La palabra facticia. Albert Chillón
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La palabra facticia - Albert Chillón страница 23
Una tradición particular —la catalana o la española o la hispana o la occidental, digamos— está poblada por clásicos, obras que actúan como modelos memorables en el recuerdo de escritores y lectores, háyanlas leído o no.6 Las obras que no ingresan en el canon son consideradas irrelevantes: se les niega el estatuto literario o, en el mejor de los casos, se les concede un rango menor en el escalafón artístico. Sin embargo, por más que sus sacerdotes insistan en proclamarlos eternos, los parnasos son construidos y por lo tanto mudables. Tanto es así que obras etiquetadas como subliterarias o triviales por el mandarinato filológico acaban viendo reconocido su valor, andado el tiempo. Y que, como es sabido, piezas aupadas a la cumbre de ese Olimpo por cierto establecimiento político-cultural —pensemos, sin ir más lejos, en el mediocre José María Pemán consagrado en vano por el franquismo, o en tantos escribidores ocres premiados a casa nostra por la cosa nostra ultrapatriótica— son apeados de ella al poco de morir, o en vida incluso, en cuanto los regímenes político-culturales se dejan por el camino sus respectivos pellejos.
Hoy sabemos, sin embargo, que los cánones no son dados a priori —ideas platónicas perennes y universales—, sino modelos históricamente cambiantes, a la vez prescriptivos y valorativos, que son siempre construidos a posteriori, de acuerdo con las expectativas, valores y criterios dominantes en cada lugar y tiempo. Las obras, los géneros y los estilos que una determinada generación adscribe a su canon —el realismo y naturalismo del siglo XIX en Francia, pongamos por caso— pueden ser destronados por la generación siguiente —en favor del simbolismo, por ejemplo. Y las tendencias artísticas que unas culturas reverencian hic et nunc —el surrealismo y el dadaísmo en Francia y Suiza; el futurismo en Italia; el expresionismo en Alemania y Austria— pueden tener un estatus secundario en otras —en Cataluña, digamos, donde en esos mismos años predominaron el modernisme y el noucentisme.
Ello por no hablar de la conflictiva coexistencia de cánones distintos en una misma sociedad, que las más de las veces traban una lucha enconada desde muy desiguales posiciones. Recuérdense las tribulaciones del arte de vanguardia en la Alemania y en la Rusia de las primeras décadas del siglo XX, cuando las corrientes más innovadoras de la literatura, el cine, la pintura y la música arrostraban la animadversión —y la persecución, a menudo— de unos regímenes totalitarios que las tildaban de «degeneradas» al mismo tiempo que ensalzaban el realismo socialista o el neoclasicismo épico nazi. Y recuérdese así mismo, para no salir de Hispania, la deplorable obcecación del españolismo rancio en menospreciar y hasta en negar la diversidad cultural de este país plural; y la correlativa obcecación de cada una de las ortodoxias autóctonas —la vasca, la gallega o la catalana, pongamos— en considerar forasteras las obras literarias escritas o dichas en castellano. Ni la literatura ni el arte son entidades evanescentes, ajenas a la humana pulsión de poder.
Guste o no, pues, cada canon es un sedimento de la memoria colectiva, y está necesariamente sujeto a constante revisión y enmienda a medida que los nuevos presentes imaginan y rehacen el relato de lo pretérito, y los valores a él asignados. Resulta difícil, con todo, determinar con rigor qué factores confluyen, en una época y lugar concretos, en la elaboración del canon. Aunque en este terreno las filologías ortodoxas son proclives al dogmatismo, empeñadas como están en consagrar santorales y panteones presuntamente intemporales, debe observarse que esa construcción suele ser ahormada por las modas y los criterios de gusto dictados por las instituciones encargadas de legitimar la constelación cultural dominante. O, lo que viene a ser lo mismo, por los imaginarios étnicos, políticos y estéticos hegemónicos. Entre tales instituciones, sin ánimo de exhaustividad, cabe destacar las siguientes:
1. La crítica académica y periodística, una casta de mandarines dotada de suficiente poder para definir la ortodoxia —qué es artístico y qué no lo es, qué pertenece al centro del canon y qué a su periferia, y qué es mejor y qué peor—, a menudo a partir de discutibles premisas disfrazadas de rigor. No se me escapa que su función estimativa era y sigue siendo cardinal, ni que la validez del juicio de gusto es inevitablemente subjetiva o intersubjetiva, en el mejor de los casos. Pero tampoco que, por más inapelable que se pretenda, ese mandarinato —una verdadera casta sacerdotal, administradora de las liturgias y misterios de la creación— suele distar de resultar ecuánime. Ahí está, para mostrarlo, el canon de la literatura sedicentemente «universal» propuesto por Harold Bloom, de casi exclusivo —y harto discutible— cuño anglosajón.
2. La industria cultural —integrada por los grandes medios de persuasión y por las empresas editoriales—, proclive a vender como literatura valiosa meros apaños de ocasión, que sustituyen la indispensable ambición creativa por la pretenciosidad y el facilismo kitsch, escritos a matacaballo y diseñados para alimentar la creciente demanda de pienso de una porción mayoritaria del público lector, que ve en la literatura una suerte de prestigiosa amenidad, cuando no un vehículo para la obtención de estatus.
No debe pasarse por alto, a mi juicio, la patente pujanza del kitsch en todos los ámbitos culturales, un fenómeno que no ha hecho sino expandirse en las últimas décadas, como las mesas de novedades editoriales y la cartelera de estrenos pone de relieve sin cesar. No me refiero al kitsch en su acepción más falsa y frecuente hoy en día —entendido como sinónimo de quincalla o basura, casi siempre cursi y amanerada—, sino al genuino kitsch al que hace unas décadas consagraron reveladores ensayos autores como Abraham Moles, Gillo Dorfles o Umberto Eco, todos ellos influidos por el ensayo Avant-Garde and Kitsch, publicado en 1939 por Clement Greenberg:7 un pseudoarte, de rutilante presencia y a menudo impecable factura, que imita las conquistas del arte verdadero —revelador en el aspecto cognoscitivo e innovador en el formal, no necesariamente complicado ni abstruso, aunque sí, siempre, complejo— pese a que solo dé gato por liebre, de hecho. Mientras que el genuino arte revela o ilumina, el kitsch confirma tópicos y prejuicios; mientras que aquel renueva o innova, este repite hasta la extenuación, degradando la forma en fórmula, y el estilo en estilema; mientras que el arte afronta de manera compleja la complejidad del mundo, el kitsch la simplifica sin rebozo. Una porción relevante, y creciente, de la producción cultural contemporánea es propiamente kitsch, y no simple cultura media o baja, como suele pensarse. Muchas obras de nivel bajo —la saga Torrente, de Santiago Segura, pongamos— o medio —la a su modo excelente Memorias de África, de Sidney Pollack— evitan el kitsch porque no caen en la impostura, ni lo pretenden siquiera. Pero el kitsch es ampuloso, pretencioso y mucho más huero de lo que finge, y resulta condenable porque defrauda. Ahí están, para mostrarlo, las últimas películas del antaño talentoso Terrence Malick (The Tree of Life, To the Wonder); la meliflua impostura de Andrea Bocelli o del antaño diz que genio Mike Oldfield; la filosofía de baratillo de Jorge Bucay o Paulo Coelho; o ese género de novelas en las que siempre hay catacumbas por recorrer, y misterios escondidos en laberínticas librerías, y rachas de viento que sugieren la cifra secreta del mundo.
3. El sistema educativo, mayoritariamente integrado por un estamento en general ufano, timorato y conservador —hay excepciones honorables, por fortuna—, que se representa a sí mismo como el abnegado guardián de una tradición sagrada que es preciso reverenciar y perpetuar a cualquier precio, aunque este sea el muy absurdo de ahuyentar de la literatura a los lectores adultos de pasado mañana —por ejemplo, imponiendo la lectura de las ediciones críticas del Cantar de mío Cid o de Curial e Güelfa a estudiantes de doce o catorce años que preferirían leer La isla del tesoro o La vuelta al mundo en ochenta días, y que se encuentran literalmente sumergidos, para bien y para mal, en un sensorium digital muy distinto.
La tenaz persistencia del mentado paradigma, que los cánones locales consagran, hace que tanto la Academia