La palabra facticia. Albert Chillón

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La palabra facticia - Albert Chillón Aldea Global

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como reza el epígrafe de la sección, rebasa con creces el campo periodístico-literario que entonces roturé, en pos de una exploración más amplia y honda. A la explicación de los decisivos avances que la moderna «conciencia de las palabras» ha experimentado a lomos de la hermenéutica y de la filosofía del lenguaje, ya presente en el libro anterior, he añadido una extensa disquisición de nuevo cuño acerca de la incidencia de ese «giro lingüístico» sobre el estudio de la literatura, del periodismo y, por supuesto, de la comunicación mediática en su conjunto. El lector que conozca la primera versión de esta obra constatará que esas incorporaciones son de notable entidad, y sobre todo que esta segunda versión incluye tres relevantes capítulos y subcapítulos por completo inéditos.

      En la primera de esas incorporaciones, capítulo escrito a guisa de pórtico, ensayo una reflexión general sobre La promiscuidad entre literatura, periodismo y comunicación en la posmodernidad, que sitúa la tendencia a la hibridación observable entre esos tres ámbitos en el contexto de una «cultura mediática» distinguida no solo por la mezcla de géneros, estéticas y estilos, sino también por la difuminación de las fronteras entre la ficción y la mal llamada «no ficción», antaño diz que nítidas aunque crecientemente puestas en entredicho en las últimas décadas.

      En la segunda, el subcapítulo La hechura verbal de los hechos, expongo los criterios para llevar a cabo una ineludible «deconstrucción de la facticidad», que permita a su vez armar una teoría de los hechos sociales, ante todo apoyada en la filosofía del lenguaje, en la fenomenología y en la hermenéutica. Aunque inexistente hasta la fecha, tal teoría removería los pilares de las disciplinas comunicológicas, cuyo inveterado positivismo volaría por los aires —junto con la ingenua y acomodaticia metafísica espontánea que lo cimenta.

      Y en la tercera, el subcapítulo La influencia de la tradición en la forja del imaginario colectivo, parto de una de las más fecundas aunque ignoradas vertientes de la literatura comparada, la denominada «tematología», para explorar hasta qué punto y cómo las tradiciones heredadas inspiran el imaginario compartido —y los concretos contenidos— que tanto el periodismo como la cultura mediática generan, narrativa transmedia incluida.

      II. Sección segunda. Literatura y periodismo, una tradición de relaciones promiscuas. Esta versión ampliada del libro de 1999 mantiene casi intacta la segunda sección de la primera, entonces llamada La tradición, cuyas líneas de conjunto e incontables detalles siguen pareciéndome adecuados y actuales, ahora que he vuelto a leerlos. Aunque he introducido leves retoques aquí y allá, el espíritu y la letra de aquella larga sección permanecen prácticamente incólumes en este volumen, y el lector familiarizado con el libro anterior no tropezará con significativos cambios. De ahí que el título de esta sección sea el mismo que el del libro completo que ha sido matriz de este.

      III. Sección tercera. La estela de los nuevos periodismos. Sí que encontrará algunos cambios dignos de mención, no obstante, si acomete la lectura de la tercera sección, cuyo rótulo parafrasea libremente el original (Los nuevos periodismos) dado que ahora alude a las más recientes tendencias periodísticoliterarias en Latinoamérica, continente que de unos años a esta parte está acogiendo destacadas aportaciones e innovaciones, sin duda las más significativas entre cuantas se han producido en el mundo de habla hispana, cuanto menos. Esas adiciones, no cuantiosas pero sí relevantes, se añaden a las páginas que la primera versión ya incluía acerca del new journalism estadounidense, y de los nuevos periodismos de Europa y España.

      Como ya hacía su matriz, esta segunda versión de la obra conjuga la explicación diacrónica con la analítico-descriptiva, es decir, procura evitar la mera enumeración de obras y autores mediante un método expositivo que, a la vez que atiende a la evolución histórica de las relaciones entre literatura y periodismo, va examinando el estilo y composición de una porción considerable de los textos propuestos, interpretando sus posibles sentidos y ponderando sus méritos, carencias e implicaciones. Naturalmente, no son estudiadas todas las piezas aludidas en el estudio, sino solo aquellas que juzgo ineludibles para seguir e ilustrar el razonamiento. Aun así, dado que una obra como esta debe tratar una ingente cantidad de autores, obras y conceptos, no siempre he querido evitar el irme por las ramas —regresando, eso sí, al tronco de la exposición en seguida. Mi aspiración, una vez más, ha sido empalabrar el asunto tratado por medio de una escritura consciente de sus limitaciones y capacidades —y autoexigente sin resultar pretenciosa, por añadidura. Lo haya conseguido o no, esa es la meta que debe perseguir cualquier texto de carácter teórico o académico, a mi entender. Y, con más necesidad aun, uno consagrado a estudiar la mejor prosa periodística contemporánea.

      IV. Sección cuarta. La mirada humanista. El libro que ahora presento, sin embargo, no se cierra ya con la cuarta sección que incluí en el de 1999: Un apéndice metodológico. En esta ocasión, he optado por reemplazar aquella fundamentación del comparatismo periodístico-literario (CPL) por una coda que intenta diagnosticar el presente desahucio de las humanidades y proponer su rehabilitación —y la del humanismo entero—, empeño capital para corregir la hegemonía de la racionalidad instrumental sobre las disciplinas que estudian el periodismo y la comunicación mediática en su conjunto. Verdadero sistema nervioso del mundo contemporáneo, la tecnología tiene una presencia cardinal en nuestros días, desde luego, pero por ello mismo debe ser interrogada y comprendida en clave humanista, y no positivista ni tecnolátrica.

      Además de procurar serlo, un libro es siempre un encuentro con otros, un tupido tapiz de voces: lo decía en 1999 y lo reafirmo ahora. Este que ahora presento debe buena parte de su urdimbre a las muchas con las que durante estos años he ido dialogando, por escrito o en persona. Por razones muy diversas y a veces difíciles de precisar, quiero agradecer la voz y la presencia —a veces, hasta la presente ausencia— de todas las personas con las que he venido conversando acerca del apasionante elenco de cuestiones a las que La palabra facticia intenta hacer justicia. Ellas saben o intuyen quiénes son, y cuánto les debo. Y, en último pero no menor lugar, quiero dar las gracias también a los estudiantes que durante estas décadas de formación suya y mía me han ofrecido preguntas, respuestas, sugerencias y ese género de tersa expectación —e incluso de exaltación— que solo las aulas son capaces de generar a veces.

      Las últimas cuatro líneas las escribí textualmente hace quince años. La diferencia, esta vez, es que hoy solo puedo dar las gracias a estudiantes que ya no lo son. Me refiero a aquellos que hasta el curso 2012–2013, todavía tuvieron ocasión de cursar las asignaturas que versaban acerca de los vínculos entre literatura, periodismo y comunicación. Sepa el lector que la adaptación de los planes de estudio a la directiva de Bolonia ha amparado su deplorable amputación, a pesar de que empezaron a impartirse en la UAB a finales de los años setenta, y de que la mayoría de quienes las estudiaron las tenían en alta estima. A este respecto, a no dudarlo, mi universidad ha sido referencia en el orbe hispanohablante, primero gracias a la labor pionera del periodista Ramon Barnils; y luego porque otros profesores, yo mismo desde 1987 y David Vidal y Gemma Casamajó desde aproximadamente el año 2000, recogimos el testigo y pusimos lo mejor de nuestra parte para acrecer la herencia. Un buen puñado de libros y de artículos, entre ellos la matriz de este, fueron el fruto de esa labor continuada de docencia e investigación, amén de las incontables clases que entre todos impartimos en las citadas asignaturas, dedicadas a explorar los nexos entre la literatura y el periodismo, de un lado, y entre la literatura y los medios audiovisuales, de otro. A lo largo de más de tres décadas, esas materias suscitaron el vivo interés de una treintena de promociones, y merecieron una excelente valoración cuyo registro debe de constar, sin duda, en las catacumbas documentales donde duermen su catalepsia las encuestas —que las autoridades universitarias encargan año tras año en vano.

      Ello no obstante, quienes negociaron los vigentes planes de estudio —a puerta cerrada y sin luz ni taquígrafos— no estimaron conveniente asumir tan constatable evidencia; ni tampoco que una facultad universitaria se distingue, precisamente y entre otras cosas, por aquellas especialidades en las que se erige

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