La palabra facticia. Albert Chillón
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Se trata, en definitiva, de una oralidad tecnológicamente mediatizada —mediática, al cabo— que produce ingentes cantidades de coloquios y soliloquios dignos de olvido, pero también, en ocasiones, modos de dicción cuya memorabilidad y valor artístico rebasan con creces la mera funcionalidad comunicativa o el entretenimiento efímero. Tengo para mí que en ello radica el interés del hip-hop y del rap suburbanos, correlativo al del grafiti; o el de la mezcla inédita de oralidad y escritura que hoy propician los periódicos digitales y los agregadores de noticias, en los que lectura, visionado y audición se aúnan en un politexto; o la atención que despiertan los monólogos televisivos y los espectáculos de habla (talk-shows), tal vez por lo que tienen de gestas y justas retóricas, aunque sea sin declararlo —y aunque carezcan del epos y del ethos solemnes de antaño. La gran mutación comunicativa y cultural que el ciberentorno promueve se manifiesta, entre otras cosas, en la difusión de una escritura oralizada —máxime en estos días, cuando ya se difunden aplicaciones que permiten la escritura al dictado de la voz—, de un lado, y de una oralidad escriturada, de otro.
Soy consciente de que son legión los productos de esa hibridación indignos de memoria, pero también de que sería un craso error menospreciar, in tutto, la potencialidad creativa, y aun artística, del nuevo sensorium. El arte de bien y del buen decir (ars bene discendi) que la disciplina llamada retórica ha estudiado y promovido desde Aristóteles, Cicerón y Quintiliano, ha tenido en todas las épocas incontables expresiones, en cualesquiera modalidades y estratos de la cultura.16 Pero tanto la modernidad, que vio el auge de la cultura de masas clásica, como la posmodernidad, caracterizada por la centralidad de la cultura mediática y del ciberentorno, han multiplicado ostensiblemente los cauces de la expresión oral y escrita, así como sus mezcolanzas. Entendida como actividad inseparable de la humana facultad de hablar —y de pensar mediante el habla—, la retórica no debe ser confundida con la indeseable erística, como suele hacerse, y sí tomada por lo que es: raíz y complexión de toda dicción posible, amén de indispensable elocuencia —y erótica— de las palabras. Y jamás ofreció un territorio tan vasto de observación y análisis a la añeja disciplina homónima. Tanto las facultades de comunicación como sus facultativos deberían tenerlo presente a fin de mitigar sus tecnolátricos fervores.
Así las cosas, la notoria pujanza de la oralidad17 que distingue a una porción relevante de la producción comunicativa actual pone en entredicho la vigencia del viejo culto fetichista a la letra impresa. La manera y el grado en que este hecho ha alterado las formas tradicionales de elaboración y fruición de la literatura son fácilmente intuibles, aunque también difíciles de precisar. En primer lugar, porque la mayor parte de los individuos alfabetizados han sustituido la lectura atenta y silente por la distraída, y también por la audición: la recepción activa de obras impresas es escuálida en comparación con las sensacionales audiencias con que cuentan los géneros audiovisuales de consumo masivo. Después, porque hoy ha desaparecido, prácticamente, la memoria literaria oral tradicional —ya apenas nadie recuerda poemas, historias, refranes o dichos, y menos aun los cuenta y canta—, que no ha sido sustituida por una nueva memoria literaria oral, asociada a los nuevos media, de equiparable entidad.
Tal atrofia de la memoria oral se debe a que los media han contribuido a reemplazar la elocuencia, y la consiguiente necesidad de recordar, por una verborragia a la vez saturadora y huidiza, un revoloteo sin cesar renovado de palabras oídas al pasar. El diluvio de enunciados, sonidos e imágenes fragmenta y dispersa la atención de los sujetos, cuya consciencia ha adquirido una cualidad flotante y gaseosa: oídas aquí y allá, las palabras pululan en permanente frenesí y desorden. Los efectos que de semejante opulencia comunicativa se derivan son tales que cabría hablar de saciedad de la información, más que de sociedad de la ídem. Si el sociólogo Paul Lazarsfeld viviera todavía para observarlo, probablemente incluiría tan abrumadora presencia entre las disfunciones comunicativas de las que levantó acta —la «narcotizante», entre ellas—, a mediados del siglo XX.
No obstante, ese alud de nueva oralidad mediática tiene poco que ver con las formas de arte oral del pasado, que exigían de cada individuo el ejercicio activo de la memoria y de las facultades del oído y la recitación.18 Sea en versión culta o popular, géneros antaño pujantes como la épica y la lírica son hoy poco más que inútiles antiguallas para la mayor parte de los ciudadanos, aburridos centones de versos que casi nadie está en disposición de recordar y de volver a declamar —ni en voz alta, para otros, ni para sí, en voz baja.
Puede decirse, en suma, que la nueva oralidad se manifiesta de modos muy diversos y a veces fecundos, aunque tiende a perder rima y ritmo, memorabilidad y compás. En la medida en que proliferan los nebulosos dispositivos tecnológicos que permiten externalizar —y enajenar— el recuerdo, la facultad que lo hace posible acaba siendo usada mucho menos, y sin duda peor: ahí están los soportes clásicos, y ante todo los recientes, para arrancarla del fuero de los sujetos —y para objetivar y cosificar, por consiguiente, lo que hasta hace no tanto era subjetividad recreadora y vivificante.19 Hasta el punto de que la función rememorativa cumplida otrora por la vieja oralidad popular tiende a devenir mera cháchara: incesante parloteo multimediáticamente amplificado.
El auge de la posficción
A lo que llevamos dicho se añade que el paradigma literario tradicional —y sus cánones derivados, por ende— fue principalmente construido mediante una restricción que reservaba la noción de literatura, casi en régimen de exclusividad, a los textos imaginativos susceptibles de ser incluidos dentro de la llamada «ficción» —novelas, cuentos y poemas, sobre todo— y proscribía las obras de carácter testimonial o discursivo de sus acotados dominios. Comoquiera que ya he abordado algunos aspectos esenciales de esta cuestión en el capítulo anterior, me limitaré ahora a glosar los que afectan al campo literario en sentido estricto.
La entronización de la ficción como requisito ineludible de la literariedad tuvo dos notorias consecuencias en el pensamiento literario, cuya reverberación ha llegado hasta nuestros días: en primer lugar, la expulsión de la República de las Letras de géneros testimoniales o discursivos como la crónica, el relato de viajes, el dietario, la autobiografía, la biografía, la correspondencia epistolar, el ensayo o el reportaje; después, el olvido de las relaciones que la literatura de ficción mantiene inevitablemente con el vivir, y, ergo, la tentación de considerar las obras literarias como frutos de la imaginación soberana y autárquica del creador, independientes de la realidad empírica.
Todavía hoy,