La palabra facticia. Albert Chillón

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La palabra facticia - Albert Chillón Aldea Global

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restricción de la literatura a los textos impresos, ya difícil de defender en la época en la que la galaxia Gütemberg era predominante —al menos en lo que se refiere a la producción de alta cultura—, ha devenido crecientemente indefendible a lo largo del último siglo. La cultura escrita e impresa no ha desaparecido, claro está, pero sin duda ha cedido territorio a las nuevas formas de cultura oral e icónica, estrechamente vinculadas a la abrumadora hegemonía de los medios audiovisuales en la escena cultural posmoderna. Radio, cine, disco, vídeo y televisión —por no hablar del expansivo, envolvente ciberentorno— incorporan grandes dosis de oralidad, como constantemente se echa de ver y de oír en una sociedad presidida por la opulencia icónica y por el correlativo parloteo. Debe observarse, con todo, que se trata de una oralidad de nuevo cuño, cuya génesis debe buscarse en la tradicional, sin duda, pero cuya presente generación es, en sí misma, una de las más elocuentes expresiones de la tendencia a la hibridación propia de la cultura posmoderna. En los chats, foros, redes sociales y bitácoras, en las aplicaciones vinculadas a las tabletas y los teléfonos inteligentes, el habla oral y coloquial se alea con una escritura también nueva —mucho menos formalizada y ritualizada que la que imperaba hace unas pocas décadas en la correspondencia personal, por ejemplo.

      Se trata, en definitiva, de una oralidad tecnológicamente mediatizada —mediática, al cabo— que produce ingentes cantidades de coloquios y soliloquios dignos de olvido, pero también, en ocasiones, modos de dicción cuya memorabilidad y valor artístico rebasan con creces la mera funcionalidad comunicativa o el entretenimiento efímero. Tengo para mí que en ello radica el interés del hip-hop y del rap suburbanos, correlativo al del grafiti; o el de la mezcla inédita de oralidad y escritura que hoy propician los periódicos digitales y los agregadores de noticias, en los que lectura, visionado y audición se aúnan en un politexto; o la atención que despiertan los monólogos televisivos y los espectáculos de habla (talk-shows), tal vez por lo que tienen de gestas y justas retóricas, aunque sea sin declararlo —y aunque carezcan del epos y del ethos solemnes de antaño. La gran mutación comunicativa y cultural que el ciberentorno promueve se manifiesta, entre otras cosas, en la difusión de una escritura oralizada —máxime en estos días, cuando ya se difunden aplicaciones que permiten la escritura al dictado de la voz—, de un lado, y de una oralidad escriturada, de otro.

      Tal atrofia de la memoria oral se debe a que los media han contribuido a reemplazar la elocuencia, y la consiguiente necesidad de recordar, por una verborragia a la vez saturadora y huidiza, un revoloteo sin cesar renovado de palabras oídas al pasar. El diluvio de enunciados, sonidos e imágenes fragmenta y dispersa la atención de los sujetos, cuya consciencia ha adquirido una cualidad flotante y gaseosa: oídas aquí y allá, las palabras pululan en permanente frenesí y desorden. Los efectos que de semejante opulencia comunicativa se derivan son tales que cabría hablar de saciedad de la información, más que de sociedad de la ídem. Si el sociólogo Paul Lazarsfeld viviera todavía para observarlo, probablemente incluiría tan abrumadora presencia entre las disfunciones comunicativas de las que levantó acta —la «narcotizante», entre ellas—, a mediados del siglo XX.

      A lo que llevamos dicho se añade que el paradigma literario tradicional —y sus cánones derivados, por ende— fue principalmente construido mediante una restricción que reservaba la noción de literatura, casi en régimen de exclusividad, a los textos imaginativos susceptibles de ser incluidos dentro de la llamada «ficción» —novelas, cuentos y poemas, sobre todo— y proscribía las obras de carácter testimonial o discursivo de sus acotados dominios. Comoquiera que ya he abordado algunos aspectos esenciales de esta cuestión en el capítulo anterior, me limitaré ahora a glosar los que afectan al campo literario en sentido estricto.

      La entronización de la ficción como requisito ineludible de la literariedad tuvo dos notorias consecuencias en el pensamiento literario, cuya reverberación ha llegado hasta nuestros días: en primer lugar, la expulsión de la República de las Letras de géneros testimoniales o discursivos como la crónica, el relato de viajes, el dietario, la autobiografía, la biografía, la correspondencia epistolar, el ensayo o el reportaje; después, el olvido de las relaciones que la literatura de ficción mantiene inevitablemente con el vivir, y, ergo, la tentación de considerar las obras literarias como frutos de la imaginación soberana y autárquica del creador, independientes de la realidad empírica.

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