La palabra facticia. Albert Chillón
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A tenor de la atinada reflexión que Ortega y Gasset expone en La rebelión de las masas y en Historia como sistema —a la sombra de Wilhelm Dilthey—, el acontecer debe entenderse como una sucesión de instantes aislados, cada uno de los cuales patina sobre el anterior, por así decirlo. Tales instantes no se suceden de modo determinado y necesario, sino relativamente indeterminado y contingente, abiertos a muchas trayectorias posibles; y es solo el relato —la concordancia de esa discordancia, en lúcida expresión de Paul Ricoeur— el que permite establecer nexos causales aparentemente irrefutables allí donde en realidad reina la incierta posibilidad —o hasta la casualidad o el caos, en el caso más extremo. Recuérdese, al respecto, el desconcierto inicial con que casi todos presenciamos, en directo, los atentados del 11-S en Nueva York; el gradual atar cabos durante los minutos que mediaron entre el impacto del primer avión y el del segundo; y la posterior construcción de un relato mayoritariamente aceptado durante las horas, días y meses posteriores al atentado, cuando lo que estaba en disputa no eran, propiamente hablando, sus trágicos efectos, sino el sentido con el que sería comprendido en adelante.
De hecho, el recurso estricto a la evidencia suele autorizar un margen angosto de certidumbre, como saben los periodistas y los historiadores que, amén de honestos, se interrogan seriamente sobre sus respectivas labores. No solo porque son muchos los ingredientes de cada historia que distan de ser evidentes —o susceptibles de ser comprobados, al menos—, sino porque lo que se antoja obvio nunca lo es desde cualquier perspectiva. Sin excepción, todas las enunciaciones facticias están sujetas a esa ley, ya que es la triple mediación del lenguaje, la retórica y la narración la que permite construir lo que cándidamente llamamos «hechos» —dando por supuesto que son entidades anteriores al empalabramiento e independientes de él, a semejanza de las que integran el orbe predado y natural, y que carecen por tanto de humana hechura: discursiva, en consecuencia. Y sin embargo «los hechos» son hechos,29 social y sémicamente construidos, y hacerlos implica articular evidencias, pruebas e indicios en una configuración que cobre sentido; conferir facción —hechura— al conocimiento por fuerza incompleto que los sujetos pueden obtener y acordar en el curso de sus intercambios; y, en fin, conjugar tales ingredientes mediante la imaginación, de acuerdo con tramas —argumentales y argumentativas— inspiradas en las matrices que las tradiciones brindan.
Sean científicas o periodísticas, jurídicas o historiográficas, testimoniales o documentales, las mejores expresiones de la facción carecen, en rigor, de esa capacidad de reproducir con objetividad lo sucedido que suele atribuírseles —con frívola o ingenua inconsciencia, las más de las veces—, dado que no pueden ser otra cosa que representaciones, nada más y nada menos: mimesis que vuelven a hacer virtualmente presente lo ya ocurrido en el pasado, mediante esa triple mediación —lingüística, retórica y narrativa— inherente a cualesquiera discursos de intención verídica.
Una tipología de las dicciones
De lo antedicho se desprende una plausible tipología general de la dicción, según sean las maneras y grados en que la ficción la entrevere. Dos taxonomías derivan de las premisas de que partimos, alternativas a las ortodoxas: la primera —que en seguida esbozamos— ordena los enunciados de acuerdo con su estatuto gnoseológico, en una escala que va de la mayor referencialidad a la mayor fabulación posible; la segunda considera su estatuto estético, y distingue su índole ideacional (inventio), compositiva (dispositio) y estilística (elocutio). Es la primera, no obstante, la que ahora nos interesa.
1. Dicción facticia o ficción tácita, propia de los enunciados de vocación veridicente en los que la ficción se da en su mínima e irrenunciable expresión, entrañada en la mera labor poiética que, a través de la metáfora y el símbolo, toda enunciación requiere. Quiere ello decir que la ficción tácita se da de suyo y sin más por efecto mismo del empalabramiento, dado que la actitud de los interlocutores se basa en un acuerdo explícito o implícito de veracidad, y no en afán inventivo alguno. La dicción facticia exige, así pues, un pacto de veridicción entre ellos, comprometidos en un intercambio fehaciente. Y puede dividirse, a su vez, en dos clases:
1.1.Dicción facticia documental, caracterizada por su veracidad intencional y, al tiempo, por su relativamente alta verificabilidad. Es propia de actos de habla como la afirmación, la constatación, la exposición y la explicación; de géneros periodísticos y mediáticos como la noticia, la información, la crónica, el reportaje y el documental; y, así mismo, tanto de los procedimientos historiográficos convencionales como de los llamados métodos cualitativos —historia oral, historias de vida, docugrafías, etc.
1.2.Dicción facticia testimonial, caracterizada por su veracidad intencional y, al tiempo, por su escasa o problemática verificabilidad. Es el modo de enunciación típico de los libros de confesiones y memorias, los dietarios, los epistolarios, los relatos de viaje, los retratos y semblanzas y, en fin, de la llamada «literatura testimonial» en su conjunto.
2. Dicción ficticia o ficción manifiesta, propia de los enunciados de vocación fabuladora en los que la ficción explícita se plasma en variables maneras y grados, añadida a la implícita que de por sí se da en toda clase de enunciados. La enunciación ficticia puede ser tácita o manifiesta, intencional o indeliberada, pero cuando se urde a sabiendas los interlocutores en ella implicados deben trabar un «pacto de suspensión de la incredulidad» (suspension of disbelief), como el que hace posible que novelas, cuentos, dramas y películas resulten artísticamente eficaces. Este tipo de dicción es divisible, a su vez, en tres modos principales:
2.1.Dicción ficticia realista, caracterizada por la destilación de una verdad de experiencia esencial a través del ejercicio de la generalización tipificadora y, en suma, de la verosimilitud referencial. Este tipo de enunciaciones buscan erigir mundos posibles mediante la representación mimética de ciertos mundos reales (así, el Madrid de la República, el Chicago de la Gran Depresión o el París del Segundo Imperio) reconocibles por los interlocutores —lectores o espectadores que suelen, por cierto, tenerlas en alta estima. El relato, la novela, el teatro y el cine de cariz realista y naturalista ofrecen incontables ejemplos de ello, de Flaubert a Rossellini pasando por Hemingway, Coppola y Chejov.
2.2.Dicción ficticia mitopoética, caracterizada por la destilación de una verdad de experiencia esencial a través del ejercicio de la generalización tipificadora y, en suma, de la verosimilitud autorreferencial, esto es, no por su tenor representativo y mimético respecto de mundos reales reconocibles y exteriores a los interlocutores, sino por su apelación a la experiencia interior propia de la imaginación, el sueño o el ensueño.30 Tal sería el caso del mito, el culto y la leyenda de ayer y de hoy; y también el del relato, la novela y el cine que cultivan el realismo simbolista o expresionista —así Kafka, Murnau, Calvino, David Lynch, Borges o Cortázar— o lo fantástico sin ambages —así Poe, Lovecraft o Tolkien.
2.3.Dicción ficticia falaz, caracterizada por su deliberada búsqueda de la mentira, el engaño, la tergiversación, el encubrimiento o, en fin, cualquiera de los sutiles matices que la mendacidad y la falsedad incluyen, tan bien expresados por Agustín de Hipona en De mendacio: «Una mentira es la enunciación premeditada de una falsedad inteligible».31