La palabra facticia. Albert Chillón
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25. Me remito a su obra, ya citada, Filosofía de las formas simbólicas, I. El lenguaje, 1971.
26. Véase el ensayo de A. C. Danto, Historia y narración. Ensayos de filosofía analítica de la historia (Barcelona: Paidós – UAB, 1989).
27. Si así lo desea el lector, puede explorar esta cuestión en el libro del autor y de L. Duch Un ser de mediaciones, op. cit., 2012.
28. «Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno, “solo hay hechos”, yo diría, no, precisamente no hay hechos, solo interpretaciones», F. Nietzsche, Fragmentos póstumos, vol. 4 (Madrid: Tecnos, 2008), p.222.
29. A fin de refutar la concepción positivista y reificadora de los hechos que Emile Durkheim consagró en su influyente Las reglas del método sociológico, Jules Monnerot escribió Les faits sociaux ne sont pas des choses (París: Gallimard, 1946), un ensayo casi olvidado que debería recuperarse y leerse. Véase también, al respecto, «Hacer los hechos», el capítulo VII de la obra de Lluís Duch y Albert Chillón Un ser de mediaciones. Antropología de la comunicación, vol. I (Barcelona: Herder, 2012).
30. Véanse entre otros, además de la obra de Gaston Bachelard en general, los libros de Albert Béguin, El alma romántica y el sueño (México: FCE, 1993); y Georges Bataille, La experiencia interior (Madrid: Taurus, 1973).
31. Sobre la capital cuestión de lo falso y lo verdadero, nos remitimos a la argumentación que Steiner desarrolla en Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, op. cit.; y, en especial, a su capítulo III, «La palabra contra el objeto». Steiner recoge la definición de Agustín en la p.251 de su ensayo.
32. G. Steiner, Después de Babel, op. cit., p.250.
33. G. Steiner, Presencias reales (Barcelona: Destino, 1992), p.44s.
Capítulo 3
Incidencia del giro lingüístico en la reflexión acerca de la literatura
La literatura ya no es lo que era. No lo es su cultivo por parte de escritores, escribidores y escribanos de toda laya, ni tampoco el corpus de pensamiento teórico, sea académico o asilvestrado, que procura dar cuenta de sus mutaciones. Para bien y para mal, con su formidable empuje, la industria cultural ha contribuido a transformar todos los eslabones que componen el campo literario, desde su ideación y escritura hasta su consumo y eventual disfrute, pasando por su producción y distribución.1 Desde principios de siglo, como a estas alturas es bien sabido, todas las artes clásicas han sido alteradas por el embate de la fotografía y el cine, la prensa y la radio, la publicidad y la propaganda, la televisión y, en las últimas dos décadas, por la expansión de la digitalización a todos los campos de la cultura y la comunicación, hoy ya prácticamente subsumidos en un omnipresente ciberentorno. La conmoción ha sido suficiente para modificar no solo la fisonomía del arte tradicional —y del arte literario en concreto— sino incluso su misma definición, cuestionada al menos desde que Marcel Duchamp presentó su célebre urinario (Fuente) en la exposición de la Society of Independent Artists, allá por 1917.
El arte de la palabra, en concreto, ha sufrido sensibles mutaciones, hasta el punto de que hoy cabe poner en tela de juicio la misma noción de «literatura», un concepto que hasta las primeras décadas del siglo XX parecía innecesario cuestionar —y que a lo largo de la posmodernidad, desde los años sesenta, ha sido objeto de cambiantes aproximaciones, de acuerdo con su espíritu del tiempo sincrético y desacralizador, hedonista e irónico, irreverente y desencantado. Lejos de resultar bizantina, la pregunta por el ser y el hacer de la literatura es singularmente pertinente en nuestros días, cuando bajo el palio de la general confusión medra una nutrida gama de productos que, a pesar de llamarse «literarios», tienen apenas la mera apariencia de tales —la tipografía y la maquetación, la encuadernación física o digital, los paratextos y sobre todo los canales y rituales que los producen y diseminan en serie.2
Profesada ante todo por los académicos más ortodoxos, pero también por numerosos ciudadanos de a pie, la noción habitual de literatura obedece a un paradigma secularmente consagrado que fue, en primer lugar, cimentado por las artes poéticas antiguas y medievales, propulsado urbi et orbi por la nueva tecnología que fue la imprenta, y luego cristalizado por la filología erudita del siglo XIX, a menudo empeñada en consagrar panteones nacionales. Según tal paradigma, son literarias a) las obras escritas, impresas y encuadernadas que, b) concebidas en clave de ficción, c) integran una tradición transhistórica compuesta por clásicos, obras selectas dotadas de valor memorable, y por ello mismo acreedoras de reverencia y emulación.
Esas tres restricciones conforman la idea vigente de literatura, el objeto de conocimiento que los filólogos ortodoxos, aferrados a un paradigma obsoleto, suelen definir como propio. La influencia de este paradigma ha sido y es hegemónica todavía, a pesar de que en las últimas décadas se detectan en él notorias grietas y fallas. No obstante, tal como piensan Thomas Kuhn y otros epistemólogos contemporáneos, los paradigmas perduran gracias a su obstinada inercia, y muestran una resistencia que les permite acumular anomalías y disidencias, hasta que llega un momento en que se rompen y son sustituidos por otros, del todo o en parte.3
El cuestionamiento de la idea de tradición
A despecho del considerable esfuerzo que hicieron, a lo largo del siglo XX, para definir la llamada «literariedad» —entendida como esencia o nóumeno escondido—, las diferentes corrientes formalistas y estructuralistas no lograron desembarazarse del mentado paradigma, y sobre todo de la añeja concepción que ve la literatura como un monumento transhistórico: una suerte de esfera inmutable y sublime, definida por sus valores estéticos inmanentes y consagrada por la tradición.
Cuando hablan de literatura, críticos, teóricos e historiadores suelen hacerlo en realidad de un canon de obras modélicas, a las cuales se atribuye la posesión de valor artístico, una esencia inefable que apenas nadie acierta a explicar. Cada sociedad se muestra proclive a ver en su respectivo canon presente una memoria literaria poco menos que inmutable, «la tradición», cuyo ascendiente se invoca para legitimar el mismo imaginario cultural —y con frecuencia político, no se olvide— que la produce y consagra.4 Las tradiciones particulares son, con harta frecuencia, mucho más plurales de lo que sus arúspices y sacerdotes gustan de reconocer, de entrada porque las transmisiones que las conforman tienen acuñaciones diversas, y ante todo porque todas las culturas, sin excepción, van forjándose por polinización recíproca.5 Y sin embargo, desde el Romanticismo al menos, las llamadas literaturas nacionales han tendido a crear imaginarios de idealizada pureza, actuando como si sus tratos con las otras literaturas fueran mayormente diplomáticos, y negando la afortunada promiscuidad que en