El árbol de las revoluciones. Rafael Rojas
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En América Latina el giro hacia el constitucionalismo social y hacia concepciones “orgánicas” o “funcionales” de la democracia fue perceptible entre los años veinte y treinta. No siempre, como advirtiera el historiador argentino Oscar Terán, ese giro estuvo ligado a una influencia directa de la Revolución mexicana, pero es evidente que el ejemplo mexicano alentaba a las nuevas izquierdas nacionalistas y socialistas de la región. José Ingenieros, recuerda Terán, formuló sus críticas al liberalismo y sus tesis sobre la “democracia funcional” más en contacto con fenómenos como la Revolución bolchevique, el fascismo mussoliniano y la lectura que de ambos hacían Henri Barbusse, Anatole France, Romain Rolland y otros intelectuales franceses vinculados a la revista Clarté.37
Sin embargo, como ha visto Javier Balsa, difícilmente podría hablarse de todos los proyectos de reforma agraria en Argentina, entre 1920 y 1955, incluyendo las diversas iniciativas que se impulsaron bajo los Gobiernos de Yrigoyen, Alvear y Perón, sin reparar en la impronta de la experiencia mexicana en ese país del Cono Sur.38 Lo mismo podría decirse del agrarismo peruano de los años veinte en adelante, como se observa la obra, ya no de Mariátegui, sino del reformista agrario Abelardo Solís, quien tomaba muy en cuenta los aciertos y límites de la estrategia antilatifundista del México posrevolucionario.39 Por no hablar de otros proyectos caribeños y centroamericanos como la Ley 200 de 1936 o ley de tierras del Gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo en Colombia, dentro de su programa de “Revolución en marcha” que, a pesar de sus claras deficiencias, no pudo no tener presente el agrarismo mexicano, especialmente en el periodo cardenista.40
Algunos teóricos del problema agrario en la región, como el chileno Pedro Aguirre Cerda, quien en los años treinta encabezaría el primer Gobierno del Frente Popular, no tomaba en cuenta, directamente, el agrarismo mexicano, pero remitía a normas constitucionales y jurídicas como las de la Alemania durante la República Weimar, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía y la España republicana, donde sí se reconoció el antecedente de la Constitución de Querétaro.41 Otros agraristas como el cubano Ramiro Guerra en un ensayo clásico, Azúcar y población en las Antillas (1927), contemporáneo del de Aguirre Cerda, no se basaba en el derecho constitucional de Europa central y del este, sino en la producción jurídica anglosajona sobre las sugar islands del Caribe. Tampoco mencionaba Guerra la Revolución mexicana, pero en las reediciones sucesivas del libro, entre los años treinta y cuarenta, sus argumentos se entrelazaron con los de otros pensadores de la reforma agraria como el español Luis Araquistáin en su ensayo La agonía antillana (1928), quien sí conoció de primera mano el fenómeno revolucionario mexicano.42
La irradiación continental de ideas vinculadas al cambio revolucionario en México tuvo a su favor otros elementos como el entusiasmo de la izquierda socialista y agrarista norteamericana, en la que destacaban figuras como Waldo Frank, Carleton Beals o Frank Tannenbaum, muy escuchados en toda la región; las giras suramericanas de José Vasconcelos, especialmente por Brasil, Perú, Uruguay y Argentina; las gestiones diplomáticas de Alfonso Reyes y Genaro Estrada; la presencia de la literatura mexicana en publicaciones como la argentina Sur o la cubana Revista de avance, o el enorme atractivo que ejercían las artes plásticas mexicanas, sobre todo el muralismo de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco.
Diversas coyunturas políticas en algunos países de la región, como las oposiciones contra las dictaduras de Juan Vicente Gómez en Venezuela, Manuel Estrada Cabrera en Guatemala, Augusto Leguía en Perú o Gerardo Machado en Cuba, o las revoluciones centroamericanas de Nicaragua y El Salvador y Cuba entre fines de los veinte y principios de los treinta, amplificaron la resonancia de la nueva cultura política nacionalista. Pero también fenómenos como el golpe militar de 1930 de José Félix Uriburu contra el Gobierno de Hipólito Yrigoyen o la llamada “Revolución de 1930” en Brasil, de las élites de los estados de Minas Gerais y Río Grande del Sur contra el presidente Washington Luís, contribuyeron a un giro político continental que hacía más visible la crisis del modelo republicano oligárquico.
La década de los treinta fue inestable, incluso en países fuertemente marcados por el orden como Chile. Un estudio reciente del historiador chileno Sebastián Roberto Hernández Toledo prueba que la serie de conflictos que se desatan entre la disputa fronteriza de Tacna y Arica, en 1926, y la formación del Frente Popular, bajo el Gobierno radical de Pedro Aguirre Cerda, pasando, desde luego, por la breve experiencia de la República Socialista de 1932, encabezada por los generales Puga, Dávila, Matte y el comodoro Marmaduke Grove, creó un clima propicio para la expansión de las redes apristas. Los apristas peruanos, exiliados en Chile, Luis Alberto Sánchez, Magda Portal, Serafín Delmar y Manuel Seoane, crearon revistas como Índice, Crítica y Hoy, editoriales como la muy influyente Ercilla, y fundaron organizaciones políticas como el Comité Aprista Peruano de Santiago, que establecieron una interlocución permanente con la izquierda chilena en la oposición o el poder.43 La Revolución mexicana, que había creado condiciones para un nutrido exilio de la izquierda latinoamericana en los años veinte, aparecía ahora en aquellas publicaciones y asociaciones apristas como un referente insoslayable de la reforma agraria y el control estatal de recursos naturales.44
Aquella reorientación de los discursos y las prácticas de la política latinoamericana durante los años treinta, directamente relacionada con alteraciones mundiales como el ajuste económico tras el crac del 29, la emergencia de las derechas fascistas y la adopción por la Unión Soviética y el Comintern de una estrategia frentista y gradualista agudizaron la crisis del paradigma liberal del siglo xix y abrieron el campo de acción de las izquierdas revolucionarias no comunistas. Particularmente, la izquierda cardenista, aprista y, más tarde, peronista alcanzarían un protagonismo a partir de entonces que no sería comprensible sin el ascenso de los fascismos, por un lado, y el repliegue de los comunistas a posiciones reformistas, por el otro.
Pero cabría preguntarse si el impacto de la crisis afectó por igual las tradiciones liberales y republicanas heredadas del siglo xix. En el caso del liberalismo, basta con revisar las constituciones, leyes y decretos generados entre los años treinta y cuarenta por los gobiernos populistas o nacionalistas revolucionarios, para constatar que la vieja doctrina de los derechos naturales del hombre ha sido rebasada por otra que reconoce los derechos de nuevos sujetos que van desde la mujer hasta los campesinos. Dado que buena parte de la historiografía latinoamericana contemporánea da por válida, a partir de autores como J. G. A. Pocock, Quentin Skinner, Philip Pettit, Maurizio Viroli, Helena Béjar o Roberto Gargarella, la distinción entre liberalismo y republicanismo, vale la pena preguntarse entonces si toda la tradición republicana se vio agotada en aquella crisis del paradigma liberal.45
Vale la pena, en este sentido, observar las resistencias que se movilizan desde relecturas tradición republicana del siglo xix (Bolívar, Mier, Bello, Rocafuerte, Montalvo, Martí…), brillantemente sintetizada por Halperín Donghi, a la expansión del nuevo horizonte doctrinal del constitucionalismo social.46 Aquella tradición, que enfatizaba el involucramiento de la ciudadanía en los asuntos públicos por medio de la pedagogía y la moral cívica y que encauzaba el patriotismo no solo por medio de la militarización o la defensa, sino del respeto al orden legal y constitucional, había sobrevivido precariamente a la hegemonía liberal de fines del siglo xix.47 Ahora debía adaptarse a la expansión de las ideas sociales de la izquierda revolucionaria y populista y para ello tendría que abandonar los acentos individualistas de la vieja perspectiva liberal.
Es posible identificar algunos momentos de aquella resistencia republicana, entre los años treinta y cuarenta, antes del sordo estallido