La palabra facticia. Albert Chillón
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1.Me remito a mi artículo, coescrito con Lluís Duch, La agonía de la posmodernidad, publicado por el diario El País el 25 de febrero de 2012 (http://elpais.com/elpais/2012/02/07/opinion/1328616099_621222.html).
2.Acerca del neologismo transmedia, crecientemente empleado para designar los cambios descritos, véase el libro de Carlos Scolari Narrativas transmedia (Bilbao: Deusto, 2013). También, a modo de introducción, la explicación oral de Michel Reilhac, uno de los principales expertos en la materia (http://www.youtube.com/watch?v=S9O-vfQL8W0).
3.Este capítulo está basado en la conferencia que el 18 de marzo de 2013 pronuncié en la Universidad de Stanford: «Between Fiction and Faction: The promiscuous Relations between Literature and Journalism in the Postmodern Era». Conferencia inaugural de las Journalism and Literature Series, organizada por la Stanford Division of Literature, Cultures, and Languages.
4.Robert Boynton, The New New Journalism (Nueva York: Vintage Books, 2005).
5.Amén de las obras del citado Steiner, resulta esclarecedor el libro de Omar Clabrese La era neobarroca (Madrid: Cátedra, 1989).
6.Véase, al respecto, la investigación de Berta Capdevila González «Retórica de la narración periodística: una investigación acerca del sentido narrativo y sus claves persuasivas en el periodismo escrito» (Barcelona: UPF, 2013), dirigida por el profesor Fernando Pérez-Borbujo.
Capítulo 2
La toma de consciencia lingüística
Desde hace casi doscientos años, la llamada «toma de consciencia lingüística» o «giro lingüístico» ha discurrido como una suerte de tradición relegada, eclipsada por la gran tradición formalista-estructuralista que principia con Ferdinand de Saussure y los formalistas rusos y checos, y desemboca en buena parte de los lingüistas de nuestros días. Se trata, como se verá, de un tema complejo y decisivo —de hecho, para muchos, el más importante de la filosofía1—, que no es posible abordar en su integridad aquí. Sí que podemos, no obstante, exponer los términos básicos de la discusión, imprescindible para nuestros propósitos.
Si la tradición dominante concibe el lenguaje como un instrumento —ciertamente complejo, pero herramienta y vehículo al cabo— que permite expresar el pensamiento previa y autónomamente formado en la mente, la tradición relegada considera que pensamiento y lenguaje, conocimiento y expresión son esencialmente una y la misma cosa. Tal intuición fundamental la formuló por vez primera el filósofo Wilhem von Humboldt en 1805, en sus cartas a Wolf. En su obra Lenguaje y realidad, Wilbur Marshall Urban alude así al descubrimiento de Humboldt:
Como para Locke, también para Humboldt el lenguaje y el conocimiento son inseparables. Pero lo importante para él está en que el lenguaje no sólo es el medio por el cual la verdad (algo conocido ya sin el instrumento del lenguaje) se expresa más o menos adecuadamente, sino más bien el medio por el cual se descubre lo aún no conocido. Conocimiento y expresión son una y la misma cosa. Esta es la fuente y el supuesto de todas las investigaciones de Humboldt sobre el lenguaje.2
Así pues, el lenguaje no es meramente el vehículo o la herramienta con que damos cuenta de las ideas previamente formadas en nuestra mente: estas se forman solo en la medida en que son verbalizadas. A la sombra de las revolucionarias ideas de Humboldt sobre la identidad entre lenguaje y pensamiento, la otra tradición lingüística a que aludíamos líneas antes —proseguida sobre todo por Nietzsche, pero también, en el siglo XX, por autores como Ernst Cassirer, Martin Heidegger, Ludwig Wittgenstein, Edward Sapir, Benjamin Lee-Worf, Mijail Bajtin, Hans Georg Gadamer, John L. Austin, George Steiner, Emilio Lledó o José María Valverde, entre otros— ha caído en la cuenta de algo esencial: que no hay pensamiento sin lenguaje, sino pensamiento en el lenguaje; y que, a fin de cuentas, la experiencia es siempre pensada y sentida lingüísticamente. De acuerdo con Valverde, se trata de
algo elemental y perogrullesco para todos una vez que se cae en ello, pero que la cultura no ha empezado a reconocer conscientemente hasta el siglo XIX, en un proceso que todavía está extendiéndose entre pensadores y escritores. Se trata, simplemente, de que toda nuestra actividad mental es lenguaje, es decir, ha de estar en palabras o en busca de palabras. Dicho de otro modo: el lenguaje es la realidad y la realización de nuestra vida mental, a la cual estructura según sus formas —sus sustantivos, adjetivos, verbos, etc.; su sintaxis, tan diversa en cada lengua; sus melodías de fraseo… La realidad, entonces, no es que —como se suele suponer entre muchas personas cultas— haya primero un mundo de conceptos fijos, claros, universales, unívocos, y luego tomemos algunos de ellos para comunicarlos encajándolos en sus correspondientes nombres; por el contrario, obtenemos nuestros conceptos a partir del uso del lenguaje. Ciertamente, casi nadie suele ocuparse de ello, porque solemos dar el lenguaje por supuesto, como si fuera natural, lo mismo que el respirar.3
Conocemos el mundo, siempre de modo tentativo, a medida que lo designamos con palabras y lo construimos sintácticamente en enunciados, es decir, a medida que y en la medida en que lo empalabramos.4 Más allá de la percepción sensorial inmediata del entorno o del juego interior con las sensaciones registradas en la memoria, el mundo adquiere sentido según lo traducimos lingüísticamente; de otro modo, solo sería para nosotros una barahúnda incoherente de sensaciones —táctiles, olfativas, visuales, acústicas, gustativas— suscitadas por el entorno más inmediato aquí y ahora. El lenguaje es, a semejanza de la célebre parábola con que Kant da inicio a su Crítica de la razón pura, el aire que el pájaro del pensamiento precisa para elevarse por encima de la mera percepción sensorial de lo inmediato; el pájaro topa con la resistencia del aire, pero es esta, justamente, la que le permite volar. Pensar, comprender, comunicar quiere decir inevitablemente abstraer y categorizar lingüísticamente: transubstanciar en palabras y enunciados las percepciones provenientes de la realidad externa y las sensaciones y emociones procedentes de la realidad interna, y en seguida articular esos sonidos significantes en enunciados más complejos.
La intuición fundacional de Humboldt fue perfilada y ahondada décadas más tarde por Nietzsche, quien añadió a la anterior una nueva intuición capital: que, además de inseparable del pensamiento, el lenguaje posee una naturaleza esencialmente retórica; que todas y cada una de las palabras, en vez de coincidir con las «cosas» que pretenden designar, son tropos, es decir, alusiones figuradas, saltos de sentido que traducen en enunciados inteligibles las experiencias sensibles de los sujetos. En los apuntes para el «Curso de Retórica» que impartió en 1872–1873, Nietzsche escribió: