La palabra facticia. Albert Chillón
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Debe advertirse, sin embargo, que al ser humano no le es posible emplear optativamente su imaginación, según le dicte el placer o la conveniencia. Ocurre, más bien, que vive con y en ella: concibiendo el mundo y a sí mismo, y partiendo de su facultad generadora para elaborar figuraciones: contornos, formas y trayectorias dotadas de sentido, plasmaciones estéticas que tornan inteligible el caos bruto de los acaeceres y las cosas. Hablando en rigor, dar y darse cuenta de la realidad equivale a contarla, en relevante medida: a dar y a darse cuento de ella. Y ello porque quien lo hace es el gnarus, término latino que significa «el que sabe»: un sujeto condicionado por su mudable circunstancia —aquí o allí, durante, después o antes— debido a su condición adverbial, contingente y perspectiva. Un narrador que construye su mundo desde una subjetividad insoslayable, incapaz de reproducir con objetividad los sucesos, y no obstante muy capaz —he aquí la paradoja— de lograr que su dicción engendre una objetivación palpable, inductora de muy concretos efectos. «En el principio era el Verbo», reza el arranque del evangelio de san Juan: la objetividad es una quimera; la objetivación, en cambio, un suceder constante.27
Con todo, desmentir que las dicciones facticias puedan reproducir o calcar los fenómenos no implica negarles la aptitud de producir argumentaciones y argumentos verdaderos, siempre que empleemos semejante adjetivo con suficiente cautela. A diferencias de los sucesos naturales, los llamados «hechos» son de hecho, en cuanto humanos, configurados siempre por el discurso, y además poseen una constitución heterogénea: aspectos que a menudo distan de ser comprobables o evidentes, y que solo resulta posible escrutar en parte, conjeturando a partir de los indicios disponibles. Me parece oportuno evocar, a fin de ilustrar esta observación, las lúcidas reflexiones acerca de la imposibilidad de captar con objetividad y completud los hechos que el reportero y poeta James Agee intercala con frecuencia en Elogiemos ahora a los hombres famosos, agudamente consciente de que su retablo de la pobreza en los Apalaches no la captura cual fue, sino que apenas ofrece al lector una representación tejida mediante palabras —y acompañada por las inolvidables fotografías de Walker Evans.
En contra de lo que el sentido común da por supuesto y predica, debe observarse que los hechos no están ahí —materiales y tangibles, como las montañas o los ríos—, dado que son complejos dialécticos de acción y discurso, entramados argumentales y argumentativos que prestan sentido a los acaeceres rudos. De ahí que suelan mostrarse refractarios a cualquier reduccionismo positivista; de ahí que sean constructos sociales y no simples cosas; y de ahí también que, en el mejor de los casos, ofrezcan vertientes que es posible observar, interpretar y a veces medir desde mudables perspectivas. No debe olvidarse jamás, sin embargo, que los hechos son aconteceres culturales, desencadenados por muy diversos motivos y razones, y no solo acaeceres naturales, precipitados por causas y procesos físicos. Aunque acostumbra a pasarse por alto, ello implica que establecer un hecho depende de la comprensión y la interpretación de indicios, amén de la reunión de evidencias y la inferencia de pruebas —de las que, por cierto, no se dispone a menudo. «No hay hechos, solo interpretaciones», como dejó escrito Nietzsche.28
Recuerde el lector, a fin de esclarecer este razonamiento, las tribulaciones de Truman Capote al escribir A sangre fría, probablemente consciente de que su gran esfuerzo de observación, entrevista exhaustiva y documentación no bastaba para llenar los abundantes resquicios de la historia, y de que con frecuencia se tornaba indispensable recurrir a conjeturas para reconstruir de modo verosímil, por ejemplo, las pasadas vicisitudes de Perry Smith, o sus circunstancias y motivaciones. Y ello a pesar de que Capote, a diferencia de la franca explicitación de la subjetividad de James Agee, aplicó a conciencia los procedimientos de composición y estilo de la novela realista, a la manera de su admirado Flaubert en Madame Bovary. Todo con tal de ofrecer ese efecto omnisciente e impasible de extrema verosimilitud —aunque a menudo cuestionable verdad— que se ha dado en llamar recording angel. Una vez más sería posible invocar otros ejemplos significativos, espigados en el campo periodístico y en el audiovisual, pero aumentar el inventario no elucidaría mejor el asunto.
Veracidad, verosimilitud, verificabilidad, verdad
Si ahora, tras lo que acabamos de argumentar, los apelativos «no ficción» o «sin ficción» se muestran groseramente equívocos, cabe preguntar en qué consiste la veridicción que las narrativas facticias persiguen —y que en sus más afortunadas expresiones alcanzan, a su relativo estilo. Y asumir que, para responder a tan esencial pregunta, es indispensable partir de tres premisas conexas, de las que hemos venido tratando. La primera es que no resulta fundado distinguir, dicotómicamente, entre «realidad», por un lado, y «dicción» y «ficción», por otro, habida cuenta de que esta forma parte íntima de aquella, en cuanto humana y no meramente matérica. La segunda, que existen buenas razones para diferenciar «ficción» y «facción», y para desterrar la tosca locución «no ficción», por manida que sea. Y la tercera, que sobran los motivos para disentir de la doxa cientifista y positivista, predominante en Occidente, que tiende a confundir la verdad con la simple verificabilidad, es decir, la comprensión del sentido con la obtención y procesamiento de datos rudos.
Como es sabido, todas las narrativas facticias persiguen referir sucesos y situaciones realmente acontecidos. El reportaje, la biografía, la historiografía, el memorialismo o el documental audiovisual buscan dar cuenta de ellos tal cual fueron, como predicaba Aristóteles que era propio de la historia. Hay que agregar en seguida, sin embargo, que la veracidad es apenas una cualidad intencional, una loable pretensión que actúa como requisito imprescindible del ethos de la comunicación leal, por más que sea incomprobable las más de las veces. En el mejor de los casos, quien narra y quien le lee o escucha desean captar «los hechos» sin distorsión; y ello a pesar de que esa actitud no garantiza, en modo alguno, que lo relatado se atenga a lo sucedido. No resulta prudente, así pues, tomar al pie de la letra los disparates de quien delira —y eso que se comporta de manera harto veraz y sincera, sin duda—, como Sancho Panza sabía cuando don Quijote confundía con realidades sus fantasías.
Además de veraces, por consiguiente, los relatos facticios deben ser verificables: tienen que representar sucesos partiendo de lo que en ellos es posible observar y comprobar. Sea persuasiva o narrativa, una enunciación puede considerarse verificable si se basa en pruebas susceptibles de ser empíricamente contrastables o lógicamente inferibles, cuando no en indiscutibles evidencias. Y precisamente por ello, a pesar de lo que el sentido común da por sentado, semejante cualidad suele ser un desideratum, más que un objetivo factible. En la literatura testimonial o el periodismo informativo, en el documental cinematográfico o la historia oral hallamos incontables relatos prestigiosos que, por más que resulten verosímiles y veraces, solo cabe verificar a medias o en escasa medida. Piénsese, a título de ilustración, en reportajes justamente aclamados como Honrarás a tu padre, de Gay Talese, Che Guevara: una vida revolucionaria, de John Lee Anderson, o El periodista indeseable, de Günter Wallraff; o bien en documentales de patente mérito y rigor, como La batalla de Chile, de Patricio Guzmán, El desencanto, de Jaime Chávarri, o Grizzly Man, de Werner Herzog. ¿Hasta qué punto son verificables decisivos detalles relativos a la cotidianidad del mafioso Bill Bonanno, o a la del Che, o a la del inmigrante turco interpretado por Wallraff, o a los últimos minutos de Salvador Allende, o a la enajenación de los Panero, o al hombre de los osos evocado por Herzog? ¿Puede el más riguroso, el más honrado y minucioso de los periodistas, documentalistas o historiadores reportar con fidelidad todas las vicisitudes y matices que necesita contar para dar sentido a su historia? Y el receptor —sea lector, interlocutor o espectador— ¿asume con responsabilidad que una porción relevante de lo que necesita dar por descontado no puede serlo en modo alguno, de hecho? Son preguntas deliberadamente retóricas, ni que decir tiene.
Esa verificabilidad incompleta