La palabra facticia. Albert Chillón
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Así pues, el mandarinato cultural suele concebir la literatura como una actividad cultural de índole sublime, fruto de la creación individual y disfrutada litúrgicamente por círculos restringidos de sujetos iniciados en la creación y sus misterios. Arcanos cuyo oficiante es el escritor, el hombre de genio dotado de inspiración —Rimbaud— o bien de sacrificada abnegación ante al altar artístico —Flaubert— que crea obras excelsas destinadas a su feligresía, ese público selecto compuesto de iniciados poseedores del gusto justo y necesario para apreciar su valor —cualidad que escapa a toda definición en virtud de su carácter sagrado.9
No obstante, una porción significativa del pensamiento literario contemporáneo ha desarrollado argumentos que permiten poner en entredicho la vigente idea de tradición. Por un lado, la crítica marxiana culta —no así el marxismo escolástico— ha aportado valiosas contribuciones al esclarecimiento de esta cuestión: para pensadores como Antonio Gramsci, Georg Lukacks, Walter Benjamin, Lucien Goldmann o Raymond Williams, cada concreta sociedad tiende a generar formas y géneros literarios congruentes, en virtud de un principio de correspondencia dialéctica que nada tiene que ver con el mecanicismo burdo de la llamada teoría del reflejo —según la cual las formas de arte, pensamiento y cultura serían simples efectos de los procesos sociales y económicos: así el realismo socialista, por ejemplo. Por otro lado, los formalistas rusos y, sobre todo, los defensores del método sociológico —Bajtin, Voloshinov, Medvédev— atacaron en la primera mitad del siglo XX la presunta inmutabilidad del canon.10 La literatura, sostenían, está sometida a cambios históricos incesantes, hasta el punto de que, como observaba Medvédev en 1928:
Lo que parece hoy un hecho extrínseco a la literatura —un fragmento de la realidad extraliteraria— puede entrar mañana en la literatura como uno de sus factores estructurales intrínsecos. Y recíprocamente, lo que hoy es literario puede ser mañana un fragmento de realidad extraliteraria.11
En las últimas décadas, moribundo el reinado del estructuralismo y del positivismo, el énfasis en la historicidad del hecho literario ha vuelto a ser planteado por la estética de la recepción —y, más allá de las escuelas concretas, por las mejores cabezas de la teoría y la crítica. En contra de la consideración de la tradición como monumento dotado de valor estético perenne, esta corriente postula que la tradición es incapaz de perpetuarse a sí misma; es preciso, en cambio, que un público concreto la reciba y la reinterprete en virtud de su particular horizonte de expectativas. La relectura incesante de la literatura del pasado por los sucesivos públicos explica las mutaciones de los cánones transmitidos, así como los cambios que experimenta el mismo pensamiento literario.12
Hoy se antoja evidente que un texto cualquiera deviene literario cuando es usado como tal por una comunidad de escritores y lectores. La literariedad de una obra ya no depende solo de la intención con que fue concebida ni de sus características intrínsecas, sino de la manera cómo es valorada, interpretada y recordada por cada público concreto. En palabras de Constanzo Di Girolamo, «el arte presupone un público y se realiza como tal solo en el acto del consumo».13
El peso creciente que la industria de la comunicación ha adquirido en la cultura contemporánea ha sido, sin duda, uno de los factores que han impulsado la redefinición del canon literario heredado. De la mano de los media, nuevos géneros, convenciones y actitudes han modificado significativamente el cultivo y la fruición de la literatura, e incluso la percepción de sus tradiciones. La industria periodística, en concreto, ha transformado las pautas de producción, consumo y valoración de la literatura: por un lado, contribuyendo a la formación de géneros nuevos —así, la novela realista del XIX, o el costumbrismo periodístico-literario de Charles Dickens, Mark Twain o Mariano José de Larra—; por otro, impulsando el desarrollo y la difusión de géneros literarios testimoniales, como la prosa de viajes y el memorialismo; en último lugar, generando modos singulares de escritura periodística —reportaje, crónica, ensayo, columna y artículo, guion audiovisual— cuyas mejores expresiones han alcanzado un alto valor artístico, hasta el punto de influir en la fisonomía de las formas literarias tradicionales. José María Valverde, que tanto sabía de literatura —y de su sabor, sentido y sonido—, solía afirmar que Larra escribió uno de los mejores castellanos del siglo XIX, junto con Galdós, Valle-Inclán y Clarín. Y que el arte del artículo, al que dedicó un libro homónimo, debía contarse entre los logros del arte literario a secas.14
Aunque gran parte de los textos generados por los media responden a los rasgos que la academia y la doxa les atribuyen —fungibilidad, evanescencia, presentismo, escasa o nula calidad estética—, el periodismo moderno ha ido perfilando una tradición propia, integrada por piezas que cabe considerar literarias de pleno derecho. La obra de autores como Azorín, Eugeni d’Ors, José Ortega y Gasset, James Agee, George Orwell, Jack London, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Djuna Barnes, Josep Pla, John Hersey, Joan Fuster, Truman Capote, Leonardo Sciascia, Ryszard Kapuscinski, Eduardo Galeano, Manuel Vázquez Montalbán, Francisco Umbral o Manuel Vicent —así como los citados Dickens, Twain y Larra, entre muchos otros de los que más adelante hablaré— ilustra esta afirmación de forma elocuente, a mi juicio.
La nueva oralidad mediática
En la época en que el paradigma literario permanecía incontestado, nada permitía adivinar la formidable remoción que la sociedad de comunicación de masas, nacida en los países occidentales durante el tránsito entre los siglos XIX y XX, iba a causar en la escena literaria tradicional. A mi entender, para medir la magnitud de esa mutación es preciso remontarse a los siglos XV y XVI, cuando la difusión de la imprenta trastornó de raíz las condiciones de existencia de la literatura de la época. Ningún otro cambio posterior fue comparable; entre el Renacimiento y el siglo XIX, los cambios se producían en el seno de la cultura de la imprenta: la literatura era escrita e impresa, una actividad de pocos disfrutada por minorías ilustradas, relativamente nutridas y crecientes a medida que la nueva sociedad capitalista iba extendiendo la alfabetización y la información; un Arte —con mayúsculas— principalmente concebido y realizado en clave de ficción.
Las formas vigentes de producción y consumo de la literatura empezaron a modificarse alrededor de 1830, con la irrupción de la primera generación de la prensa de masas —que por entonces era más multitudinaria que masiva, hablando con propiedad. Todavía en aquellos años, la palabra «literatura» designaba, casi en exclusiva, un conjunto de textos impresos, producidos por minorías cultas y consumidos por un público selecto de condición aristocrática o burguesa. Tal confinamiento a la esfera del papel impreso marginaba algunas manifestaciones literarias que quedaban fuera del canon: el teatro, sobre todo, basado en la representación escénica ante un público más que en la lectura individual en silencio; pero sobre todo la denominada «literatura oral», que desde tiempos casi inmemoriales incluía géneros de enorme influencia entre las clases y capas de población no alfabetizadas: el poema, el cuento, la canción, el romance, el refrán, el dicho y la leyenda, principalmente. En lúcidas palabras de Martí de Riquer:15
La palabra literatura induce a error, pues su origen etimológico puede hacer creer que únicamente abarca creaciones literarias escritas con letras, lo que recibimos como lectores frente a un libro, manuscrito o impreso. Ello supone una parcialísima reducción del hecho