Trayectorias y proyectos intelectuales. Jaime Eduardo Jaramillo Jiménez

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Trayectorias y proyectos intelectuales - Jaime Eduardo Jaramillo Jiménez Taller y oficio de la Historia

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tiempo como futuro, por ejemplo, no se debió al plan de algún grupo social en especial, pero tampoco el decurso que ha tomado después, porque, como se sabe, el futuro ha estado en la base de proyectos de la más diversa índole ideológica en las sociedades contemporáneas. El tránsito de una lógica a la otra se explica en virtud del cambio de las estructuras cognitivas que ya ha sido ampliamente documentado tanto en su dimensión filogenética, como proceso histórico, como en su dimensión ontogenética, como proceso de cada ser humano.6

      De lo planteado en el párrafo anterior, se derivan dos consecuencias importantes: por un lado, sin negar las diferencias entre los distintos grupos sociales que se disputan o buscan imponer el pensamiento que más se adecúa a sus intereses, es posible “ir detrás” de lo formulado, implícita o explícitamente, a partir de ellos; por otro lado, lo que hace posible “ir detrás” de los intereses es la constatación de que la lógica que soporta la generación de pensamiento es resultado de una construcción histórica que obedece a un proceso que no se configura al calor de la disputa por los intereses políticos y económicos. Ahora bien, decir que el desarrollo de la lógica que soporta la generación de pensamiento no está determinado por los intereses políticos y económicos no significa que estos no tengan nada que ver con su desenvolvimiento. La relación entre el desenvolvimiento de los intereses políticos y económicos y la producción de pensamiento ha sido documentada por la tradición sociológica desde los clásicos planteamientos de Marx y Engels. Sin embargo, como lo señaló Elias, desde el punto en que estos dos autores lo dejaron, en sentido estricto, no se ha tenido un real avance. En términos generales, el debate sigue partiendo del supuesto de que los intereses materiales en cualquiera de sus expresiones, sociales, políticas o económicas, serían los que explicarían el pensamiento. Scheler, Mannheim, Merton y el Programa Fuerte de la Sociología del Conocimiento, y las corrientes a las que da origen, son variantes de este planteamiento inicial. Elias escoge una ruta diferente y muestra que Marx y Engels vislumbraron que la esfera de la conciencia7 tenía autonomía y no era un simple reflejo de la esfera de lo económico. Asimismo, y esto es lo más importante, Elias indica que si Marx y Engels hicieron hincapié en la esfera de lo económico no era porque lo consideraran determinante de la conciencia, sino porque el conocimiento que existía en su momento sobre lo “material” brindaba la posibilidad de entender la regularidad que tiene su desenvolvimiento. No ocurría lo mismo con el estado del conocimiento de cómo se desenvolvía históricamente la conciencia, apenas se intuía su existencia como una esfera que también tiene regularidades en su desarrollo. El estado en que se encontraba el conocimiento de una y otra esfera es lo que explica para Elias la cambiante relación de determinación entre la conciencia y lo económico que se puede encontrar en algunos pasajes de obras de Marx y Engels (Elias, 2009).

      Para Elias, el avance respecto del punto en que Marx y Engels dejaron la discusión requiere, antes que nada, entender cómo la conciencia tiene regularidades en su desarrollo que no pueden ser reducidas a las presentadas en la esfera de los intereses (económicos, políticos, sociales). En este sentido, consideró Elias que su propio trabajo contribuía a este avance en la medida en que mostró que existía un proceso de desarrollo de las estructuras emotivas y que era posible seguirlo en su propia lógica sin tener que reducirlo a ninguna esfera en particular. Por su parte, Günter Dux ha indicado que la relación entre los intereses y el pensamiento se puede entender históricamente como resultado del incremento de la reflexividad del ser humano sobre los medios disponibles para su supervivencia. Es posible constatar que el incremento de la densidad de las interdependencias entre los seres humanos lleva a que las posibilidades de generar los medios de supervivencia dependan más de las formas de organización social que se van configurando y menos del medio físico. En las sociedades primigenias, aquellas que están expuestas directamente a los medios físicos de supervivencia, la presión por generar elaboraciones sobre la situación humana proviene principalmente de la “naturaleza no humana”; en las sociedades contemporáneas la presión proviene, en lo fundamental, de la organización social. La organización social de los “intereses materiales” opera como condición de posibilidad para la producción de conocimiento, no como determinante; en este sentido, el incremento de la reflexividad en las sociedades modernas es la respuesta a una compleja construcción social que ha ampliado la cadena de mediaciones entre los seres humanos y entre ellos y la naturaleza. La reflexividad no necesariamente se da hacia una conciencia de la propia constructividad del ser humano; esto es, la ampliación del rango de distanciamiento para entender que en las sociedades contemporáneas el bienestar o el malestar depende, en buena medida, de lo que los seres humanos mismos han creado. No existe una relación de determinación entre el incremento de la constructividad humana, mayor complejidad de la organización social y la conciencia de esa constructividad, comprensión que conduce a entender que, en las sociedades contemporáneas, los males y bienes provienen de la organización social que se ha construido. Luego de esta sucinta reflexión sobre la relación entre los intereses materiales y la conciencia, se puede volver a la situación latinoamericana de finales del siglo XIX, escenario en el que se produjo el Ariel, de Rodó.

      Al detenerse en las reconstrucciones sobre lo ocurrido en América Latina hacia el final del siglo XIX y comienzos del XX, se evidencia una región en la que la gran mayoría de los países “habían encontrado” uno o dos productos, con bajos niveles de trabajo incorporado, que ingleses, franceses y alemanes, principalmente, empezaron a comprar con regularidad. Se operó de esta manera la vinculación de las sociedades latinoamericanas al capitalismo internacional, de la mano de las élites instaladas en el poder luego de las luchas más o menos violentas, dependiendo de cada país, del periodo posindependencia. Por supuesto, la movilización de productos para venderles a los europeos también era la de personas, de dispositivos de poder, de “naturaleza no humana”, de símbolos y, en general, de todos los recursos de organización social con los que se contaba. Si bien es cierto que esta movilización no tuvo un impacto uniforme a lo largo y ancho de la estructura social de los países latinoamericanos, sí implicó la transformación de las formas organizativas heredadas de la Colonia. La vinculación como vendedores de productos con bajo trabajo incorporado configuró el take off del capitalismo de los países latinoamericanos y marcó el derrotero dependiente que ha sido ampliamente documentado por la historiografía y las ciencias sociales latinoamericanas. El resultado de las transformaciones operadas en la organización social de América Latina hacia el final del siglo XIX y comienzos del XX puede ser sintetizado, utilizando el sentido y la expresión acuñada por Tulio Halperin Dongui, como la “madurez del pacto neocolonial” (Halperin, 2005), lo cual significa, en otros términos, que los intereses económicos, políticos y sociales jalonados por las élites latinoamericanas configuraron una forma dependiente del desarrollo del capitalismo en estos países que terminaron por constituir un “capitalismo a la latinoamericana”.

      La forma como despegó el capitalismo en América Latina y la consecuente configuración socioproductiva y política constituyeron el desafío al cual se enfrentó el pensamiento latinoamericano de comienzos del siglo XX. Así como la organización social generada tenía un “sello latinoamericano” y no fue el traslado de la forma organizativa del capitalismo europeo a la región, también la respuesta dada por quienes se ocuparon de hacer la reflexión sobre ella produjo un pensamiento que no fue simple réplica del europeo. Sin embargo, hasta su carácter de no réplica llega la semejanza, porque en la esfera del pensamiento hubo, por lo menos, el intento de hacer una elaboración de lo ocurrido respecto de ser una región enfrentada a dar cuenta de sí misma. Por esta vía se puede empezar a entender cómo al final del siglo XIX surge desde la región un movimiento como el modernismo que tuvo reconocimiento más allá de las fronteras regionales. Los intelectuales latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX desarrollaron su obra en medio de unas sociedades, cuyas élites se vieron abocadas a un balance de las transformaciones socioproductivas y políticas que habían realizado por su cuenta, pero en estrecha dependencia con los parámetros europeos. Si, como ha indicado Leopoldo Zea, el positivismo fue el instrumento del cual se valieron las élites de final del siglo XIX para adelantar su proyecto modernizador, el americanismo fue la “forma de pensamiento” de la cual intentaron “echar mano” para tomar las riendas de las sociedades latinoamericanas. En este sentido, el Ariel, de Rodó, es una especie de boceto del americanismo

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