La palabra facticia. Albert Chillón
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Llegado a este punto, a Nietzsche le fue posible abordar radicalmente el modo en que el lenguaje da cuenta de lo real. Eso que llamamos «realidad objetiva» no sería sino un lugar común, un acuerdo intersubjetivo resultante del pacto entre las realidades subjetivas particulares. Instalados en el ufano sentido común, convenimos en creer que existe una Realidad objetiva; y en seguida, sentada esa premisa de opinión (dóxa), nos apresuramos a convenir también que es posible conocerla inequívocamente, establecer la Verdad. Tal silogismo verosímil tiene en nosotros un efecto indudablemente consolador: separa objeto de sujeto, y afirma que este es capaz de alcanzar un conocimiento objetivo sobre aquel. Así reza la creencia habitual: ahí afuera existe una Realidad dada, objetiva, externa e inamovible, y aquí adentro, unos sujetos capaces de reproducirla mediante el pensamiento y de comunicarla a través del lenguaje.
Pero Nietzsche, agudamente consciente de la identidad entre pensamiento y lenguaje y de la índole retórica de este, puso en entredicho la creencia vigente de «verdad». No, desde luego, negando la existencia de la realidad, sino afirmando que el conocimiento que de ella es factible alcanzar es siempre imperfecto, tentativo, borroso: se lleva a cabo partiendo de sensaciones que cobran sentido solo en la medida en que son transubstanciadas lingüísticamente. De manera que nuestro conocimiento de esas realidades externas y de nuestras realidades internas es siempre un tropismo, un salto de sentido, una genuina e inevitable traducción. En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche aplicó su bisturí a la disección de la idea vigente —vigente también hoy, quiero decir— de Verdad:
Ahora se fija lo que en lo sucesivo ha de ser «verdad», esto es, se inventa una designación de las cosas uniformemente válida y vinculante, y la legislación del lenguaje da también las primeras leyes de la verdad; pues aquí surge por primera vez el contraste entre verdad y mentira. […] ¿Qué es, pues, la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos; en resumen, una suma de relaciones humanas, poética y retóricamente elevadas, transpuestas y adornadas, y que, tras largo uso, a un pueblo se le antojan firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han desgastado y han quedado sin fuerza sensorial; monedas que han perdido su imagen y ahora se toman en cuenta como metal, ya no como monedas. Seguimos siempre sin saber de dónde procede la tendencia a la verdad, pues hasta ahora sólo hemos oído hablar de la obligación que plantea la sociedad para existir: ser veraces, esto es, emplear las metáforas usuales; o sea, expresado moralmente, la obligación de mentir según una firme convención, de mentir en rebaño, en un estilo vinculante para todos.6
De manera que afirmar la existencia de una Realidad objetiva sobre la cual es posible establecer una Verdad inequívoca no deja de ser, si bien se mira, una consoladora creencia de sentido común, tercamente sostenida por doctos y legos. Tal creencia participa de la esfera de la opinión común (dóxa), no del conocimiento filosófico y científico (episteme), inevitablemente relativo y relativizador, sometido a enmienda constante —excepto cuando se mira religiosamente a sí mismo.7 Y, en tanto que creencia, se apoya, parafraseando a Aristóteles en la Retórica, en lo verosímil (eikós), esto es, en la opinión más generalizada o habitual, compartida por la mayoría.8
Así pues, si no existe una Realidad objetiva cognoscible verdaderamente, ¿debemos entonces caer en un desesperado nihilismo? En absoluto: no existe una realidad —ni una verdad—, aunque sí múltiples realidades particulares, múltiples experiencias, de cuya puesta en común surge ese género de acuerdos que denominamos «verdades». Y cada experiencia particular está hecha en gran parte de palabras —esta es la gran lección de los poetas del verso y de la prosa—, vivida sobre todo con y en palabras; ellas hacen inteligibles las imágenes recordadas o imaginadas, las sensaciones y los instintos, el hervidero confuso y gaseoso que conforma la vida mental no lingüística. De acuerdo con la célebre «hipótesis Sapir-Whorf»:
We dissect nature along lines laid down by our native languages. The categories and types that we isolate from de world of phenomena we do not find there because they stare every observer in the face; on the contrary, the world is presented in a kaleidoscopic flux of impressions which has to be organized by our minds —and this means largely by the linguistic systems in our minds. We cut nature up, organize it into concepts, and adscribe significances as we do, largely because we are parties to an agreement to organize it in this way —an agreement that holds throughout our speech community and is codified in the patterns of our language. The agreement is, of course, an implicit and unstated one, but its terms are absolutely obligatory; we cannot talk at all except by subscribing to the organization and classification of data which the agreement decrees.9
No existe una sola realidad objetiva externa a los individuos, sino múltiples realidades subjetivas, innúmeras experiencias. Y tales realidades adquieren sentido para uno y son comunicables para los demás en la medida en que son verbalizadas: engastadas en palabras y vertebradas en enunciados lingüísticos. Los límites del mundo de cada cual están definidos primordialmente por los límites del lenguaje con y en el que aprehende, vive el mundo: su mundo.10
La experiencia, más allá de la simple pero imprescindible percepción sensorial, es sobre todo —aunque no solo— experiencia lingüística. No existe interrupción drástica entre subjetividad y objetividad, esto es, entre el aquí adentro subjetivo de cada uno y el ahí afuera intersubjetivo de todos, precisamente porque existen tantas realidades como experiencias individuales, y porque la vida mental de todos habita dentro de ese medio a la vez íntimo y social que es el lenguaje. Así, de acuerdo con Cassirer,
Para Humboldt el signo fonético, que representa la materia de toda formación del lenguaje es, por así decirlo, el puente entre lo subjetivo y lo objetivo, porque en él se combinan los elementos esenciales de ambos. Pues, por una parte, el fonema es hablado y en esa medida es un sonido articulado y formado por nosotros mismos; y por la otra, en cuanto sonido escuchado, es una parte de la realidad sensible que nos rodea. De ahí que nosotros lo aprehendamos y conozcamos como algo «interno» y «externo» simultáneamente; como una energía de lo interno que se traduce y objetiva en algo externo.11
La comunicación es, vista así, el acto de poner en común las experiencias particulares mediante enunciados, con el fin de establecer acuerdos intersubjetivos sobre el «mundo compartido», el conjunto de mapas que conforman la cartografía que por convención cultural llamamos «realidad». Y la cultura, la paulatina decantación de esos enunciados lingüísticos e icónicos, que en la medida en que son colectivamente asumidos van formando un humus: sedimento común para