperaron, henchidos de felicidad, a que se les pasara el efecto de aquel fluido estimulante antes de volver a casa.
Capítulo tercero
Los pliegues resultantes eran los ojos y la boca de aquel ser
Ahora era Zaira quien estaba en peligro y la distancia que los separaba de la cima de la colina de Xam parecía eterna. Allí se erigía una cúpula blanca, parecida a una colmena, con unos espejos hexagonales que rodeaban todo el edificio y reflejaban la luz del sol de manera cegadora.
Cuanto más se acercaban al monasterio, más sensación de serenidad se instalaba en sus corazones.
Xam, agotado por el peso de su compañera, siguió caminando. Una vez alcanzado el templo, descubrieron un arco abierto que conducía al interior.
En cuanto estuvieron dentro, el cuerpo de Zaira se levantó, flotando, de entre los brazos de Xam, quien no se resistió, pues sentía que no había ningún peligro en lo que estaba sucediendo.
Fue transportada hacia un largo corredor para desaparecer lentamente de su vista.
Cientos de esbeltas columnas laterales sostenían una inmensa bóveda transparente que miraba al universo, como si el monasterio se encontrara flotando en el espacio, Ulica y Xam vieron al final de aquel pasillo a un extraño ser de inusuales formas y decidieron acercarse.
El cuerpo, de color púrpura grisáceo y más o menos cilíndrico, estaba formado por la cabeza y por cuatro secciones con dos piernas cada una, en la cara predominaba lo que parecía una nariz en forma de trompeta que algo o alguien hubiera empujado con fuerza hacia dentro, los pliegues resultantes eran los ojos y la boca de aquel ser. Su cuerpo no era más grande que un saco de harina.
—Siento en vosotros una energía positiva. Perdonad que os haya arrastrado hasta aquí, pero el gesto de vuestra compañera me ha conmovido.
—El gesto de nuestra compañera no nos ha sorprendido, pues conocemos su generosidad. No debimos arrastrar a esas criaturas indefensas a una pelea, perdimos demasiado tiempo vagando por la selva, lo que permitió a Mastigo adivinar hacia dónde nos dirigíamos y traer a sus guardias a ese lugar apacible y sereno. Fue un error imperdonable —explicó Ulica.
—Habría sido imposible que los tetramir llegaran tan lejos sin involucrar a esas pobres criaturas en una pelea.
—¿Cómo sabes quiénes somos?
Intentó preguntarle Ulica, pero Xam la interrumpió bruscamente mientras la agarraba instintivamente del antebrazo:
—¿A dónde has llevado a Zaira? —preguntó al monje, aunque estaba convencido de que nada malo podría sucederle a su amiga en aquel lugar.
—No te preocupes, está a salvo. Se está recuperando. Estará con nosotros en breve.
La respuesta le pareció vaga, pero seguía inundado por esa sensación de bienestar y serenidad.
—¿Cómo sabes quiénes somos? —repitió Ulica tratando de entender a quién tenía delante.
—Soy Rimei —dijo el ser sin prestar atención a la pregunta—. Y estoy aquí para meditar. Vuestras almas y vuestras acciones, incluso la belleza de la euménide, cuyo nombre se me escapa —pareció reírse con satisfacción de su propia ocurrencia—, han conseguido captar mi atención después de trescientos años.
—Ulica. —Su rostro dulce no pareció inmutarse ante tal cumplido.
Esbelta y menuda, sabía que era muy hermosa y no lo ocultaba, la población de la que era originaria no era propensa al galanteo, ni tampoco a ocultar sus opiniones o emociones. Se reproducían, como las mariposas, a partir de una crisálida cuyo capullo indicaba el color de la criatura que iba a nacer. Las euménides podían adquirir varios colores, todos en tonos pastel.
Ulica formaba parte de una nueva generación creada genéticamente. En su planeta, un extraño suceso provocado por la última gran guerra, que aún estaba siendo estudiado por los más avezados geólogos, había provocado un ligero desplazamiento del eje, creando desequilibrios medioambientales y del campo magnético que habían tenido como consecuencia la eliminación de la población masculina.
Para evitar la extinción de la especie, las euménides habían recurrido a la multiplicación in vitro de los genes masculinos para poder utilizarlos en la inseminación artificial.
Solo creaban embriones femeninos para evitar el nacimiento de otros machos que habrían acabado abocados a una muerte segura. Nunca dispuestas a doblegarse ante la derrota, buscaban en su ADN el gen que les había permitido sobrevivir para implantarlo en el ADN masculino a fin de hacerlo invulnerable a las nuevas características medioambientales de Euménide.
—Todavía no me has dicho cómo sabes quiénes somos —le repitió Ulica al monje.
—Es porque veo muchas cosas. Llevo mucho tiempo esperando a que vengáis a hacerme estas preguntas.
—¿Qué preguntas? —interpeló Xam confundido mientras acariciaba su espesa y rizada barba negra.
—Sobre la Kirvir —se anticipó Ulica —. ¿A qué te referías hace un momento? —preguntó dirigiéndose al monje —¿Qué es lo que puedes ver?
—Puedo ver todo lo que sucede en cada planeta, pero, a menudo, la información se queda conmigo por poco tiempo.
—¿Cómo de poco?
—Depende de la información, a veces se queda para siempre, a veces no más de un día o unas horas.
—¿Qué puedes decirnos sobre la Kirvir? —preguntó Xam.
—La Kirvir lo es todo: nos rodea; nos une y nos divide; si se la estimula, se transforma; parecería que se puede controlar, pero en realidad es muy escurridiza; puede ser sabia o terriblemente peligrosa.
—No nos dices nada nuevo —comentó Ulica.
—Eso es porque no hay nada nuevo, todo está ya a nuestro alcance —respondió el monje—, solo hay que dejar que ella nos guíe en la dirección correcta.
—Si