La palabra facticia. Albert Chillón
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Sirva, entonces, este breve aunque ojalá que sugestivo zaguán para incitar al posible lector a adentrarse en La palabra facticia. Literatura, periodismo y comunicación, un libro a la vez nuevo y veterano dado que ahonda, amplía y recrea otro de 1999 —Literatura y periodismo. Una tradición de relaciones promiscuas— que, durante la década y media transcurrida desde entonces, ha devenido obra de referencia para los docentes, investigadores, estudiantes y periodistas interesados por los empalabramientos ficticios y facticios, sean de carácter artístico o de tenor comunicativo y persuasivo.
El volumen a que este escueto vestíbulo da paso tiene un doble foco de atención. Por un lado, es una exploración sistemática, a la vez histórica y analítica, de las múltiples relaciones entre la tradición periodística y la tradición literaria, es decir, un ejercicio de comparatismo deudor de la literatura comparada y de los estudios literarios en su conjunto. Por otro, así mismo, es una propuesta netamente teórica, encaminada a fundamentar el estudio de los vínculos entre los campos literario, periodístico y mediático, que tanto precisa sustentarse sobre pilares firmes. De ahí que haya recurrido a la filosofía del lenguaje, la narratología, la tematología y la hermenéutica, entre otras disciplinas y perspectivas, a la hora de llevar tal cimentación a cabo.
En 1999 tuve el honor de que Manuel Vázquez Montalbán, acaso el más importante periodista español del último medio siglo, accediera a prologar la versión matriz de esta obra. Y hoy lo tengo de que Jordi Llovet, uno de los más relevantes humanistas y estudiosos de la literatura de nuestro país, haya aceptado escribir el prólogo correspondiente a esta nueva versión, considerablemente ampliada respecto de la primera, muy en especial en lo que toca a su sustentación teórica. Las palabras de Llovet y de Montalbán —por orden cronológico inverso— son la más gentil bienvenida que este zaguán puede brindar.
Un periodismo sabio
Prólogo de Jordi Llovet (2014)
Allá por los años setenta del siglo pasado no existía, o apenas, ningún lugar en nuestras ciudades universitarias en el que pudiera estudiarse lo que hoy se conoce como Periodismo o, en una deriva típicamente tecnológica, Periodismo y Ciencias de la Comunicación —como si la comunicación humana hubiese sido una ciencia en algún momento de la historia—, o etiquetas parecidas. Muchos profesionales de esa profesión, por aquellos años, procedían de licenciaturas universitarias «históricas» —Filosofía y Letras, habitualmente; Derecho, a veces— en las que se impartían conocimientos generales sobre la cultura histórica, artística, literaria, religiosa, filosófica, etc. Cuando se crearon los estudios de Ciencias Políticas no fueron pocos los que, a falta de un lugar en una u otra sede parlamentaria o en el seno de un u otro partido político, después del franquismo, se convirtieron en miembros de la redacción de un periódico, una radio o una televisión, estas públicas al principio. Destaquemos, por lo que se refiere a esta cuestión, que no fueron precisamente los licenciados en Ciencias Políticas, o en Sociología (cuando se crearon esos estudios), o en Ciencias Económicas, los que integraron el grueso de los hombres y mujeres dedicados al periodismo en nuestros medios de comunicación. La mayoría de ellos, o no se encontraban en posesión de ningún título —algo que no tardará en convertirse, de nuevo, en una garantía de solvencia en el terreno del periodismo—, o procedían del ámbito de diversos estudios generales.
Una desdicha más en la remodelación de nuestros planes de estudio universitarios hizo que el amplio panorama de estudios que se impartían en esas facultades —filosofía, historia, lenguas clásicas y modernas, y literatura— se diversificara y que, en consecuencia, se disolviera la antigua y sabia idea según la cual no cabe estudiar historia sin el conocimiento de la literatura; ni esta sin aquella; ni es imaginable —es incluso insano, desde el punto de vista intelectual— desvincular la filosofía de las ramas del saber propias —si es que alguna vez fueron epistemológicamente independientes— de la historia y la filología. A consecuencia de esta situación, en palabras de Albert Chillón en el presente libro, «la desatinada escisión inicial ha sido el embrión a partir del que ha nacido y medrado el actual desconcierto académico. Concebidos comoun conjunto de saberes aplicados —eso es, de vocación normativa, práctica e instrumental—, los estudios periodísticos han ido siendo absorbidos por la llamada “redacción periodística”, una disciplina pseudocientífica […] que ha ido jibarizando el campo diverso y complejo del periodismo realmente existente hasta dejarlo reducido a mero repertorio acrítico de habilidades empíricas encaminadas a la producción seriada de textos periodísticos».
Pero así fueron las cosas, sin duda a causa de la progresiva «tecnologización» de la universidad, que viene primando, desde que las políticas neoliberales configuraron el marco general en el que se mueve nuestra civilización —incluida, claro está, la economía—, la tendencia a la especialización. Mezquinas razones gremiales, una aspiración funcionarial a ascender en el escalafón universitario —algo hoy del todo utópico, pues no hay futuro digno, por el momento, para nuestros maltratados profesores asociados— determinó que se crearan un sinfín de facultades del todo inútiles, muchas de ellas nacidas al calor de un supuesto mercado laboral selectivo. Hecho, también este, que ya ha sido puesto en entredicho en mercados laborales mucho más dinámicos que el nuestro, como el de los Estados Unidos, en los que se requiere, para cualquier empleo, más el saber que un título otorgado por la jefatura del Estado o por el ministro correspondiente.
Esta disgregación de los estudios generales de Filosofía y Letras —de los que, como se ha dicho, procedía la mayor parte de los periodistas en los años sesenta, setenta e incluso ochenta del siglo pasado— acarreó consecuencias nefastas en todos los ámbitos de la enseñanza y la cultura, a todos sus niveles: la práctica del periodismo no fue, en este sentido, ninguna excepción. Pues, antes de esta malograda especialización, los mejores periodistas eran simplemente quienes poseían un bagaje cultural más que suficiente (en muy diversas esferas del saber), una competencia lingüística solvente y una capacidad de narrar acorde con los parámetros de la tradición narrativa de nuestra cultura literaria. Estos componentes bastaban para labrarse una brillante carrera en el campo del periodismo, ya fuera en sus facetas política, social o cultural —aunque no en la económica, que, como es lógico, poseía sus imprescindibles especialistas. Incluso las necrológicas —para cuya redacción los periódicos de calidad en países como Inglaterra disponen, hoy todavía, de un redactor a tiempo completo— todavía son redactadas por periodistas competentes en tal asunto: seres conocedores del género biográfico, escritores capaces de resumir en un par de columnas el mundo complejo y vago de una vida acabada.
Esto no significa que la fundación de las escuelas de periodismo estuviera inevitablemente destinada al fracaso. De hecho, la llamada Escuela de Periodismo de la Iglesia, de Barcelona, en la que profesaron grandes periodistas sin título específico, como Llorenç Gomis, Luis Izquierdo o Manuel Vázquez Montalbán, todos ellos humanistas en el sentido más intenso y extenso de la palabra, son recordados por sus alumnos como extraordinarios maestros del periodismo: desconocían parte del saber hacer que hoy parece inexcusable en la formación de todo periodista, pero poseían cultura, el único ámbito de conocimiento del que puede emanar una cantidad ingente de saberes.
En esto estriba la gran diferencia entre la formación de los periodistas de aquellos decenios —para ser exactos, desde que los escritores entraron en el género de la prensa periódica, más adelante en la radio y la televisión, desde el siglo xvii en adelante— y los que vienen formándose, y desfigurándose, en las escuelas de periodismo, en los últimos años y en el mundo entero, por causas que este libro de Albert Chillón analiza con precisión y competencia.