El árbol de las revoluciones. Rafael Rojas
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La argumentación de Madero se inclinaba al republicanismo e, incluso, al populismo, sin abandonar un trasfondo liberal relacionado con la importancia de los partidos políticos y las élites intelectuales como cantera de los candidatos electorales. “El pueblo ignorante –decía Madero– no tomará una parte directa en determinar quiénes han de ser los candidatos para los puestos públicos; pero indirectamente favorecerá a las personas de quienes reciba mayores beneficios, y cada partido atraerá a sus filas una parte proporcional del pueblo, según los elementos intelectuales con que cuente”.21 En el clásico La constitución y la dictadura (1912), dos años después, Emilio Rabasa refutará a Madero: “El requisito de saber leer y escribir –decía Rabasa– no garantiza el conocimiento del acto electoral, pero da probabilidades de él y facilidades de adquirirlo”.22 Y concluía que al extender el voto a los analfabetos, la Constitución de 1857 “había cerrado las puertas a la democracia posible en nombre de la democracia teórica”.23
Observaba Pierre Rosanvallon, en La consagración del ciudadano (1999), a propósito de Louis Blanc, Jules Ferry, Léon Gambetta y otros republicanos franceses de fines del siglo xix, la paradoja de que unas veces identificaban el republicanismo con el sufragio universal y otras colocaban a la república por encima del sufragio, advirtiendo, como los liberales, sobre los elementos sociales perturbadores que entraban en la arena política. El sufragio, decía Gambetta, hace del “pueblo una asamblea de reyes”.24 En América Latina sucede lo mismo a la altura de 1910, especialmente en liberales de formación positivista como Rabasa, pero también es perceptible una reacción republicana, que entiende el sufragio universal como garantía de la república, cuyo mejor ejemplo tal vez sea la ley Sáenz Peña en Argentina, en 1912, y la defensa de la misma en el discurso de Hipólito Yrigoyen y la Unión Cívica Radical (UCR).
Como su tío Leandro Alem, Yrigoyen había participado en la llamada Revolución del Parque de 1890, que derrocó el Gobierno de Miguel Ángel Juárez Celman y dio lugar a la UCR. Había en los principales líderes del radicalismo originario una mística republicana, contrapuesta al liberalismo oligárquico del Partido Autonomista Nacional, que recuerda en muchos aspectos el lenguaje político de Martí, Madero y Restrepo. Tanto el énfasis en una austeridad cívica, antídoto de la corrupción, como un acento supraclasista, de inclusión social, dirigido atraer a socialistas y anarquistas y, también, a sectores de la burguesía comercial e industrial, marcaron las campañas del republicanismo radical en las elecciones regionales y presidenciales después de la ley Sáenz Peña, impulsada el ministro del Interior Indalecio Gómez.25 Como recuerda Marcelo Cavarozzi, aquella transición del “voto cantado al voto contado”, que facilitó la elección presidencial de Yrigoyen en 1916, por sufragio secreto, obligatorio y universal, se impuso a propuestas de restringir el sufragio a los analfabetos, como la del jurista Juan Álvarez, y dio forma a una ruptura con el liberalismo de la Constitución de 1853, muy parecida al de la Revolución mexicana con respecto a la Constitución de 1857.26
De hecho, a pesar de que el Gobierno de Yrigoyen intentó avanzar por medio constantes enmiendas constitucionales, que en su mayoría desechaba el Congreso opositor, en su lenguaje se mezclaban los conceptos de reforma y revolución, tal y como sucedía en Martí y Madero. En su célebre discurso inaugural, Yrigoyen presentaba su proyecto de reforma social como una “insurrección” o una “contienda reparadora”, animada por el “genio de la revolución”.27 El caso de la “república verdadera” de Yrigoyen y Marcelo Torcuato de Alvear, como le llamara Tulio Halperín Donghi, ilustra los aciertos pero también los límites de aquel republicanismo, que tras un proyecto de integración de clases no vaciló en recurrir a la represión del movimiento obrero y no pudo impedir la recomposición de nuevas oligarquías que propiciaron la caída del régimen en 1930.
el quiebre del republicanismo decimonónico
La Revolución mexicana, entendida como un proceso de cambio social que va del maderismo al cardenismo o, en un sentido cronológico más preciso, entre 1910 y 1940, coincidió con un periodo de estancamiento, crisis y renovación del pacto republicano en América Latina. Mientras en México tenían lugar los grandes hitos de la revolución –los Planes de San Luis Potosí y Ayala, la campaña antirreelecionista y los movimientos zapatistas y villistas, la Constitución de Querétaro y la cruzada cultural vasconcelista, la guerra cristera y el anticlericalismo callista, la restitución y dotación de ejidos y la nacionalización petrolera cardenista–, América Latina ofrecía un panorama confuso de viejas repúblicas oligárquicas colapsadas, como las de Brasil y Argentina, anacrónicas dictaduras de orden y progreso como las de Manuel Estrada Cabrera en Guatemala, Juan Vicente Gómez en Venezuela, Augusto Leguía en Perú o Gerardo Machado en Cuba.28
En su clásica Historia contemporánea de América Latina (1969), Tulio Halperín Donghi definía el periodo de 1880 a 1930 como la “madurez del orden neocolonial”.29 Su elección de 1930 como punto de partida de la búsqueda de un “nuevo equilibrio” tenía que ver tanto con el colapso de las viejas repúblicas en Brasil, Argentina o Cuba, como con el crac financiero de 1929.30 La crisis capitalista produjo, como reacción, un rediseño del papel del Estado en la economía que apoyó las tendencias favorables a la expansión de los derechos sociales, generadas por la Revolución mexicana. En otro ensayo, menos conocido, el historiador argentino sugería la necesidad de incorporar el cardenismo dentro de la periodización básica de la Revolución mexicana, no solo porque a mediados de los treinta se lograron consolidar las políticas sociales básicas del nacionalismo revolucionario –restitución y dotación de ejidos, educación socialista, nacionalización del petróleo, defensa de la soberanía nacional…–, sino porque Cárdenas fue, entre todos los líderes latinoamericanos de entonces, quien alcanzó a dar respuestas concretas a los principales dilemas de la América Latina de entreguerras.31 Decía Halperín Donghi que si Haya de la Torre era el que había formulado aquellos dilemas con la mayor imaginación teórica, Cárdenas fue el que los enfrentó con la mayor audacia práctica.
En todo caso es partir de los años treinta cuando la gran impugnación del republicanismo y el liberalismo decimonónicos, adelantada por la Constitución de Querétaro en 1917, comienza a tomar cuerpo en la política latinoamericana. La lógica de la revolución, que Eric Hobsbawm y Josep Fontana vieron como marca de la historia europea y mundial, impacta toda la vida pública latinoamericana, desde el diseño de estrategias de desarrollo económico e inclusión social hasta el Gobierno representativo y el sistema de partidos, pasando por el lenguaje político mismo; con el discurso revolucionario se introducen nuevas formas de practicar y de hablar de política en América Latina.32
A grandes rasgos, la impugnación queretana del liberalismo y el republicanismo decimonónicos residía en un desplazamiento no total, aunque sí claramente pronunciado, del sujeto de derecho en una república moderna. Mientras que en las constituciones liberales del siglo xix –la argentina de 1853, la peruana de 1856, la mexicana de 1857, la venezolana de 1864…– se postulaba al individuo como sujeto primordial de los derechos naturales del hombre, en la México de 1917 se incorporarán al repertorio de garantías jurídicas actores colectivos como la nación, los pueblos, los campesinos y los obreros.33 Ese desplazamiento, que diversos autores relacionaron con teorías “funcionales” u “orgánicas” de la democracia, tenía como sustento de legitimación la idea del acontecimiento revolucionario como fuente de derecho, desarrollada por constitucionalistas mexicanos como Miguel Lanz Duret y Manuel Herrera y Lasso.34
El “constitucionalismo social como último eslabón de la historia constitucional