La palabra facticia. Albert Chillón
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A mi entender, la tipología propuesta permite refutar dos dicotomías, ambas comunes y apenas fundadas. Por un lado, la que distingue paladinamente entre «ficción» y «no ficción», ya lo hemos visto. Por otro, la que traza una taxativa diferencia entre «realidad» y «ficción», basada en la confusión entre los planos óntico y epistémico. Del razonamiento en curso se desprende, empero, que tan drásticas dicotomías impiden comprender hasta qué punto las distintas dicciones se imbrican, alean o alían; y, sobre todo, que eclipsan la condición epistémica de lo óntico, esto es, la índole mixta —biológica, matérica y también discursiva— de ese constructo histórico anfibio y ambiguo que es sin duda el mundo humano.
Adicionalmente, la taxonomía que presento entraña dos relevantes consecuencias. Una es que no resulta lícito asimilar sin más las categorías de «ficción» y «falsedad», como se suele con ligereza excesiva. Y otra es que la renovada noción de «ficción» que vindico —constitutiva de la dicción sean cuales fueren sus formas— se compadece de pleno con la potencia generatriz de realidades que solo el lenguaje posee.
George Steiner lo explica con proverbial elocuencia en Después de Babel:
El lenguaje es el instrumento privilegiado gracias al cual el hombre se niega a aceptar el mundo tal y como es. Sin ese rechazo, si el espíritu abandonara esa creación incesante de anti-mundos, según modalidades indisociables de la gramática de las formas optativas y subjuntivas, nos veríamos condenados a girar eternamente alrededor de la rueda de molino del tiempo presente. La realidad sería (para usar, tergiversándola, la frase de Wittgenstein) «todos los hechos tal y como son» y nada más. El hombre tiene la facultad, la necesidad de contradecir, de desdecir el mundo, de imaginarlo y hablarlo de otro modo.32
La facultad poiética del verbo, su inigualada aptitud para hacer y crear sentido se halla entrañada en todo empalabramiento de la experiencia. Así lo elucida el mismo autor en Presencias reales:
El lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la ficción. Hablar, bien a uno mismo o a otro, es —en el sentido más desnudo y riguroso de esta insondable banalidad— inventar, reinventar, el ser y el mundo. La verdad expresada es, lógica y ontológicamente, «ficción verdadera», donde la etimología de «ficción» nos remite de forma inmediata a la de «hacer». El lenguaje crea: por virtud de la nominación, como en el poner nombre de Adán a todas las formas y presencias; por virtud de la calificación adjetival, sin la cual no puede haber conceptualización de bien o mal; crea por medio de la predicación, del recuerdo elegido (toda la «historia» se aloja en la gramática del pretérito). Por encima de todo lo demás, el lenguaje es el generador y el mensajero del mañana (y desde el mañana). A diferencia de la hoja, del animal, sólo el hombre puede construir y analizar la gramática de la esperanza […] Creo que esta capacidad para decirlo y no decirlo todo, para construir y deconstruir espacio y tiempo, engendrar y decir contrafácticos —«si Napoleón hubiese mandado en Vietnam»— hace hombre al hombre.33
El lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la ficción. Y su más preciado fruto, ese que acordamos llamar «verdad», está entretejido de ella, por más que las convenciones usuales nos empujen a olvidarlo. Con todas sus luces y sus sombras, la época posmoderna ha fomentado una lúcida conciencia a este respecto, todavía minoritaria pero relevante. Y lo ha hecho a la vez que fomentaba esa propensión a la hibridación, la mezcolanza y la promiscuidad entre ficción y facción que distingue al periodismo literario y, en general, a una considerable porción de la cultura mediática de nuestro tiempo.
1.Así, de acuerdo con el argumento con que Wilbur Marshall Urban abre su magna obra Lenguaje y realidad (México: FCE, 1952, p.13): «El lenguaje es el último y el más profundo problema del pensamiento filosófico. Esto es verdad, sea que nos acerquemos a la realidad a través de la vida, o a través del intelecto y la ciencia».
2.W. M. Urban, op. cit., p.20. Sobre el pensamiento de Humboldt y su alargada sombra en el pensamiento posterior, son básicos también, entre otros, Ernst Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas. I. El lenguaje (México: FCE, 1971); y Hans Georg Gadamer, Verdad y método (Salamanca: Sígueme, 1993). Tres autores de expresión castellana han hecho significativas contribuciones a esta general «toma de consciencia lingüística»: Octavio Paz, sobre todo en su ensayo El arco y la lira (Madrid: FCE, 1992); Emilio Lledó, especialmente en sus obras El surco del tiempo (Barcelona: Crítica, 1992) y La memoria del logos (Madrid: Taurus, 1996); y el maestro José María Valverde, a lo largo de su valiosa obra completa, oral y escrita. Por su parte, George Steiner ha hecho incursiones sugerentes en el tema que nos ocupa, entre ellas Extraterritorial (Barcelona; Barral, 1973), Después de Babel (Madrid: FCE, 1990), Lenguaje y silencio (Barcelona: Gedisa, 1982) y Presencias reales (Barcelona: Destino, 1991). Sobre la relación entre la consciencia lingüística y el esclarecimiento de las relaciones entre periodismo y literatura, véanse —además de la versión matriz de esta obra— los libros de Albert Chillón (Literatura i periodisme. Literatura periodística i periodisme literari en el temps de la postficció, Valencia: UA/UJI/UV, 1993) y David Vidal, El malson de Chandos (Bellaterra: UAB/UJI/UV, 2005).
3.José María Valverde, Nietzsche, de filólogo a Anticristo (Barcelona: Planeta, 1993), p.28. Valverde ha sido, sin duda, el pensador que más ha hecho por extender esta consciencia lingüística en el ámbito cultural hispano. Sus inquietudes al respecto comenzaron ya con su tesis doctoral Guillermo de Humboldt y la filosofía del lenguaje (Madrid: Gredos, 1955).
4.Otro romántico, el poeta alemán Heinrich von Kleist, reflexionó ya acerca de ello en «Sobre la gradual puesta a punto de los pensamientos en el habla» (publicado en Quimera, 30, Barcelona: Montesinos, 1982, trad. de José María Valverde). «Empalabrar» y «empalabramiento» son neologismos acuñados por Lluís Duch en sus relevantes reflexiones acerca de la naturaleza logomítica del lenguaje. Véanse, al respecto, Mite i cultura (Barcelona: Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1995); Mite i interpretació (Barcelona: Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1996); y La educación y la crisis de la modernidad (Barcelona: Paidós, 1997).
5.Nietzsche en Valverde, op. cit., p.30–31. Existe una traducción al castellano de este curso de retórica, incluida en F. Nietzsche, Libro del filósofo (Madrid: Taurus, 1974). Utilizo la traducción del propio Valverde porque es, a mi juicio, muy superior a la de la antología citada. Acerca de la compleja y revolucionaria concepción de Nietzsche sobre el lenguaje, pueden leerse los ensayos de Enrique Lynch, Dioniso dormido sobre un tigre (Barcelona: Destino, 1993); Jesús Conill, El poder de la mentira. Nietzsche y la política de la transvaloración (Madrid: Tecnos, 2007); y L. E. de Santiago Guervós, «Introducción» a Escritos sobre retórica (Madrid: Trotta, 2000).
6.Nietzsche en Valverde, op. cit., p.33–35.
7.Entiendo