La palabra facticia. Albert Chillón

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La palabra facticia - Albert Chillón Aldea Global

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de los medios artísticos situados en el lenguaje, a la clara luz del entendimiento. No hay ninguna naturalidad no-retórica en el lenguaje, a que se pudiera apelar: el propio lenguaje es el resultado de artes puramente retóricas. La potencia que Aristóteles llama retórica, de encontrar y hacer valer en cada cosa lo que influye y causa impresión, es a la vez la esencia del lenguaje: éste se refiere tan escasamente a la verdad como la retórica; no quiere enseñar, sino transmitir una excitación y percepción subjetivas a otros. El hombre, al formar el lenguaje, no capta cosas o procesos, sino excitaciones: no transmite percepciones, sino copias de percepciones. […] No son las cosas las que entran en la conciencia, sino la manera como nos relacionamos con ellas, el phitanón. La plena esencia de las cosas no se capta nunca. […] Como medio artístico más importante de la Retórica valen los tropos, las indicaciones impropias. Todas las palabras, sin embargo, son tropos, en sí y desde el comienzo, en referencia a su significado.5

      Llegado a este punto, a Nietzsche le fue posible abordar radicalmente el modo en que el lenguaje da cuenta de lo real. Eso que llamamos «realidad objetiva» no sería sino un lugar común, un acuerdo intersubjetivo resultante del pacto entre las realidades subjetivas particulares. Instalados en el ufano sentido común, convenimos en creer que existe una Realidad objetiva; y en seguida, sentada esa premisa de opinión (dóxa), nos apresuramos a convenir también que es posible conocerla inequívocamente, establecer la Verdad. Tal silogismo verosímil tiene en nosotros un efecto indudablemente consolador: separa objeto de sujeto, y afirma que este es capaz de alcanzar un conocimiento objetivo sobre aquel. Así reza la creencia habitual: ahí afuera existe una Realidad dada, objetiva, externa e inamovible, y aquí adentro, unos sujetos capaces de reproducirla mediante el pensamiento y de comunicarla a través del lenguaje.

      Pero Nietzsche, agudamente consciente de la identidad entre pensamiento y lenguaje y de la índole retórica de este, puso en entredicho la creencia vigente de «verdad». No, desde luego, negando la existencia de la realidad, sino afirmando que el conocimiento que de ella es factible alcanzar es siempre imperfecto, tentativo, borroso: se lleva a cabo partiendo de sensaciones que cobran sentido solo en la medida en que son transubstanciadas lingüísticamente. De manera que nuestro conocimiento de esas realidades externas y de nuestras realidades internas es siempre un tropismo, un salto de sentido, una genuina e inevitable traducción. En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche aplicó su bisturí a la disección de la idea vigente —vigente también hoy, quiero decir— de Verdad:

      Así pues, si no existe una Realidad objetiva cognoscible verdaderamente, ¿debemos entonces caer en un desesperado nihilismo? En absoluto: no existe una realidad —ni una verdad—, aunque sí múltiples realidades particulares, múltiples experiencias, de cuya puesta en común surge ese género de acuerdos que denominamos «verdades». Y cada experiencia particular está hecha en gran parte de palabras —esta es la gran lección de los poetas del verso y de la prosa—, vivida sobre todo con y en palabras; ellas hacen inteligibles las imágenes recordadas o imaginadas, las sensaciones y los instintos, el hervidero confuso y gaseoso que conforma la vida mental no lingüística. De acuerdo con la célebre «hipótesis Sapir-Whorf»:

      La experiencia, más allá de la simple pero imprescindible percepción sensorial, es sobre todo —aunque no solo— experiencia lingüística. No existe interrupción drástica entre subjetividad y objetividad, esto es, entre el aquí adentro subjetivo de cada uno y el ahí afuera intersubjetivo de todos, precisamente porque existen tantas realidades como experiencias individuales, y porque la vida mental de todos habita dentro de ese medio a la vez íntimo y social que es el lenguaje. Así, de acuerdo con Cassirer,

      La comunicación es, vista así, el acto de poner en común las experiencias particulares mediante enunciados, con el fin de establecer acuerdos intersubjetivos sobre el «mundo compartido», el conjunto de mapas que conforman la cartografía que por convención cultural llamamos «realidad». Y la cultura, la paulatina decantación de esos enunciados lingüísticos e icónicos, que en la medida en que son colectivamente asumidos van formando un humus: sedimento común para

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