Historia contemporánea de América. Joan del Alcàzar Garrido
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Este proceso se hará particularmente evidente desde la última década del siglo, cuando empieza lo que Halperín Donghi (1986) llama la «crisis colonial»: el inicio de una etapa depresiva, caracterizada por la ruptura de los mecanismos reproductores que habían dotado de dinamismo a la economía interna y por una profunda crisis social, provocada por el aumento de la detracción fiscal sobre un campesinado y unos trabajadores urbanos atrapados por el descenso de sus ingresos y el incremento del precio de las subsistencias. Esta crisis económica, también advertida por Cardoso y Pérez Brignoli, se caracterizó por un triple proceso de desindustrialización, desmonetarización y desurbanización. A juicio de estos dos últimos historiadores, hacia 1790, no sólo parece evidente que los sueños de poder imperial se han desvanecido, sino también que los reajustes administrativos y fiscales obstaculizaron notablemente la prosperidad económica y liberaron odios y resentimientos que los grupos sociales afectados no olvidaron. El intendente de Venezuela, José de Ábalos, ya en 1781, escribía al rey:
Todos los americanos tienen o nace con ellos una aversión u ojeriza grande a los españoles en común, pero más particularmente a los que vienen con empleos principales, por parecerles que les corresponden a ellos de justicia y que los que los tienen se los usurpan. (Pérez, 1977)
No obstante, el impacto –positivo o negativo– del reformismo borbónico no puede generalizarse. Trabajos más recientes (Pérez Herrero, 1991) evidencian como en Nueva España la reforma fiscal no implicó un aumento simple de la presión impositiva, sino que supuso también un claro mecanismo de redistribución del ingreso entre las élites, comprometidas en el mantenimiento del statu quo colonial hasta mediados de la segunda década del siglo xix.
En un plano más general, conviene añadir que las reformas puestas en marcha por la metrópoli producirán una serie de transformaciones sociales. Llegarán a América nutridos grupos de administradores peninsulares con el fin de poner en funcionamiento las reformas –especialmente, como ya hemos dicho, desde el nombramiento de José de Gálvez como visitador general– y se incrementará la inmigración peninsular. Los españoles continuarán, lógicamente, siendo minoritarios; pero su peso político y económico será mayor y más evidente, puesto que la Corona se decantaba ostensiblemente por los peninsulares a la hora de cooptar al personal que tenía que velar por los intereses de la metrópoli. Tanto la oposición contra los peninsulares –favorecidos en la carrera administrativa, en la militar y en la eclesiástica– como la oposición contra el cada vez más evidente centralismo eran tan sólo un aspecto de las reacciones provocadas en las colonias durante el siglo xviii.
Además, el reformismo se interesó por las formas de propiedad de la tierra y por la situación de la mano de obra. Puede afirmarse que la Real Instrucción de 1754 fue una especie de reforma agraria, ya que fueron confirmadas las propiedades anteriores a 1700, pero se necesitó la presentación de títulos y el pago de los derechos de aquéllas que eran posteriores a esta fecha; igualmente, se dieron garantías a los resguardos, que eran continuamente asediados por los grandes propietarios. En lo que se refiere a la mano de obra, mientras que los esclavos negros continuaran siendo legales, los indios –sólo en la teoría protegidos por la legislación de los Austrias– fueron beneficiados al decretarse la desaparición de las encomiendas y pasar los indios encomenderos a indios de resguardo (los resguardos los hacían dueños de unas tierras por las cuales tenían que pagar tributos al rey). Lógicamente, esto fue entendido por la élite criolla como una intromisión intolerable en su control de la mano de obra. Es lo que Pierre Vilar (1976) denomina «la contradicción social fundamental», aquélla que se daba entre indios y criollos, entre trabajo y propiedad. Podía entenderse, y así se entendió, como una provocación de la metrópoli a la oligarquía criolla.
Las reformas no se centraron exclusivamente en la esfera administrativa y burocrática con intencionalidad económica. La Iglesia católica fue otro de los frentes de combate de la monarquía borbónica. Por un lado, mantuvo las cúpulas jerárquicas en manos de los peninsulares y, por otro, en 1767, fueron expulsados dos mil quinientos jesuitas, buena parte de los cuales eran criollos, puesto que un objetivo básico de los reformadores era –tanto en la metrópoli como en las colonias– reducir la capacidad de respuesta de la Orden de San Ignacio para, después, atacar su potencia económica, especialmente evidente en lo que concernía a la propiedad territorial.
Por lo general, la Iglesia reaccionó con excesiva dureza contra la nueva política, aunque no propició un enfrentamiento con la Corona sino, más bien, una no declarada resistencia para la cual contó con la ayuda y el apoyo de amplios sectores seglares. Mayor importancia tendrá, como veremos después, la actividad llevada a cabo por los jesuitas exiliados como teóricos del americanismo criollo. El bajo clero, por el contrario, se sintió atacado allá donde más daño le podían hacer, puesto que los fueros eclesiásticos eran el único patrimonio con el que contaban. Del bajo clero, golpeado por la desamortización de Godoy, surgirán buena parte de los oficiales insurgentes y de los dirigentes de las partidas guerrilleras durante las luchas por la independencia. Joseph Pérez (1977) ha explicado muy bien la influencia del bajo clero en los movimientos precursores de la emancipación.
Recapitulando, podemos decir que la reformulación de las relaciones coloniales, llevada a cabo por los ilustrados de Carlos III, hizo todavía más evidentes –como afirma Lynch– las obligaciones, la pesada carga que suponía la metrópoli al abrir nuevas posibilidades a la economía americana que España no estaba en condiciones de satisfacer. Una metrópoli con un papel que, en la realidad, no iba más allá del de simple intermediaria con la Europa que se estaba industrializando y, quizás más importante –y retomamos así las palabras ya citadas del conde de Revillagigedo–, una metrópoli que ya no parecía estar en condiciones de proteger a la oligarquía criolla de las posibles demandas de las razas no blancas. Por todo esto, la lucha por la independencia será también la lucha por el contacto directo entre la América hispana y la que era cada vez más la nueva potencia económica mundial: Gran Bretaña; y, a la vez, será una opción clara de las oligarquías criollas para controlar férreamente una realidad social que España no sólo no les podía asegurar, sino que cuestionaba con disposiciones que afectaban a las relaciones con la masa indígena.
Hay una polémica entre aquellos que entienden que el proceso emancipador arranca del siglo xix y aquellos que opinan que es necesario descender a mediados del siglo xviii. Halperín Donghi se encuentra entre quienes afirman que no conviene exagerar estas cuestiones puesto que, al menos durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo, no eran más que alarmas sobre el futuro del lazo colonial. Unas alarmas que en ningún caso hacían pensar en un desenlace tan acelerado. Todavía más: según este historiador, en los primeros momentos, con las alarmas ya encendidas, pese a la crítica de carácter económico, pese a la crítica a ciertos aspectos del marco institucional y jurídico, la Corona y la unidad imperial son escrupulosamente respetadas. En nuestra opinión cabe matizar esta idea puesto que, aun siendo cierto que sólo tardíamente la Corona será cuestionada explícitamente, contemporáneos de la época mantenían serias preocupaciones respecto a cuál podía ser el final del imperio colonial español ya en las décadas finales del siglo xviii. Y entre aquellos que la cuestionan se encuentran los casos más conocidos de Francisco de Miranda (el revolucionario y precursor venezolano), Manuel Gual, José María España (partidarios decididos de instaurar un régimen republicano ya en 1797), Antonio Nariño (colombiano que sufrirá prisión y exilio también por su republicanismo) o Juan Pablo Viscardo (autor, en 1792, de la famosa Carta dirigida a los españoles americanos, donde hace una agria denuncia de la explotación española) (Alcàzar, 1995).
Entre los peninsulares, el intendente de Venezuela comunica, en 1781, a Carlos III que «las Américas han salido de su