La palabra facticia. Albert Chillón
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6. La literatura no posee el monopolio de la connotación, como demuestra el incesante uso de figuras y tropos retóricos en múltiples usos del lenguaje. Tan connotado puede estar un texto tildado de literario como otro tenido por coloquial, referencial o simplemente fático. Lo que en todo caso distingue a los textos literarios, aunque de modo insuficiente, es que la connotación es perseguida deliberadamente; pero este rasgo no es privativo de ellos, en absoluto, ya que también los enunciados coloquiales, los titulares de prensa, los lemas publicitarios o los tuits suelen estar connotados adrede. Es preciso tener en cuenta, además, que la connotación puede ser relativamente escasa en algunas obras literarias —como las novelas objetivas de Alain Robbe Grillet, obsesionado por la pura denotación imposible—, y en cambio empapar otros usos lingüísticos que no reclaman para sí estatuto artístico alguno.
7. En definitiva, la literatura es una actividad y una noción socialmente configurada, y carece de entidad predada. Tanto es así que su definición depende de factores cambiantes. Ni la intención con que un texto es elaborado, ni sus rasgos intrínsecos —de tema, género, composición o estilo—, ni tampoco las funciones lingüísticas que cumple son razones suficientes para otorgarle el estatuto de literario: este resulta, más bien, de valoraciones sociales relativamente extrínsecas al texto en sí. Entre ellas cabe destacar los criterios de juicio, valor y gusto sancionados por el estamento académico y crítico, pero también el reconocimiento que le prestan los diferentes públicos que consumen el texto —y que eventualmente consuman sus potencialidades. Como cualquier otra forma de comunicación artística, el acto literario parte en principio de la labor e intención del autor, es cierto, aunque solo se completa en la lectura o la audición, humus indispensable para las creaciones futuras.
Con todo, si bien las anteriores refutaciones permiten deconstruir el paradigma literario hegemónico, es necesario formular —ahora en positivo, y no solo en negativo— una definición que resulte iluminadora y precisa a un tiempo, y que nos permita sortear los tópicos dominantes, incluido el de que solo el mudable parecer de los sucesivos públicos permite establecer qué sea literario y qué no, demasiado relativista a mi juicio. Propongo, pues, definir la literatura como un modo de conocimiento de índole estética que busca aprehender y expresar, lingüísticamente, la calidad de la experiencia. Antes de explicitarla, creo necesario poner de relieve que tal definición conlleva una nueva manera de entender el hecho literario, capaz cuando menos de superar las falacias impuestas por el restrictivo paradigma dominante —y de replantear, sobre más firmes pilares, el estudio comparado de las relaciones entre la literatura, la comunicación y el periodismo. A continuación, pedazo a pedazo y a modo de espiral creciente, glosaré cada una de las porciones del enunciado propuesto:
I. «La literatura es un modo de conocimiento…». En primer lugar, afirmar que la literatura es un modo de conocimiento implica reconocerle un relevante cometido epistémico, un lugar entre los grandes modos de cognición al alcance del ser humano —junto a la filosofía, el mito, la religión, la ciencia y el arte. Es cierto que, hablando con rigor, la literatura conforma un país plural incluido dentro del vasto continente artístico; pero también lo es, como acto seguido explicaré, que el hecho de que su materia y vehículo de expresión sea el propio verbo le confiere un estatuto sin parangón —epistémico y óntico a un tiempo—, ya que los empalabramientos que la integran componen también, en muy importante medida, la realidad humana misma. Amén de representar los mundos que los hombres y las mujeres crean, la palabra en el tiempo los configura también, no cabe duda.
II. «…de índole estética…». La literatura es un modo de conocimiento, desde luego, aunque no de carácter primordialmente discursivo, como la filosofía —basada en la argumentación racional— o la ciencia —basada en la demostración lógica y experimental—; ni de condición fideística, como la mística, la religión y la magia —basadas en la creencia—; ni de tenor invertebrado y acrítico, como el sentido común. A semejanza de las demás modalidades artísticas, la literatura es un modo de conocimiento de índole estética que aprehende y expresa el mundo mediante la elaboración imaginativa de las sensaciones (aisthesis) que configuran las vivencias concretas, en primera instancia, y la experiencia de vivir, al cabo.
III. «…que busca aprehender y expresar…». La literatura no es solo representación (mimesis) del mundo —lo que convenimos en llamar «realidad»—, ni tampoco creación (poiesis) soberana y autárquica respecto de él, sino ambas cosas al tiempo. El artista de la palabra parte de su experiencia —de su tránsito alrededor: ex-perior— para comprehenderla y comprenderla, pero al hacerlo necesariamente la refigura. No existe, hablando con propiedad, un nítido hiato entre el mundo real que aprehende —también trenzado con mimbres imaginarios, no se olvide— y el mundo posible que concibe —fruto integral de la imaginación creadora. Los vicios del pensamiento mecanicista y positivista, que separa las causas de los efectos y los objetos de los sujetos que los piensan, deben subsanarse mediante una visión integradora —holística y dialéctica a la vez— de la labor creativa.
IV. «…lingüísticamente…». He aquí la clave inadvertida de la cuestión que procuramos elucidar: la literatura es un modo de conocimiento estético que aprehende y expresa la experiencia humana mediante enunciados lingüísticos de muy diverso calibre y cariz —de la metáfora al soneto, del alejandrino y el aforismo a la novela-río. A diferencia de otras formas de arte, que manejan la imagen bidimensional —la pintura y la fotografía—, el sonido —la música—, el movimiento corporal —la danza y la mímica—, la materia tridimensional —la escultura y la arquitectura— o la hibridación de códigos e ingredientes —el cine, el teatro, la ópera, el videoarte o la narrativa transmedia e hipertextual—, la literatura transubstancia el mundo con y en el lenguaje verbal, que es a la vez su materia prima, su vehículo expresivo y uno de sus principales objetos de atención. Trate quimeras generadas por la fantasía o vicisitudes de la experiencia ordinaria, el arte de la palabra amasa una sustancia —las palabras— que es, precisamente, la misma con que todos los sujetos otorgan sentido a sus vivencias dispares.
Una vez más topamos, entonces, con la médula filosófica de nuestra propuesta: el verbo no es un simple vehículo o herramienta con el que la literatura apresa la realidad, sino el milieu en y del que vive el pensamiento, en primera instancia, y una notable porción de la misma vida, en última. A la sombra de la filosofía del lenguaje, alumbrada por Humboldt y Nietzsche, hemos caído en la cuenta de algo esencial, tan primordial y omnipresente que raramente alcanzamos a comprenderlo: las palabras forman parte íntima del pensamiento, y de la realidad humana en su conjunto. Como en el célebre cuento de Poe, la carta robada a que aludía al comienzo de este apartado se halla en el lugar menos sospechoso, justamente ante nuestros ojos, bien visible aunque por ello mismo velada por la corriente de palabras con que pensamos y vivimos sin freno.
Ya lo hice constar en su momento: a la sombra de la filosofía del lenguaje, sostengo que «los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo», de acuerdo con la celebre proposición de Wittgenstein.23 Que, comoquiera y lo que quiera que «lo real» sea más allá del ser humano, a este solo le es dado configurarlo como «realidad humana» mediante la malla de signos, símbolos y palabras que, en un plano sincrónico, enlaza aquí y ahora el mundo exterior compartido y el mundo interior personal; y en un plano diacrónico, el pasado evocado, el presente experimentado y el futuro anticipado. Y que, al cabo, no hay experiencia sin lenguaje, sino experiencia en