La palabra facticia. Albert Chillón
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Un caso concreto servirá de elocuente ilustración. Cuando Norman Mailer documenta y escribe su extensa novela-reportaje La canción del verdugo, no ofrece a sus lectores una reproducción ni un calco del encarcelamiento y ejecución del homicida Gary Gilmore, sino una representación de esos hechos ya sucedidos mediante el lenguaje, novelísticamente configurado. Detengámonos un instante a considerar lo dicho, y reparemos en dos matices que, aunque trascendentes, suelen pasar inadvertidos. El primero es que representar quiere decir volver a presentar, hacer de nuevo virtualmente presente lo que en realidad es irrecuperable pasado, esto es, algo ya ocurrido que no existe más ahora y aquí, y que por ello mismo no puede ser otra cosa que «presente de pasado», en términos memorables de Agustín de Hipona: pretérito hecho presencia por mor de los signos y símbolos con que es recreado. Y la segunda, que ese hacer presente lo ausente es posible gracias a la mediación de las palabras, idóneas para remedar la lingüisticidad de las acciones y hechos pasados —ya que una enorme cantidad de ellos están mediados por el verbo, y pueden, por consiguiente, ser expresados con relativa fidelidad por él—, aunque mucho más torpes y limitadas a la hora de traducir los aspectos no lingüísticos de esos mismos hechos y acciones: de transubstanciar en enunciados verbales el cuerpo y la materia, la luz y la textura, el deseo y el dolor, la calidez y la frialdad, la fuerza y el gesto.
De manera que Mailer ofrece al lector una recreación exclusivamente lingüística —y retórica y narrativa, claro es— de acontecimientos ya desvanecidos que fueron en su origen lenguaje, pero también otras cosas. Lo mismo puede decirse de Todos los hombres del presidente, de Robert Woodward y Carl Bernstein; o de Película, de Lillian Ross; o de Archipiélago Gulag, de Alexandr Soljenitsin; o de Despachos de guerra, de Michael Herr, por citar algunos ejemplos de prestigio espigados entre muchos otros posibles. La lista podría ser llegar a ser incontable, pero aumentarla no alteraría la idea esencial que ilustra.
En todos esos casos cabe observar, además, la decisiva labor que ejerce la narratividad. Pretendidamente «no ficticios» —desprovistos de aliños imaginativos y ajustados a los hechos sucedidos—, todos esos textos de carácter y voluntad documental son configuradores, no obstante, ya que gracias a sus respectivas tramas hacen concordar lo discordante, y atan los hilos dispersos del acontecer mediante una puesta en relato. Ello es así porque identifican y eligen un puñado de motivos —acciones, fragmentos de habla, vivencias— entre los incontables que el acontecer genera. Y, acto seguido, los cosen por medio de tramas —argumentativas y argumentales— que les confieren sentido: origen y fin, motivo y finalidad, contexto y transcurso. Sea de forma tácita o explícita, tanto las argumentaciones persuasivas como los argumentos narrativos proponen un por qué, un cómo y un para qué plausibles, es decir, un marco explicativo que ilumina la comprensión de la historia configurada. El acaecer singular que irrumpe es contextualizado, dotado de sentido y convertido en «hecho» gracias a ese marco preexistente y genérico; y la vigencia y validez de tal marco, a su vez, son sancionadas por el hecho que acaba de producirse.
A fin de ilustrar este razonamiento, vale la pena evocar el trabajo del new journalist Hunter S. Thompson en su reportaje novelado Los Ángeles del Infierno. Al investigar la vida cotidiana de la célebre tribu periurbana, Thompson identificó y seleccionó ingredientes de contenido —temas y motivos, semblanzas y descripciones, símbolos y detalles— en buena medida diferentes a los que la prensa convencional solía tematizar por entonces, hasta el punto de configurar una historia sustancialmente alejada de las que difundía la ortodoxia. Y, además, construyó una trama argumental —y una argumentación de fondo, conviene advertirlo— mediante la que puso en relación los incidentes y circunstancias que estimó relevantes, de un modo insólito aunque a fin de cuentas congruente en un autor que acabaría escribiendo Miedo y asco en Las vegas. Thompson completó su labor de inventio narrativa mediante la caracterización compleja y problemática de los personajes, la descripción naturalista de los escenarios y la conducción del relato a través de un punto de vista de narrador-protagonista, que vivía, veía y contaba desde dentro su propia participación observadora —la cual requería, dicho sea de paso, una inmersión mucho más completa y arriesgada que la simple observación participante. El resultado fue una espléndida investigación acerca de los Ángeles, deliberadamente rompedora y subjetiva, una de cuyas principales virtudes era su capacidad para desenmascarar la falsa —e imposible— objetividad del periodismo ortodoxo.
Sea como fuere, los malentendidos que la locución «no ficción» suscita son tan grandes y frecuentes —e inexplicables en ciertos autores— que creo ineludible enmendarlos. Con más razón, si cabe, en una época en la que suele emplearse con pasmosa frivolidad, incluso por parte de experimentados periodistas y de conspicuos estudiosos del periodismo y de la comunicación mediática. A la tradicional, burda división del cine y la literatura en las categorías de «ficción» y «no ficción», omnipresente en los suplementos culturales, se añade de unos años a esta parte una vindicación de las cualidades del periodismo y del documento —loable en sí misma, huelga decirlo— que se empeña, ello no obstante, en bautizar los productos cuyo valor pone de relieve mediante locuciones como «sin ficción», «mejor que la ficción», «ficción cero» y otras por el estilo, de tosquedad pareja. Justificable cuando personas no concernidas por el asunto tratan la cuestión en una charla casual, semejante desliz no lo es cuando son investigadores y expertos los que lo cometen. Como si no supieran, a estas alturas de la posmodernidad, que la ausencia de ficción es una entelequia imposible. Y como si ignoraran, adrede o no, las iluminadoras aportaciones que la lingüística, la filosofía del lenguaje, la hermenéutica y la semiótica ofrecen a propósito de este relevante asunto.
Esa extendida y nada inocua empanada conceptual me llevó a proponer, en la primera versión de este libro, una nueva acepción para el sustantivo de origen latino «facción», que en esta segunda versión me veo en condiciones de ahondar. De entrada, cumple observar que «facción» significa «producción» y «complexión», al mismo tiempo. Y añadir que, a diferencia de la «ficción» realista o abiertamente fantástica —modalidad de la dicción libre de compromisos probatorios—, la «facción» se distingue porque en ella la refiguración es disciplinada por una imaginación que debe respetar exigencias referenciales, tal como ocurre en el periodismo informativo o en el documental audiovisual. Tales constricciones incluyen la verificabilidad cuando esta es asequible, por supuesto, aunque no pueden reducirse a ella dado que los crudos datos positivos —los raw data— no lo son siempre, ni de lejos; y porque además, cuando lo son, suelen resultar insuficientes para otorgar sentido a un relato. Cualquier empalabramiento narrativo requiere, amén de su concurso, el indispensable y a menudo arriesgado establecimiento de nexos causales y temporales, vínculos que deben antojarse plausibles y atenerse a los principios de la más elemental razón. Y requiere también, desde luego, el compromiso ético de referir lo sucedido cual honestamente se cree que es, con la debida veracidad intencional.26
De suerte que, cada una a su modo, tanto la «ficción» como la «facción» recrean lo posible y lo existente —y sus variadas conjugaciones— gracias a la labor configuradora que la imaginación permite. Ello es cierto en lo que atañe a El señor de los anillos, de Tolkien, o a La historia interminable, de Michael Ende. Pero también lo es —hechas las distinciones debidas— en lo que concierne a narraciones de tenor realista como Madame Bovary, Guerra y paz, The Pacific y The Wire. Y así mismo es cierto —aunque esto no suela ser admitido— en lo que se refiere a reportajes novelados