La palabra facticia. Albert Chillón

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La palabra facticia - Albert Chillón Aldea Global

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creativo distinguido, por burdo contraste, de la sedicente «no ficción». Para Aguiar e Silva, por ejemplo, «serán obras literarias aquellas en que, según hemos dicho, el mensaje crea imaginariamente su propia realidad, en que la palabra da vida a un universo de ficción»;20 afirmación de corte similar a la expresada por Wellek y Warren en Teoría literaria, su muy influyente manual: «El núcleo central del arte literario ha de buscarse, evidentemente, en los géneros tradicionales de la lírica, la épica y el drama, en todos los cuales se remite a un mundo de fantasía, de ficción».21 El denominado «postulado sobre el carácter no referencial de la literatura», que identifica literariedad con ficción, resuelve en falso —mediante un expeditivo aunque trivial a priori— una cuestión tan cardinal como difícil de dilucidar: la del valor cognoscitivo de la literatura, sea como mimesis o representación de la realidad, sea como su poiesis o creación.

      A mi entender, el confinamiento de la literatura al ámbito exclusivo de la ficción es insostenible. No es ya que textos como las Confessions de Rousseau, los Essays de Montaigne, el Livro do desassossego de Fernando Pessoa, los diarios de Kafka y Pavese o El quadern gris de Josep Pla merezcan también la consideración de literarias: es que lo son tanto, de hecho, como Madame Bovary, Hard Times o Les fleurs du mal, pongamos por caso. Afirmar que obras documentales contemporáneas como In Cold Blood, de Truman Capote, o Cesarz Czytelnik (El Emperador), del reportero polaco Ryszard Kapuscinski, no son literarias o lo son apenas —«mero periodismo bien escrito», suele condescender la crítica ortodoxa— no revela más que un prejuicio miope, indefendible a poco que se aspire al rigor.

      A partir, sobre todo, de los años sesenta del pasado siglo, la división tradicional entre escritura de ficción y escritura de no ficción ha sido cuestionada en muy distintos ámbitos de la cultura —oral, escrita y audiovisual. Tal como explicaré en detalle a lo largo del presente estudio, prosistas como Lillian Ross, Norman Mailer, Leonardo Sciascia, Eduardo Galeano, Manuel Vázquez Montalbán, Manuel Vicent o los citados Kapuscinski y Capote; dramaturgos como Rolf Hochhuth y Peter Weiss; historiadores como Jan Myrdal, Georges Duby, Carlo Ginzburg y Ronald Fraser; y sociólogos, antropólogos y psicólogos como Studs Terkel, Oscar Lewis, Miguel Barnet y Oliver Sacks han escrito obras caracterizadas por la combinación deliberada del verismo documental con las convenciones de representación propias de la narrativa de ficción. Y lo mismo cabe decir, mutatis mutandis, en el caso de la narrativa verboicónica (cómic y tebeo), audiovisual (cine y televisión) y transmediática (internet), tal como en las primeras páginas de este libro avancé.

      Vaya por delante que el empeño de definir la literatura debería ser superfluo, y que en efecto lo sería si tanto la ortodoxia académica como la vulgar se hubieran desprendido, hace décadas ya, de los prejuicios que estoy poniendo en solfa. Pero no ha sido así, y estos siguen adulterando, a mi entender, tanto la comprensión de la literatura como la del periodismo, así como la de las promiscuas relaciones que entre ambos se entablan. Tengo para mí que Antonio Machado expresó de manera insuperable lo que sea la literatura cuando la llamó «palabra en el tiempo» —locución cuyo sentido se asemeja al del memorable speech de W. H. Auden, aunque resulte más eufónica y sugerente.

      Hasta aquí hemos desvelado algunas de las falacias en que el paradigma literario dominante descansa, pero no hemos propuesto qué cabe entender por literatura, aquí y ahora. Al caracterizar su objeto de estudio, la ortodoxia filológica ha consagrado espejismos y buscado una y otra vez —como en el célebre cuento de Edgar Allan Poe— la carta robada allí donde no cabía hallarla: los más conservadores y dogmáticos, apelando al viejo canon normativo; los más modernos —menos proclives a la prescripción que a la descripción y al análisis—, intentando definir la siempre evanescente, inaprehensible «literariedad».

      A fin de poner las bases de la definición que busco, comenzaré resumiendo mis objeciones, y señalando lo que en principio la literatura podría ser. Solo después estaré en condiciones de aventurar mi respuesta.

      1. La noción de literatura no ha de limitarse a las obras escritas e impresas, sino que potencialmente debe incluir algunas manifestaciones relevantes de la oralidad: en primer lugar, la literatura oral tradicional —cuentos, refranes, leyendas, teatro, canciones—; y después, así mismo, aquellas modalidades orales vinculadas a los media audiovisuales y digitales, como páginas atrás he explicado. Es cierto que, en plena y descreída posmodernidad, el dispositivo cultural que llamamos «libro» conserva su capacidad de conferir aura a las páginas que encuaderna, hasta el punto de actuar —hoy todavía— como un auténtico fetiche que otorga prestigio a composiciones tipográficas que no siempre lo merecen, por más que reciban premios y subvenciones a tutiplén y se encaramen a los brazos más rutilantes del candelabro. Pero no cabe duda de que la palabra en el tiempo —ese discurso memorable cuyo recuerdo y recreación es preferible al nuestro— debe rastrearse en otros predios culturales también, tanto antaño como hogaño.

      2. La noción de literatura no ha de restringirse a las obras de ficción presuntamente alejadas de toda referencialidad, sino que debe incluir en potencia, además, el vasto territorio conformado por los géneros testimoniales y discursivos. Y también abrazar las nuevas formas de prosa documental, entre las que cabe destacar las historias orales y de vida que cultivan las ciencias sociales y, de modo especial, ciertas manifestaciones periodísticas escritas, verboicónicas y audiovisuales, sean ficticias o facticias.

      3. La noción de literatura no ha de confinarse a un selecto parnaso de obras canónicas. Las tradiciones existen, por fortuna, y merecen ser críticamente recreadas. Pero no prestándoles reverencia servil, como si fueran panteones inmutables y dados a priori, sino un respeto que necesariamente incluye el esfuerzo —y el placer— de conocerlas y de actualizarlas, porque la tradición no debe confundirse con el tradicionalismo, y porque lo original bebe por fuerza de lo originario. En definitiva, esas plurales transmisiones que vindico deben ser regeneradas de continuo mediante el uso que los creadores y los públicos hagan de ellas, en cada lugar y tiempo.

      La tradición literaria no es un canon inalterable, en consecuencia, sino una memoria cultural en constante mutación, incesantemente rehecha. Las obras, autores y tendencias que son consideradas epítome de lo literario hic et nunc pueden devenir marginales o incluso ser ignoradas pasado mañana. O viceversa.

      4. La definición de literatura no puede descansar en la oposición entre lengua literaria y lengua estándar. El reduccionismo inherente a esta extendida dicotomía es ciego, amén de burdo: el lenguaje es una actividad social e individual a la vez, poliédrica y promiscua —dialógica en esencia, como observó Mijail Bajtín. Es lícito establecer categorías lingüísticas a efectos analíticos, pero no pretender que la complejidad de la parole real rinda tributo a la superstición. No existe una lengua literaria, en la medida en que tampoco existe una hipotética lengua estándar. Existen, en cambio, múltiples usos lingüísticos destinados a satisfacer diversos propósitos y funciones, a los que cada cultura tiende a asignar un cierto valor dominante —sea estético o referencial, artístico o comunicativo, utilitario o creativo. Es posible distinguir, es obvio, diferentes estilos, registros y géneros adecuados a cometidos comunicativos específicos, aunque su existencia se da en mezcolanza y no en pureza nívea, y desborda con creces la dicotomía entre lengua estándar y lengua literaria, tan socorrida.

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