La palabra facticia. Albert Chillón
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ii.La segunda dicotomía que a lo largo de esta obra refutaré, muy popular aunque conceptualmente endeble, es la que distingue sin más entre «ficción» y «no ficción», e imagina que existen enunciaciones y enunciados ficticios que obedecen a la soberana imaginación, de un lado; y enunciaciones y enunciados «no ficticios» capaces de referir la realidad de manera reproductiva, objetiva y por tanto exenta de mediación, de otro. Los incontables acatadores de esta infundada dicotomía se muestran proclives a olvidar que lo que existe, de hecho, son dicciones que conjugan de variadas formas la ficción y la facción, lo ficticio y lo facticio. Y así mismo, por ende, que los enunciados facticios que ellos llaman «no ficticios» se caracterizan porque en ellos no se da la reproducción, sino la representación de la realidad, es decir, un empalabramiento acerca de ella que es, al mismo tiempo, imitativo (mimético) y creativo (poiético). Las palabras no reproducen las cosas ni los hechos —si por «cosas» y «hechos» entendemos entidades ajenas al discurso y previas a él—, sino que los representan diciéndolos, y al hacerlo los transforman de maneras y en grados diversos. Incapaces de captarlos y de expresarlos con objetividad, son en cambio muy capaces de hacerlos, esto es, de convertirlos performativamente en objetivación. Puede parecer una mareante paradoja, pero no conviene obviarla so pena de burdo error.
A la luz de la filosofía del lenguaje de raíz romántica, en definitiva, el pensamiento posmoderno ha desvelado una realidad propia de cualquier periodo histórico, y no solo del presente. Y es que no existe una diferencia cualitativa y radical entre los enunciados ficticios y los facticios, es decir, entre aquellos enunciados basados en la invención soberana de lo que podría suceder, y aquellos fundados en la documentación fehaciente de lo en efecto sucedido, por otro —o entre la poesía y la historia, por usar los términos de Aristóteles. Lo que existe, de hecho, son diferencias de grado y manera entre las múltiples variantes de la dicción, en un arco que va desde la más libérrima ficción hasta la facción más disciplinada, puesto que todas se hallan afectadas por su condición lingüística compartida.
II. La segunda de las mediaciones en las que la conciencia posmoderna repara es de carácter retórico, amén de lingüístico, dado que todo acto de habla —también el más deliberadamente veridicente— supone una metaforización o tropización de lo referido, un salto cualitativo entre el orden de lo que las cosas y los sucesos acaso sean, por un lado, y lo que decimos que en efecto son, por otro. Desde las decisivas investigaciones sobre retórica de Gustav Gerber y de Friedrich Nietzsche, en el siglo XIX, hasta las más recientes aportaciones de Charles Perelman, Roland Barthes, Paul de Man, Stephen Toulmin, Kenneth Burke, Paul Ricoeur o George Lakoff, uno de los principales afluentes del giro lingüístico nos enseña que «lo real», siempre ignoto y esquivo, es construido como «realidad humana» gracias al poder metaforizador —es decir: metamorfoseador— del empalabramiento. Pensar es en esencia hablar, ya lo hemos convenido, pero acto seguido cumple agregar que hablar y pensar son actividades retóricas, así mismo.
Tropo entre los tropos, la metáfora hace posible la decisiva traslación mediante la que los sucesos brutos son convertidos en imágenes, palabras y conceptos, esto es, en alusiones virtuales de muy distinta índole ontológica a la que poseen en origen. La disciplina que los antiguos llamaron «retórica» ha experimentado una merecida revaluación en las últimas décadas, y ello a pesar de que todavía a mediados del siglo pasado parecía superada por los avances de la lingüística, la semiótica y la teoría literaria en sus diferentes ramas. El principal responsable de esa rehabilitación, junto con los mentados Kenneth Burke y Stephen Toulmin, fue sin duda Charles Perelman, el más conspicuo heredero de la Retórica aristotélica. Pero también han sido responsables de ella otros destacados filósofos y lingüistas de nuestro tiempo, que han llamado la atención sobre el decisivo papel que las metáforas en concreto, y los tropos en general, ejercen entre el conjunto de mediaciones que el lenguaje conlleva. Hoy sabemos que cualquier acto de habla es retórico, de la novela y el poema al tweet o al titular periodístico. Y por supuesto lo son, para bien y para mal, todas y cada una de las obras que componen la ficción y la facción, cuyas promiscuas relaciones estudia este libro.6
III. La tercera de las mediaciones que la conciencia lingüística ha contribuido a esclarecer es de carácter narrativo, dado que todos los actos de habla con los que referimos historias —vivencias personales o colectivas— deben representar las dimensiones temporales, espaciales y causales de la experiencia, y conllevan una u otra forma de puesta en relato. De acuerdo con la iluminadora disquisición que Paul Ricoeur propone al respecto en su ya clásico Tiempo y relato, la «narratividad» constituye el cañamazo esencial, con frecuencia inadvertido, de cualesquiera modos de discurso dedicados a representar el curso del vivir, sean intencionalmente verídicos o fabulados; sean narrativos de modo explícito —como la epopeya, el cuento o la novela— o bien de modo más o menos velado, como la explicación periodística, la argumentación persuasiva o el discurso historiográfico.
A semejanza de un tejido compuesto por una trama visible y por una urdimbre oculta, es el entramado textual (mythos) el que hace posible la «concordancia de lo discordante»: en primer lugar, la identificación de algunos sucesos o vivencias entre los muchos que un lapso de vida incluye; y después, sobre todo, su asociación entre sí de acuerdo con esos esquemas configuradores que facilitan los distintos tipos de tramas. No es que la narración, como suele creerse, se halle confinada al ámbito de la ficción, la invención o el entretenimiento. Lo que ocurre, en realidad, es que constituye el sustrato visible o invisible de las formas de discurso aparentemente «objetivas» y «reproductivas», necesariamente condicionadas por los límites y posibilidades que la narratividad impone. Piénsese en los siguientes géneros y en algunos ejemplos señeros, espigados en cada uno de ellos: la historiografía (El Mediterráneo en la época de Felipe II, de Fernand Braudel) o la crónica histórica (México insurgente, de John Reed), la «literatura del yo» (El quadern gris, de Josep Pla) o el documental (Los espigadores y la espigadora, de Agnès Varda), el memorialismo (Los pasos contados, de Corpus Barga) o el periodismo de carácter argumentativo o explicativo (Imperio, de Ryszard Kapuscinski, o La mujer del prójimo, de Gay Talese).
Tan ubicua es la narración, transversal a muy diversos géneros del discurso, que no resulta preciso ni apropiado hablar de «periodismo narrativo» para referir lo que la locución «periodismo literario» designa con mayor rigor y justeza, como aclaré en el prefacio. Buena parte del periodismo es narrativo, aunque no lo sea el entero espectro de sus posibilidades, sean descriptivas, expositivas, argumentativas o conversacionales; solo merece el apelativo de «literario» aquel distinguido por su entronque con la plural tradición que integra el arte de la palabra, y por su denuedo innovador y creativo.
Una vez apuntadas estas ideas preliminares, es necesario cimentar la propuesta comparatista que presento. Antes de empezar a explorar las promiscuas relaciones entre el campo literario y el periodístico, pues, me detendré a exponer con el debido detalle los pilares del giro lingüístico, así como sus hondas implicaciones para el estudio de la literatura, del periodismo y de la comunicación mediática en su integridad, cultura transmedia incluida. Acaso algún lector poco interesado en la disquisición teórica prefiera «entrar en materia» y ahorrársela. Quiero recordar, empero, que la cabal comprensión del triángulo de relaciones que dibuja el mismo subtítulo de este libro requerirá la previa asimilación de los corolarios que la conciencia lingüística comporta. Y, así mismo, que el grueso de la docencia —y de la investigación— sobre periodismo y comunicación tiende a ignorar esta trascendente herencia, por más que con cierta frecuencia se proclame —con aspavientos más hueros que efectivos— poco afecto a la noción de objetividad, por citar la más común de las imposturas que tanto los media como las facultades del ramo esparcen.
Así ocurre por ejemplo, a título de caso decisivo para mi propósito, con el esfuerzo de aclaración de dos de los neologismos que esta obra acuñó en su versión de 1999,