La palabra facticia. Albert Chillón
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Antes diré, sin embargo, que la extensión de esta conciencia teórica no es en absoluto ajena a las hibridaciones entre ficción y facción mentadas. En el campo del documental audiovisual, por ejemplo, Andrew Jarecki ofrece en Capturing the Friedmans una doble indagación: de entrada, en la ambigua y casi insondable trastienda psíquica y moral de la familia Friedman y de su paterfamilias, un profesor de informática condenado a prisión por haber abusado alevosamente de sus alumnos; y, más allá de ella, una lúcida reflexión acerca de las imprecisiones, incertidumbres y vacíos que toda narración conlleva, a medida que el monto de lo verificable se revela insuficiente para alcanzar lo verdadero —y a medida que el espectador comprende que, en realidad, lo más común resulta conformarse con la simple verosimilitud, dado que la anhelada verdad tiende a alejarse cuanto más la buscamos. Esta es también la cuestión de fondo que, mutatis mutandis, suscita el memorable documental de Claude Lantzmann Shoah,
A esta misma estirpe de narraciones pertenecen, pongamos por caso, novelas de ficción como La verdadera vida de Sebastian Knight, de Vladimir Nabokov, en la que la búsqueda del protagonista homónimo va alejándose cuanto más se encona, como en un juego de cajas chinas carente de fin ni fondo. O ese género tan significativamente posmoderno denominado autoficción, cuyos autores —Philip Roth o Javier Marías, John Coetzee o Enrique Vila-Matas, Paul Auster o W. G. Sebald— urden pesquisas novelísticas acerca de su propia experiencia efectiva que son, además, inventivas creaciones acerca de la experiencia posible de todos. O clásicos imperecederos como Tristram Shandy y Don Quijote de la Mancha, tan geniales también a este respecto, ni que decir tiene.
Aunque los orígenes de semejante indagación metanarrativa cabe buscarlos mucho antes de nuestro tiempo —ahí está la soberbia meditación que Agustín de Hipona vierte en Las confesiones, por remontarnos al siglo iv—, no cabe duda de que la última centuria ha alentado su proliferación. Recuérdese al Luigi Pirandello de Uno, ninguno y cien mil; o al Miguel de Unamuno de Niebla; o al Fernando Pessoa literalmente dividido en un puñado de heterónimos, en mayor grado aun que el Antonio Machado de «Abel Martín» y «Juan de Mairena»; o a esa estirpe de películas que abordan la vidriosa confusión entre lo creíble y lo cierto, sean Ciudadano Kane, de Orson Welles, Rashomon, de Akira Kurosawa, Vértigo, de Alfred Hitchcock, Persona, de Ingmar Bergman, o La caza, de Thomas Vittenberg.
Ni siquiera las ciencias sociales han escapado a esa general tendencia a documentar sus casos de estudio con loable mezcla de rigor científico y de sensibilidad humanista —y a cuestionar, por ende, la pandemia cuantificadora y positivista que hoy las aflige. Cultivados minoritaria aunque fecundamente por la sociología, la antropología, la psicología o la historiografía, los llamados «métodos cualitativos» recurren a la observación atenta y muchas veces participante, a la entrevista en profundidad y al cultivo del relato oral y escrito para tejer sus evocadoras historias de vida, capaces de aunar investigación metódica, sensibilidad e imaginación con tal de comprender la calidad de la experiencia —y no solo la cantidad— de los casos y sujetos que estudian. Ahí están, para mostrarlo, las «factografías» realizadas por Studs Terkel (Tiempos difíciles. Una historia oral de la Gran Depresión), Oliver Sacks (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero), Oscar Lewis (Los hijos de Sánchez) o Ronald Fraser (Recuérdalo tú y recuérdalo a otros), entre muchas otras posibles.
Y ello por no mencionar antes de tiempo, claro es, ese nutrido elenco de textos de linaje periodístico-literario que ofrecen una meditación, tácita o manifiesta, acerca de la siempre problemática representación narrativa de hechos efectivamente ocurridos —aparte de librar al lector novelas-reportaje de impecable factura periodística y estética. Pienso en el James Agee de Elogiemos ahora a los hombres famosos, en el John Hersey de Joe ya está en casa, en el Joaquim Amat-Piniella de K.L. Reich o en el Truman Capote de A sangre fría. Pero también en las reflexiones implícitas en El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell, o en El mundo de Jimmy, el controvertido premio Pulitzer de Janet Cooke; y en las muy explícitas que Arcadi Espada propone en Raval. Del amor a los niños, o Janet Malcolm en El periodista y el asesino.
Todas esas obras ilustran con elocuencia, a mi juicio, algunas de las principales tendencias creativas que el presente espíritu del tiempo alienta. El relativismo posmoderno, es bien sabido, ha fomentado el relajamiento normativo y la querencia irónica, irreverente y desacralizadora, y por consiguiente la hibridación de géneros y estilos; la deliberada o involuntaria aleación de ficción y facción; el auge de la superficialidad, el esteticismo y la espectacularización, rasgos transversales a múltiples ámbitos de la cultura; y, en fin, los frecuentes trasvases y mixturas entre los diferentes niveles culturales —alto, medio y bajo, antaño separados por límites rígidos.
Al mismo tiempo, ese relativismo ético, estético y epistémico ha extendido la conciencia acerca de las a menudo borrosas, promiscuas relaciones que se dan entre la ficción y la facción en cualquier época histórica, y muy en especial en la nuestra. Hoy sabemos que la triple mediación a la que antes aludía —lingüística, retórica y narrativa— condiciona siempre la totalidad de los géneros del discurso, y por tanto sus vertientes ficticias y facticias. Dado que se trata de una cuestión capital, debo abrir un paréntesis para presentarla antes de continuar la exploración de los vínculos contemporáneos entre ficción y facción —y de abordarla con mayor detalle en el próximo capítulo.
I. La primera de esas mediaciones es el lenguaje verbal en sí, de acuerdo con la filosofía del lenguaje de Wilhem V. Humboldt y de Friedrich Nietzsche, cuyo corolario contemporáneo es el «giro lingüístico» (linguistic turn) diversamente cultivado por autores como Ludwig Wittgenstein, Hans G. Gadamer, Edward Sapir, Benjamin Lee Whorf, José María Valverde, John Searle o George Steiner, entre muchos otros. De acuerdo con esa toma de conciencia lingüística, tal como explicaré por extenso en [2], el habla no es solo un vehículo o instrumento de transmisión, capaz de trasladar las ideas previamente forjadas por la mente, sino también la condición sine qua non del pensamiento mismo, al menos en sus facetas articuladoras y racionales. De modo inexorable, lo que Gadamer llamó «lingüisticidad» impone sus posibilidades y sus límites a cualquier forma de intelección, y por fuerza nos obliga a distinguir, cualitativamente, la enunciación de lo enunciado, las palabras de las cosas y los sucesos que pretenden referir, la tendencia al orden y a la concordancia inherente al decir del desorden y la discordancia propios de «lo existente».
En relación con la crucial cuestión que tratamos, debe añadirse que la conciencia lingüística nos obligará a reconsiderar, sobre premisas distintas, dos dicotomías muy arraigadas.
i.La primera de ellas, a la que en esta introducción solo aludiré de modo sumario, es la que distingue taxativamente entre «dicción» y «realidad», e imagina la realidad humana a semejanza de la physis o realidad de la naturaleza, como si no estuviese hecha también de discurso, en sentido estricto, y de semiosis, en sentido lato. Por discurso entiendo, al modo del giro lingüístico, las enunciaciones y los enunciados verbales que son su fruto, esto es, los actos de habla capaces de crear y de transformar las realidades dadas, como John Austin y John Searle arguyeron de forma muy convincente, hace algunas décadas,