La palabra facticia. Albert Chillón

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La palabra facticia - Albert Chillón Aldea Global

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estilística de los textos impresos, el enorme bagaje cultural de los articulistas —que podían citar un mito clásico para ilustrar un acontecimiento político de rigurosa actualidad— y la precisa articulación de los párrafos y del conjunto de un artículo. Este fenómeno se explica por el mero hecho de que el periodismo nació como una derivación de la narración —no del drama, y menos todavía de la lírica, géneros que algunos periódicos, aun hoy, presentan como complemento «sabio» al conjunto de informaciones propiamente periodísticas que llenan sus páginas. La entrada de la lírica en el periodismo, y con ella del sentimentalismo, ha resultado un hallazgo muy productivo para algunos escritores, pero ellos mismos han pagado lo intempestivo de su hazaña al abrazar una de las categorías más excelsas de lo sentimental: la cursilería. Véase la obra periodística de Antonio Gala.

      Pues explicar un acontecimiento consiste, ante todo, en la narración ordenada del mismo, presuponiendo que la objetividad no es algo dado de por sí, y que el lenguaje no explica fácilmente el mundo tal como este se presenta ante los ojos. La gramática, la retórica y la elocuencia, saberes que se cursaban en las aulas de secundaria de todas las instituciones pedagógicas de Europa hasta hace unos cincuenta años, ofrecían la base y la garantía de que todo lo que se escribía en un periódico o se narraba en medios como la radio o la televisión estuviera concebido, ante todo, como un artefacto verbal perfectamente pensado, sospechado, construido y difundido con arte. Pero la palabra «arte», que tanto en su equivalente en lengua griega como en la latina equivale a un «saber hacer algo con arreglo a una serie de leyes», es decir, a un método y a una técnica, se desvirtuó cuando las antiguas técnicas artesanales —y la escritura era considerada tal cosa, desde Platón hasta los grandes autores del siglo del realismo— se deslizaron, casi sin darse cuenta, hacia el campo de la tecnología, de tal modo que se pervirtió el carácter artesanal que siempre evocará, por poca etimología que se sepa, la palabra «técnica».

      Si se repasan, como se ha sugerido, los grandes artículos periodísticos de autores ingleses como Joseph Addison o Richard Steele, redactores del extraordinario Spectator fundado en 1711, o cuando se procede de igual modo con los grandes narradores del siglo xix y parte del xx que entraron en el terreno del periodismo, como Dickens, Thackeray, Baudelaire, Zola o Chesterton, se da uno cuenta de hasta qué punto el oficio de escritor fue la garantía de una redacción periodística de enorme valor. Al fin y al cabo, no hay que olvidar que muchas novelas escritas desde el siglo xvii hasta el siglo xx, por no decir hasta nuestros días, parten de un fait divers, es decir, fueron antes noticia que novela. Así, Gustave Flaubert escribió su Madame Bovary gracias al conocimiento suficiente de una historia de adulterio protagonizado por un matrimonio amigo de su padre, cirujano en Ruán, algo que pudo haber sido solo una noticia en un periódico de curiosidades o en la Gazette des Tribunaux. En este sentido, podemos remitirnos a una narración tan antigua como la que contiene la Ilíada homérica: se trata de una epopeya, un género literario propiamente dicho y perfectamente configurado, sin duda, pero que hunde sus raíces en el conjunto de leyendas (mitos) transmitidos como «noticia», y en buena medida como «verdad», por muchas generaciones de habitantes de la Hélade.

      Como muy bien analiza Albert Chillón en este libro, el cambio de paradigma por lo que respecta a este asunto se produjo cuando la técnica de escribir se sometió al imperio de la tecnología, fenómeno que corre parejo con la constitución de la sociedad de masas. El autor aborda el problema desde múltiples puntos de vista, haciendo gala del método hermenéutico que obliga a considerar cualquier aspecto de la cultura humana a partir de sus supuestos históricos y desde el cruce de paradigmas a que obliga toda consideración del material histórico, incluyendo en él el material narrativo. La distinción que establece en las páginas que siguen entre la naturaleza lógica y la naturaleza mítica del lenguaje vale también para el horizonte ante el que se encuentra todo revelador de noticias: el entramado verbal de cualquier enunciación es, por sí mismo, un objeto múltiple y proteico, y su estatuto de verdad siempre será un desideratum. Por lo que respecta a la historia, de la que emana toda «noticia» y todo mito, su material está hecho de tantas superposiciones, elementos entreverados y acumulación ingenua o irresponsable de interpretaciones, que nada permite a ningún portavoz de lo que llamamos «noticias» —y aun «saber»— obviar los recorridos más intrincados alrededor de lo que, en principio, se presenta como mero dato. De este modo, una «noticia» se convierte en un referente elemental, apriorístico, del que resulta imprescindible eliminar cualquier rasgo, precisamente, de aprioridad: en realidad, muy poco está dado a partir de lo que consideramos dado como ob-jectum más allá de nosotros. Todo lo contrario: quizá no el narrador —que se mueve en el campo de la verosimilitud—, mas sí el periodista, que debería moverse en el campo de una siempre deseada veracidad, está obligado a circundar los enunciados de lo dado —lo que ofrecen las agencias de noticias— con todas las capas de suspicacia, sospecha, análisis y dialéctica que quepa imaginar.

      Esta operación no significó ningún problema grave mientras el periodismo poseyó un anclaje en las artes de la narración propiamente dichas; es decir, mientras poseyó como referente previo a toda elocución un entramado simbólico, legendario, mítico o simplemente verbal: es el caso, como hemos dicho, del periodismo «antiguo», entendiendo por ello toda narración de acontecimientos previamente inmersos en el magma verbal-literario, oral en tiempos no tan pretéritos, de una sociedad. Por el contrario, la narración periodística en los tiempos dominados por esos dos factores ya aludidos, sociedad de masas y tecnología, choca siempre también con dos elementos que entorpecen hasta lo inimaginable el desvelamiento y la transmisión de la verdad, o cuanto menos, su camino hacia ella: un camino que debe ser practicable para quien escribe, pero que también debería serlo —cuestión mucho más vidriosa, a poco que sepamos algo de la sociología del conocimiento en nuestros días— para quien lee.

      En efecto: la llamada «opinión común», un conjunto de asertos sólidamente establecidos en el lenguaje ordinario y en las conversaciones cotidianas de todos los miembros de una sociedad masiva, se alza poderosamente, desde que existe algo así, frente a la labor de información veraz que, se supone, es tarea obligada de todo periodista. Sería asunto muy largo entrar ahora a discutir la forja de la «opinión común» a lo largo de la historia, pues los propios mitos y leyendas de la antigüedad constituyen un campo en el que se acota la libertad para toda veleidad interpretativa: Edipo debe cegarse, Sísifo debe acarrear su carga eternamente, las alas de Ícaro deben fundirse a causa del calor.

      Si a ello añadimos ahora los efectos de la tecnología, y muy en especial de las nuevas tecnologías, resultará evidente que, por su propio carácter inmediato, estas han atacado frontalmente el carácter pausado y reflexivo a que obliga toda narración, tanto de una noticia como de una aventura imaginada. Por esta razón asistimos, como Chillón comenta en su libro muy agudamente, a una hibridación de géneros tanto en periodismo como en narrativa: el new journalism se acerca retóricamente a la novela para resultar más atractivo a unos lectores ya muy perezosos, y la novela se acerca a la simple enumeración de noticias, en detrimento del complejo andamiaje lingüístico y argumental que tradicionalmente había poseído, también para mayor comodidad de los analfabetos.

      Si, de acuerdo con lo que el autor estudia en este libro con el apoyo de ingeniosos neologismos, la «facticidad» se encuentra cada vez más separada tanto de la «ficticidad» narrativa como del lenguaje periodístico en virtud de la incapacidad de escritores y lectores —lo sean de novelas o de periódicos— de recorrer con garantías la distancia que media entre los hechos y las palabras, entonces no le cabe otra solución —u otra táctica— al periodismo y a la producción literaria que situarse precisamente en esa distancia entre los hechos y sus versiones verbales para trasladarla al texto escrito con la estrategia más honrosa y honrada posible: he aquí una cuestión que ya no es solamente estética —que es lo que solía discutir la retórica y la elocuencia en que se basó el arte de escribir— sino, además, ética. No hay otro procedimiento, en este camino del desvelar —la aletheia que menciona Chillón en su obra—, que el que transcurre entre todas las mediaciones que puedan suponerse. Esto significa por lo menos dos cosas: un

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