La palabra facticia. Albert Chillón

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La palabra facticia - Albert Chillón Aldea Global

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esta es una sofisticada variante de la mentira: en el arte, los interlocutores conocen las claves del trueque y gozan de ellas, mientras que en la mentira y el engaño uno de ellos —al menos— ignora que se le da gato por liebre, o que ambos abonan un franco delirio. Por tanto, en la ficción falaz no se da pacto alguno de suspensión de la incredulidad, sino una consciente explotación de la credulidad ajena, cuando no un compartido embauco.

      A mi entender, la tipología propuesta permite refutar dos dicotomías, ambas comunes y apenas fundadas. Por un lado, la que distingue paladinamente entre «ficción» y «no ficción», ya lo hemos visto. Por otro, la que traza una taxativa diferencia entre «realidad» y «ficción», basada en la confusión entre los planos óntico y epistémico. Del razonamiento en curso se desprende, empero, que tan drásticas dicotomías impiden comprender hasta qué punto las distintas dicciones se imbrican, alean o alían; y, sobre todo, que eclipsan la condición epistémica de lo óntico, esto es, la índole mixta —biológica, matérica y también discursiva— de ese constructo histórico anfibio y ambiguo que es sin duda el mundo humano.

      Adicionalmente, la taxonomía que presento entraña dos relevantes consecuencias. Una es que no resulta lícito asimilar sin más las categorías de «ficción» y «falsedad», como se suele con ligereza excesiva. Y otra es que la renovada noción de «ficción» que vindico —constitutiva de la dicción sean cuales fueren sus formas— se compadece de pleno con la potencia generatriz de realidades que solo el lenguaje posee.

      George Steiner lo explica con proverbial elocuencia en Después de Babel:

      La facultad poiética del verbo, su inigualada aptitud para hacer y crear sentido se halla entrañada en todo empalabramiento de la experiencia. Así lo elucida el mismo autor en Presencias reales:

      El lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la ficción. Y su más preciado fruto, ese que acordamos llamar «verdad», está entretejido de ella, por más que las convenciones usuales nos empujen a olvidarlo. Con todas sus luces y sus sombras, la época posmoderna ha fomentado una lúcida conciencia a este respecto, todavía minoritaria pero relevante. Y lo ha hecho a la vez que fomentaba esa propensión a la hibridación, la mezcolanza y la promiscuidad entre ficción y facción que distingue al periodismo literario y, en general, a una considerable porción de la cultura mediática de nuestro tiempo.

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