La palabra facticia. Albert Chillón
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Decía ayer
«El libro que el lector tiene entre manos es fruto de bastantes años de tribulaciones y ahíncos, casi siempre galvanizados por un vehemente deseo de aprender. Así era en mis ya algo lejanos años de estudiante universitario de Ciencias de la Información, cuando el binomio periodismo y literatura, literatura y periodismo —tanto monta— suscitaba en mí una efervescencia del interés y el deseo, un hechizo de la atención que apenas acertaba a colmar ninguna de las bastantes asignaturas provechosas que en la época integraban el plan de estudios de la carrera. Tampoco lo hacían los libros y opúsculos que en nuestro país tocaban el asunto, pocos y —¡ay!— poco satisfactorios. Ni las explicaciones y respuestas de los profesores de periodismo de la época, carentes ellos mismos de conocimientos sobre el tema, tal era la penuria bibliográfica y el cuasi olvido al que había sido relegado por los cultores de la disciplina académica llamada redacción periodística. Muchas veces se ha dicho que uno acaba escribiendo los libros que habría querido leer, y esto es precisamente lo que he intentado hacer aquí, no sé si con acierto.
»Me propuse explorar el ámbito ancho e intrincado conformado por las relaciones entre periodismo y literatura movido, además, por urgencias de índole más inmediata. Fuese como colaborador, corresponsal, reportero o redactor de mesa, el periodismo que me era dado practicar por aquellos años me ponía de continuo ante acontecimientos, situaciones y personajes —ante realidades en transcurso— muy diversas y complejas, imposibles de comprender con el mero auxilio de los lugares comunes entrañados en el sentido común y en las rutinas periodísticas profesionales, y desde luego imposibles de relatar de modo fehaciente mediante el recurso trillado a las envaradas, pro-filácticas pautas de escritura prescritas por la redacción periodística ortodoxa.
»Aunque los jefes de sección y los manuales de redacción periodística —a los que por entonces intentaba atenerme con más pena que provecho— se empeñaban en consagrar el uso de un supuesto estilo periodístico único, unísono y unívoco, supuestamente capaz de dar cuenta con objetividad de «los hechos» que suceden en «la realidad», el trabajo diario como reportero, cronista o redactor ponía esa extendida creencia en severo entredicho. En vez de ser instrumento y garantía de objetividad, la redacción periodística ortodoxa me iba mostrando su auténtico rostro: el de un dispositivo retórico altamente funcional capaz de facilitar —en el mejor de los casos— la productividad del azacanado trabajo periodístico diario, aunque irremediablemente incapaz de dar cuenta y razón de los acontecimientos sociales considerados en su imprescindible integridad. Para contar de modo fehaciente las cosas que pasan, intuía yo por entonces, es necesario un diligente esfuerzo de reflexión, indagación y contextualización, amén del propósito indeclinable de usar las palabras con consciencia y voluntad de estilo, a fin de aprehender y expresar del modo más preciso, responsable y elocuente posible la siempre brumosa, esquiva «realidad». Es necesario, pues —como diría la retórica clásica—, un ars bene discendi, y no un mero ars recte discendi.
»Por fortuna, aunque tal arte del bien y buen decir no era ni es práctica generalizada, un sector minoritario pero refulgente de la profesión periodística señalaba la senda a seguir. Pienso en el espléndido periodismo literario que Eduardo Haro Tecglen, Manuel Vázquez Montalbán, Manuel Vicent, Montserrat Roig, Eliseo Bayo, Maruja Torres o Rosa Montero iban publicando en Destino, Triunfo, Por Favor, La Calle o El País; en el magnífico elenco de reporteros reunidos por Tom Wolfe en su libro antológico El nuevo periodismo, cuya publicación en 1976 causó auténtico furor en las aulas; en las entrevistas y reportajes de Oriana Fallaci, Ryszard Kapuscinski o Gabriel García Márquez; en la límpida prosa periodística de Gaziel, Joan Fuster o Josep Pla; en el periodismo de investigación de Günter Wallraff y Leonardo Sciascia; en las dolientes crónicas sobre Vietnam de Michael Herr; en las hoy ya clásicas non-fiction novels de Truman Capote, Norman Mailer o Gay Talese… Gracias a todas esas voces distintas y a menudo distantes fui cayendo en la cuenta de que el periodista es, ante todo, sujeto empalabrador de una «realidad» no única y unívoca sino polifacética y plurívoca, previamente empalabrada por otros: tales son su responsabilidad, su gozo, su vértigo y su misión.
»En esas estaba todavía cuando algunos años después empecé a hacer mis primeras armas como docente universitario de periodismo, dedicación muy grata que me exigió revisar y estudiar a fondo la regular bibliografía sobre redacción periodística que a la sazón circulaba por estos pagos. Las preguntas sin respuesta que me habían inquietado en los años de carrera y primeros pinitos profesionales se tornaron interrogantes acuciantes: debía explicar al respetable discente reunido en el aula los arcanos de «la profesión», y además —nada menos— enseñarle a escribir, si es que tal cosa es posible. Pero los únicos pertrechos de que disponía para tan necesaria tarea eran los mismos y muy escasos que habían acompañado a mis profesores de antaño: sentido común profesional a espuertas, una bibliografía específica más bien rala y desmedrada y, en último pero no menos importante lugar, unas cuantas decenas de estudiantes aproximadamente tan perplejos y desorientados como lo había estado yo durante mis años de carrera.
»Así las cosas, empecé a orientar mis primeros pasos como investigador universitario estudiando las muy diversas y muy promiscuas relaciones entre periodismo y literatura, ámbito que me seducía por tres razones esenciales: en primer lugar, por su gran interés intrínseco; después, porque el estudio comparado de las relaciones entre periodismo y literatura permitía plantear cuestiones de gran calado sobre la naturaleza gnoseológica y estética de ambas actividades; y por fin, porque el abordaje de este territorio a la vez proceloso y prometedor exigía volver la mirada a disciplinas científicas y humanísticas —lingüística, retórica, filosofía del lenguaje, semiología, literatura comparada— capaces de cimentar sobre bases firmes los todavía adolescentes, balbucientes estudios sobre comunicación periodística.
»LITERATURA Y PERIODISMO. UNA TRADICIóN DE RELACIONES PROMISCUAS es fruto y epítome de todas las cosas que acabo de contar, y desde luego de muchas otras cuya mera relación sumiría en el tedio al lector mejor dispuesto. […] El libro intenta fundamentar el estudio de la extensa e intrincada temática abordada apoyándose en tres pilares principales, a mi entender imprescindibles para poner en pie este pequeño edificio de palabras. Así, he buscado cimentarlo sobre bases teóricas y metodológicas firmes, ahuyentando en lo posible el acomodaticio e insidioso sentido común. He intentado narrar su historia, tan plural e innumerable que apenas me ha sido posible trazar un borrador incompleto e impresionista. Y he procurado, en fin, analizar, describir y explicar la anatomía y fisiología de una parte significativa de los textos traídos a colación, usando para ello algunos preciosos instrumentos prestados por los estudios lingüísticos, retóricos y literarios. Deseo aclarar, en cualquier caso, que no me ha movido el vano empeño de decirlo todo sobre una temática a todas luces inabarcable, sino simplemente el propósito de destilar un conocimiento esencial acerca de ella, susceptible de ser completado y mejorado por ulteriores investigaciones propias o ajenas.»
Y agrego ahora
La estructura expositiva de este nuevo libro, La palabra facticia, se propone transitar esas tres mismas vertientes y articularlas de manera inteligible, como hacía en 1999. Y sin embargo, además, he decidido introducir algunos cambios relevantes, congruentes con mis presentes inquietudes y con las mutaciones que han experimentado tanto el campo periodístico-literario como el campo comunicativo entero. El siguiente es, grosso modo, el mapa de cuestiones que la presente obra explora, en el marco de sus distintas secciones.