La palabra facticia. Albert Chillón
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Del significado al sentido
De la consciencia lingüística se desprende una distinción —imprescindible pero harto infrecuente— entre los conceptos de significado y sentido, que a mi entender tiene importantes consecuencias para el estudio semántico de los productos mediáticos. Pero antes procede una aclaración.
El concepto clásico de significado, manejado habitualmente por la lingüística y la semiótica estructuralistas, padece in nuce un defecto congénito: designa el contenido semántico referido canónicamente por el significante —lo denotado—, al cual se le añade, a lo sumo, algún otro u otros contenidos subsidiarios —lo connotado. Cesare Segre resume así esta concepción: «El término connotación se contrapone a denotación porque designa cualquier conocimiento suplementario respecto al puramente informativo y codificado de la denotación».13
Al concebir, desde Saussure, el signo como rigurosamente arbitrario, se postula la existencia de un significante uncido a un significado canónico y fijo, independiente de las circunstancias y el contexto de la comunicación. Semejante concepción estática del signo es plenamente congruente con la lingüística saussuriana, para la que la langue abstracta y normativa es el verdadero objeto de la lingüística científica, no así la parole concreta, siempre inabarcable en su diversidad de manifestaciones, siempre fluida y cambiante, incesantemente renovada por los hablantes en sus innúmeros intercambios lingüísticos.
De las limitaciones de esta concepción —muy extendida todavía entre universitarios y educadores— da cuenta el esfuerzo que desde la lingüística y la semiótica contemporáneas se ha hecho para vindicar la importancia del receptor o destinatario en la compleción del significado: la reciente pragmática aparece como disciplina susceptible de completar lo que semántica y sintaxis —las dos facetas tradicionales de la lingüística— dejaban intocado. Los signos son codificados por el emisor mediante significantes cuyos significados van más allá de las meras convenciones léxicas: al decodificar, el receptor —el lector in fabula de Eco— colabora decisivamente en la creación del significado final, pues aplica a los signos que recibe sus propias expectativas, hábitos y creencias, amén de una retahíla de condicionantes derivados del cotexto, del contexto y de la circunstancia en que se produce el acto de comunicación.14
Para la pragmática, entonces, una simple frase como «El gato bebe leche» es algo más que una articulación sintáctica de signos cuyo significado literal es que un mamífero felino digitígrado ingiere por su gaznate el fluido alimenticio y blanco con que es amamantado: en un contexto y circunstancia precisos, y ante un interlocutor específico, puede ser una contraseña de espías o una procaz invitación a los humores del lecho. El sentido real connotado, siempre concreto, puede ser muy diferente del significado literal denotado.15
Y aquí es menester afirmar con énfasis que el hiato que separa el significado canónico de un signo del sentido de un enunciado concreto constituye un territorio semántico de extrema complejidad e importancia, justamente el espacio de la comunicación humana efectiva. Un dinamismo semántico donde confluyen y entran en diálogo las intenciones y expectativas de los agentes comunicativos —ya no puede hablarse de papeles fijos de emisor y receptor, sino de turnos de habla—, las convenciones semióticas y, en último pero no menos importante lugar, el contexto y la circunstancia concretos en que cada enunciado se produce cooperativamente.
Sin embargo, como probablemente se temían Saussure y sus epígonos, el estudio del sentido —de esa gran porción de significado que va más allá de la denotación— no se compadece con formalizaciones fáciles y expeditivas. En rigor, si el significado es convencional, fijo y hasta cuantificable por los hacendosos analistas del discurso, el sentido desborda cualquier intento de contabilidad: aunque se apoya en la articulación de los significados convencionales, es complejo y enormemente versátil, una suerte de fluido incesantemente creado y recreado por el diálogo de enunciados que establecen los interlocutores.16 Hasta el punto de que solo es aprehensible cualitativamente, mediante el auxilio de operaciones interpretativas cuya complejidad va desde el guiño en la charla cotidiana hasta los intrincados vericuetos alumbrados por la hermenéutica filosófica.
Tal inevitable aprehensión cualitativa del sentido se debe aún a otro hecho esencial: a diferencia del significado, concebido como un concepto fijo, hipercodificado, abstracto y —por así decirlo— inmaterial y asensorial, el sentido es mutable, hipocodificado, concreto, material y sensorial. Nos hallamos, como es notorio, no ya en el territorio ideal de la langue, sino en el muy real y complejo de la parole, con su estimulante diversidad.
De la langue a las paroles
Los signos poseen significados convencionalmente atribuidos, de ahí la existencia de los diccionarios y de los repertorios sígnicos especializados; pero los enunciados reales que los hablantes producen y reproducen incesantemente, en cambio, adquieren sentido dialógicamente, en el acto mismo de la comunicación. Un sentido que depende del modo en que los interlocutores, habitantes de su medio lingüístico —hablan el lenguaje, son hablados por él— piensan y sienten lo que dicen en el contexto y circunstancia precisos en que empalabran, a la luz de los sentidos previamente acuñados en su cultura: articulan enunciados cuyo significado canónico está continuamente teñido y constreñido por figuras y tropos que configuran la experiencia sensorial y sensible de los hablantes.17
La misma reverberación semántica de la palabra sentido nos ofrece las pistas necesarias: el enunciado se oye —se sent, en lengua catalana— y se siente; no solo se entiende su significado convencional y abstracto, sino que se comprende su significado concreto hic et nunc, la sutil textura de motivos, actitudes, intenciones, efectos y, en fin, matices conceptuales y sensoriales que conforman su sentido. Por fin, este término conlleva una última acepción: se siente ante, por, contra o con algo o alguien, el sentido nace y se crea en neta socialidad, en permanente coloquio con otros sujetos.
Este es el momento de recordar que, desde sus orígenes, la retórica afrontó los problemas, las técnicas y las situaciones de comunicación relacionados tanto con el sentido de los enunciados como con las condiciones de la enunciación. Tekhné capaz de producir textos eficaces, pero también delicada y aguzada herramienta de análisis de los enunciados producidos, la retórica iluminaba mediante su extenso repertorio de figuras y tropos las muy distintas posibilidades semánticas del empalabramiento. Hoy sorprende el olvido al que durante siglos fue relegada, y aún más la condescendencia con que muchos semióticos y analistas del discurso tienden a hablar de ella —como un mozalbete infatuado que, ignorante de su ignorancia, menosprecia el saber que podría emanciparle de sus pezuñas.
En el mejor de los casos, los enfoques pragmáticos hoy en boga apuntan tímidamente en una dirección que la antigua pero de ningún modo vieja retórica desarrolló amplísimamente durante siglos de modo, en mi opinión, mucho más comprehensivo. La búsqueda del sentido de los enunciados mediáticos y periodísticos cuenta, así, con un auxiliar de inestimable utilidad, capaz de identificar y de explicar su dinamismo semántico. Un auxiliar, además, singularmente dotado para afrontar las diversas dimensiones de tales enunciados: la invención y el hallazgo de los argumentos y de los temas (inventio), la disposición de las partes del discurso (dispositio), los sutiles rasgos de estilo y expresión con que este se encarna (elocutio), los variados modos en que puede ser puesto en juego (memoria y actio); nada menos, en fin, que la entera configuración temática, sintáctica, semántica y pragmática de los enunciados realmente existentes, de esas innúmeras paroles