La palabra facticia. Albert Chillón
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Quisiera añadir dos precisiones, antes de rematar este prefacio. La primera es que, cuando apareció en 1999, la matriz de este libro intentó ofrecer una summa comprehensiva acerca de las relaciones entre literatura y periodismo. Con ella no pretendí una exhaustividad imposible, desde luego, aunque sí renovar la reflexión acerca de este vasto territorio, y acerca de su cultivo, a través de dos contribuciones que el tiempo ha revelado fecundas. En primer lugar, una documentada exploración —integrada en un esbozo de explicación sistemática— del gran caudal de obras, autores, estilos y géneros que integran la tradición periodístico-literaria y sus recientes expresiones. Y después, no menos importante, una inédita tentativa de fundamentación teórica y metodológica de ese continente híbrido, que en la presente versión he extendido al más extenso de la comunicación mediática —por más que este carezca, como antes he explicado, de la exploración minuciosa que sí aplico al primero.
Ahora que remonto el curso de aquellas páginas para escribir estas, reparo en un hecho afortunado: durante la década y media transcurrida desde que vieron la luz, han aparecido otros valiosos estudios que amplían la nómina de obras y autores que a la sazón presenté, de modo que el lector de habla hispana cuenta hoy con un buen puñado de libros inspiradores, además de este que fue a la sazón pionero.1 Y reparo así mismo, no obstante, en que la segunda contribución de Literatura y periodismo. Una tradición de relaciones promiscuas, de carácter teórico, no ha encontrado el desarrollo que en aquel entonces supuse que la proseguiría, y que el mismo Manuel Vázquez Montalbán auguró en su prólogo. Sigue siendo esta por consiguiente, me parece, la principal aportación —aunque ahora notablemente ampliada, insisto— que vuelve a hacer La palabra facticia. Literatura, periodismo y comunicación. Y ello porque tanto en el orbe hispano como —sobre todo— en el anglohablante son relativamente numerosas las monografías y antologías que enriquecen el saber empírico disponible, aunque muy escasas las que proponen categorías, conceptos y criterios capaces de iluminar cualesquiera casos —pasados, presentes o futuros— por una vía genuinamente teórica, es decir, deductiva e inductiva a un tiempo.
La segunda precisión que quiero agregar atañe a las denominaciones, asunto nunca menor porque en ellas consiste todo empalabramiento, y por ende el conocer que de él deriva. A pesar de que el apelativo «periodismo literario» cuenta con una larga y asentada tradición a ambas orillas del Atlántico —en español, italiano, francés, portugués e inglés, al menos—,2 de unos años a esta parte ha ido cundiendo la locución «periodismo narrativo» para designar, supuestamente, el mismo ámbito aproximado de referencia, por más que los matices que una y otra conllevan sean decisivos y asaz distintos. Entiendo que los estudiosos y periodistas que la emplean quieren subrayar el hecho de que las tendencias periodísticas que esa etiqueta engloba suelen entre otras cosas, en efecto, cultivar los dones que el arte y la artesanía narrativa ofrecen. Yo mismo los he puesto repetidamente de manifiesto —y vindicado— en extensos pasajes de mis libros y artículos.
Con todo y eso, estimo indispensable subrayar que la locución «periodismo narrativo» deja demasiado que desear, y que resulta a todas luces preferible seguir usando la de «periodismo literario». En primer lugar, porque hablar de «periodismo narrativo» es incurrir en craso pleonasmo, toda vez que buena parte del periodismo —sea renovador o tradicional, ortodoxo o heterodoxo, creativo o adocenado— no puede ser otra cosa que narrativo, se mire por donde se mire. Es tal el que desde mediados del siglo xx han cultivado los adalides de la renovación —John Hersey, Lillian Ross, Gay Talese, Tom Wolfe, Günter Wallraff, Truman Capote, Oriana Fallaci, Manuel Vicent, John Lee Anderson, Ryszard Kapuscinski, Lawrence Wright. Pero también lo es, en esencia, el que desde sus orígenes han practicado los periodistas convencionales en multitud de medios, géneros y soportes, desde la prensa primitiva hasta el autoperiodismo que las redes digitales propician, pasando por la era del periodismo «de masas» clásico. Y ello por la sencilla razón de que cualquier periodismo, para serlo, debe contar historias o basarse en ellas, sea de manera implícita o explícita; y recurrir, por tanto, a los procedimientos miméticos del relato, o bien partir de su inspiración.
Tan elemental constatación no implica que quienes cultivan tan distintas vías de expresión periodística sean equiparables en talante y en talento; ni, por supuesto, que contar una historia de actualidad mediante la aplicación apresurada y desmayada del estilo noticioso equivalga a hacerlo con el primor que distingue a, digamos, Norman Mailer, Linda Wolfe, Leonardo Sciascia, Montserrat Roig o Leila Guerriero. Esta es la primera razón, nada bizantina y sí bien fundada, por la que sigo prefiriendo emplear la locución «periodismo literario», poseedora de honda raigambre y solera —y que seguiré empleando hasta que me disuada una argumentación convincente.
Usar la locución «periodismo literario» me parece así mismo preferible, además, porque alude con mucha mayor propiedad al entronque de las tendencias neoperiodísticas con sus tradicionales raíces. De entrada, porque incluye, allende la estricta narración, otros predios discursivos donde la creatividad periodística suele medrar, como el de la descripción —en el retrato y semblanza, o en la recreación de lugares y paisajes—; la conversación —ahí están las magníficas entrevistas literarias de Rex Reed, Francisco Umbral o Rosa Montero—; o la prosa de ideas incluso —recuérdense los ensayos periodísticos de Albert Camus, Joan Fuster, Susan Sontag, Manuel Vázquez Montalbán, Joan Francesc Mira, Tony Judt o Eduardo Haro Tecglen, sin ir más lejos. Y ante todo porque, a diferencia de la expresión «periodismo narrativo», la de «periodismo literario» alude al decisivo hecho de que las obras, autores y medios que designa están animados por una voluntad creativa —ideativa y estilística a un tiempo— que halla su más alta medida en la elocuencia de ese memorable speech que es el arte de la literatura, como dejó escrito W. H. Auden: «palabra en el tiempo», por decirlo con términos de Antonio Machado, más memorables todavía.
Ni mármol duro y eterno,
ni música ni pintura,
sino palabra en el tiempo.
Todo lo que acabo de explicar atañe al plano más explícito de la obra que presento, esto es, a su contenido e intenciones. En un plano más implícito, sin embargo, la larga dedicación que este libro resume responde a menos patentes motivos. Nace, de hecho, de mi experiencia personal; de las historias que he ido contándome para llegar a lo que más o menos creo ser; y de las numerosas inquietudes, y tribulaciones, y dudas que el siempre inacabado vivir ha ido despertando en mí, como en cualquiera que trate de hacerlo con dos dedos de frente. Todo ser humano es novelista de sí mismo, sea original o plagiario, como dejó escrito Ortega, y la conciencia de que vivimos narrando y narrándonos —dando y dándonos cuento— despierta un sinfín de interrogantes de ardua respuesta, que yo he procurado contestar, de manera incompleta e imperfecta, en el curso de una trayectoria académica que tiene más, por fortuna, de paseo vocacional que de carrera de obstáculos. Con todos sus seguros defectos y posibles virtudes, esta obra es el fruto de esas desazones y querencias. Y, como no puede ser de otra manera, no versa sobre mi concreta andadura, aunque esté ideada y escrita a partir de ella, plagada como está —una más entre todas— de espejismos y entretelas.
Como ya lo intentó su matriz de 1999, La palabra facticia. Literatura, periodismo y comunicación milita en un frente de resistencia contra la tiranía de la racionalidad economicista e instrumental, avasalladora en la sociedad contemporánea, en su amenazada educación universitaria y —por ende— en el ámbito periodístico y comunicativo en concreto. Y se la dedico a todos aquellos