Delitos Esotéricos. Stefano Vignaroli
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Mauro me sonrió con aire cómplice y me siguió encantado. Después de todo, comenzaba a caerme simpático y pronto descubriría que, detrás del aire de Rambo todo músculos, se escondía una inteligencia agua y un gran observador, todos ellos elementos que hacían de él un gran policía y un valioso colaborador.
Un sendero atravesaba la vegetación, salía al camino de tierra por el que habíamos llegado y conducía a un edificio aislado, una especie de casa de labranza, de aspecto antiguo, pero en óptimas condiciones.
En la explanada delantera se exhibía el coche de la dueña de la casa, un Porsche Carrera de color gris metalizado. Nos acogió una hermosa cuarentona, rubia, con los ojos de un verde azulado poco comunes, más alta que yo, la tez clara, lisa, sin evidentes arrugas. Vestía un quimono oscuro con unos extraños dibujos, en los que reconocí algunos símbolos esotéricos, cerrado delante con un cinturón. Con cada paso que daba asomaba desde debajo del hábito un largo muslo rosado. El escote hacía que fuese bien visible el abundante seno y no dejaba mucho espacio a la imaginación. Vi la mirada de Mauro posarse con interés sobre el sujeto, quizás con la esperanza de que antes o después la insulsa bata cayese al suelo, revelando a su ojo todas las gracias de su propietaria.
―Sentaos, soy Aurora Della Rosa, y vivo en esta humilde morada. Excusadme, ¡todavía debo recuperarme del susto! Temía que todo acabase quemado esta noche. Dentro de esta casa tengo un patrimonio de libros y manuscritos, incluso muy antiguos, algunos únicos en el mundo y, aparte de mi integridad, he temido perder todo entre las llamas.
Nos sentamos en un salón cuadrado, donde observé estanterías llenas de libros y pergaminos. Toda una pared estaba ocupada por un espejo y el pavimento era de mármol brillante de varios colores que, como un mosaico, representaba la figura de un pentáculo. No podía dar crédito a mis ojos. Allí se encontraba reunido todo lo que, en su momento, había estudiado sobre el esoterismo y las sectas.
―Della Rosa ―dije, repitiendo su apellido ―De La Rose era el nombre de un linaje francés de famosos templarios, los caballeros guardianes del templo y del Santo Grial.
―Se dice que existieron desde antes de la venida del Cristianismo. Los templarios eran los guardianes del tempo de Salomón en Jerusalén, el templo de cuyas ruinas ha quedado sólo el Muro de las Lamentaciones, sagrado para los hebreos. Luego se pasó a identificarlos como guardianes del Santo Sepulcro. En el Medioevo, en Francia, fueron declarados herejes, quizás porque se pensaba que tenían escondido el Santo Grial y no permitieron ni siquiera al Papa acceder a su escondite o quizás porque conocían importantes secretos que la Iglesia no quería que se hiciesen públicos. Fueron torturados, muchos quemados vivos, pero nunca fueron del todo eliminados. Sí, tienes razón, mi familia es originaria de Francia, de la zona de Avignone. Los De La Rose, que tenían unas posesiones en aquel lugar, combatieron contra los ingleses en la Guerra de los Cien Años, sufriendo muchas pérdidas. A finales de mil trescientos algunos miembros de la familia se establecieron en esta zona limítrofe entre Italia y Francia, un lugar tranquilo en medio del monte. Pero luego parece ser que la Inquisición, también aquí, no haya dado tregua a una antepasada mía, que hacia finales del siglo XVI fue procesada acusada de brujería.
Mientras hablaba extrajo del bolsillo del quimono una pitillera plateada, en el interior de la cual había unos cigarrillos que, aparentemente, parecían hechos a mano. Escogió uno, lo llevó a la boca y nos tendió la pitillera.
―Gracias, yo no fumo ―dije ―Y le agradecería que se abstuviese también usted de hacerlo. El humo me fastidia.
Sin ni siquiera considerar lo que había dicho, encendió el cigarrillo, dirigiendo hacia mía, casi a modo de desafío, la primera densa calada que exhaló. No sé cómo contuve mi ira pero lo conseguí.
―¡Dejémonos de charlas, Aurora Della Rosa! ¿Dónde estaba esta noche cuando ha estallado el incendio?
Aspiró de nuevo y respondió emitiendo humo junto con las palabras.
―Ayer por la noche he estado cenando en un restaurante del valle, Da Luigi. No me apetecía cocinar y he salido. Estaba volviendo cuando vi el resplandor del incendio y llamé yo misma a los servicios de emergencia con el teléfono móvil.
―Verificaremos lo que está afirmando. Y, dígame, imagino que usted recibe a sus clientes en casa. Me han dicho que usted es una maga, que llegan aquí personas de cualquier procedencia y extracción social, para pedirle consejos, comprar pociones y demás. A juzgar por su coche, es un trabajo que rinde. No quiero explicar mi opinión sobre su trabajo, quiero sólo preguntarle si ha recibido a una cliente especial, una mujer, en los últimos días, que podría ser la víctima de la que hemos descubierto el cadáver.
―¡Dios mío! ―respondió Aurora mostrándose sorprendida ―¿En el incendio ha habido una víctima? ¿Quién podía estar en el bosque a esas horas de la noche?
―¡Esperábamos que ésto nos lo dijese usted! Venga, haga un esfuerzo, no creo que le sea difícil.
Con aire pensativo aspiró un poco más de humo.
―Sea lo que sea que piense de mi trabajo, Comisaria…?
―Ruggeri, Caterina Ruggeri.
Lanzó otra nube de humo en mi dirección.
―Mire, el trabajo que desenvolvemos nosotros los magos es muy respetable. Yo pago mis impuestos y estoy incluso apuntada al sindicato de magos, y no vendo humo, como el de este cigarrillo. La gente viene porque se fía de mí y yo debo respetar también un código deontológico y proteger el derecho a la intimidad de mis clientes.
―¿Quiere invocar el secreto profesional, por casualidad?
Con indiferencia, apagó la colilla en un cenicero y prosiguió.
―No estoy aquí para vender amuletos o engañar a mis clientes sobre su posible futuro. Tengo buenos conocimientos de herboristería y sé cuáles son las enfermedades que pueden ser curadas con las hierbas medicinales y las que, en cambio, deben ser resueltas de manera convencional. Muchos vienen aquí a pedir buenos consejos y yo se los doy, basándome en mi ciencia y en mi experiencia. Nadie se ha lamentado nunca de haber sido engañado por mí, yo siempre digo lo que mi interlocutor necesita y todos se van contentos y con el corazón enriquecido.
―Ya pero empobrecidos en la cartera. Vamos, conozco bien vuestra categoría, sois capaz de hacer creer a las personas que vuestros engaños son grandes remedios. Podría estar de acuerdo con la medicina natural, pero por el resto...
―¡Comisaria Ruggeri, no sea prejuiciosa! No todos tendemos a creer que lo que vemos y lo que sentimos y tocamos sea la verdad, que no haya otra cosa que no sea lo perceptible por nuestros cinco sentidos, pero a veces no es así. Dentro de esta habitación se pueden crear efectos ópticos y acústicos que hacen parecer verdad lo que no lo es y falso lo que es. ¡Intente tocarme, poner una mano sobre mi hombro y apoyarse en mí!
Me acerqué e intenté tocarla pero mi mano percibió el vacío donde efectivamente veía su imagen.
―¡Es un juego de espejos! ―dije ―Una especie de truco de prestidigitadores.
―Y ahora vaya al centro del pentáculo, sobre la baldosa central, y hable. Escuchará su voz resonar en sus oídos como si proviniese de una potente instalación estereofónica.
―Es verdad, ¡efecto de la acústica de esta sala! También era así en los anfiteatros romanos.