Mi ataúd abierto. Gabriel Torres Chalk
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Un poema, que junto a la poética general de Emily Dickinson, contribuye a contextualizar, localizar, visualizar e interpretar los procesos de expresión elegíaca en los años posteriores, especialmente teniendo en cuenta que la modernidad de esta autora no fue comprendida en su momento. La profunda introspección de estos poemas sobre la indagación en la muerte, junto a un intenso trabajo psicológico en función de esa tensión tradicional entre fe y razón, que de forma efectiva cantó Bradstreet, han creado espacios que posteriormente han nutrido a la elegía moderna. Este es un proceso intenso que Paul Derrick ha descrito con gran acierto: “If her reclusion allowed her to write poetry, then the composition itself of that poetry became, for her, eternity’s disclosure of immortality. Shrinking away from a transient world, she fixed that world into amber scenes of immortality with her verse.9“
Es interesante que Emily Dickinson influyera tanto a Robert Lowell en ciertas fases de su creación poética y que, por otra parte, ocurriera otro tanto en la influencia de Anne Bradstreet sobre John Berryman. En ambos casos es fundamentalmente la inmersión en la elegía la que configura el camino de superación de las resistencias para construir alternativas a la nada. Lowell acudirá al mito para desarrollar su madeja vital y estética, a la cual deberá volver (estirar) décadas después para encontrarse como el Minotauro en su laberinto.
De forma genérica, Jahan Ramazani (1994) denomina al “subgénero” que surge tras la segunda posguerra como American Family Elegy. Un camino que Robert Lowell abre aproximadamente hacia el año 1945, actualizando acaso la avanzada descripción que Coleridge realiza respecto al género como una forma de poesía “natural to a reflective mind”. Cada libro de poemas en la poética lowelliana contiene sus movimientos y particularidades, sin embargo desde el principio existe un proceso de construcción de una anti-elegía que podríamos definir como subversión y sistemática transgresión. Una paradoja típica del poeta de Boston, ya que se trata de un proceso que construye y deconstruye simultáneamente cuyo resultado o efecto es la consecución de una revolución del género elegíaco: “Postwar elegists have constructed their discourse against many other cultural forms that quietly simplify, rationalize, or occlude the intimate experience of death and mourning” (Ramazani 1994: 225).
“I’m cross with god who has wrecked this generation. / First he seized Ted, then Richard, Randall, and now Delmore. / In between he gorged on Sylvia Plath. / That was a first rate haul. He left alive / fools I could number like a kitchen knife / but Lowell he did not touch” (John Berryman. “Dream Song” 153, His Toy, His Dream, His Rest). Con estos versos uno de los sujetos líricos de esta secuencia destaca la muerte como marca generacional de algunos poetas contemporáneos. La naturaleza, esencia, contenidos y flexibilidad del género elegíaco garantizan la supervivencia del mismo. Podemos considerar a la elegía como un espacio discursivo susceptible de infinitas mutaciones pero con un espejismo en el horizonte tan nítido como difuso, tan sencillo como complejo y en ocasiones tan real como imaginado: la muerte. Es esta esencia la que convierte a la elegía en un extraordinario registro de las transformaciones de cada sociedad, un barómetro que mide los grados de calor, la fiebre, del sufrimiento. Recoge las diferentes formas de reacción y reflexión ante algo tan vital para nuestra identidad como es la muerte. Sin duda, a través de la elegía vemos el mundo desde los ojos y desde el imaginario de la persona o colectivo que la expresa, anulando así la convención temporal en la palabra que vuelve a invocar el lector. Desde el formato del salmo bíblico hasta los sofisticados rituales de las tribus del Amazonas, los cantos elegíacos exorcizan el sufrimiento desde la articulación verbal del dolor. A su vez, muestra ciertos procesos y espacios de construcción o disolución de la identidad a partir del ritmo y la pulsación de la tragedia. Es decir, provee el marco necesario para expresar la ausencia. Pero además funciona como cordón umbilical en la relación esencial y decisiva entre el ser humano y la divinidad, entre el ser humano y el vacío, entre el “ser y el no ser”, entre el “ser y la nada”: “no, no, no” son las palabras del Rey Lear como concentración de la tragedia y el dolor en la obra de Shakespeare. Una partícula negativa conteniendo toda la intensidad y significado catártico de la tragedia bajo el ojo implacable de la tormenta. La negación, la anulación de sí mismo que se recupera en el aullido (howl) cuando sus brazos sostienen el cuerpo inerte de Cordelia. En el centro de la reflexión sobre tal registro descubrimos los intensos diálogos entre cuerpo y espíritu junto a esquemas y laberintos heredados sobre la interpretación del desarraigo, de la desposesión, del vacío y sobre todo de la ausencia. Esta relación ha dado lugar de forma especialmente intensa, a partir de la subversión del romanticismo, a fascinantes exploraciones sobre la ontología de la corporalidad. Tengamos en cuenta que ausencia hace referencia a la ausencia de cuerpo en toda la complejidad del concepto.
Reflexión o meditación, grito o angustia, sufrimiento o recreación en el dolor, gran parte de los poetas de la generación de Robert Lowell, o bien la denominada “Middle Generation”, “Wrecked Generation”, o bien junto a la generación siguiente bajo la rúbrica de “Confessional Poets”, de forma intensa y, en general, de forma tanto meditada como impulsiva, asimilan la elegía a la cotidianidad. La vivencia cotidiana es asimilada por la palabra poética en el marco de la elegía. Se trata, además, de una elegía que se define por procesos de subversión. Estos poetas son conscientes de la universalidad del dolor en su trazo individual. La muerte desde el contexto radical de la Segunda Guerra Mundial (Randall Jarrell), la muerte desde el contexto épico de la Ilíada o desde la muerte de sus familiares (Robert Lowell), la muerte desde la infancia a partir del suicidio del padre (John Berryman), la muerte desde el proceso de degradación del cuerpo de la madre debido al cáncer (Allen Ginsberg), la muerte desde la experiencia propia en el cáncer de próstata (Ramon Guthrie), la muerte en los campos de concentración (W. D. Snodgrass o William Heyen), la lista es inmensa.
Podríamos trazar, por otra parte, un puente de dimensiones imaginarias extraordinarias entre dos poetas de intenso calado: el poeta americano Edgar Lee Masters y en la tradición hispánica, el poeta argentino Juan Gelman. En realidad ese gran puente lo construye de forma retrospectiva y analógica en cuanto a la recuperación de la secuencia poética titulada Spoon River Anthology, para articularla en su propio lenguaje en el libro Poemas de Sydney West. Este puente fascinante se articula desde el concepto de ciudad-cementerio como símbolo de democracia, como espacio donde se anulan las clases y las categorías, y a la vez, en versos de Juan Gelman, se recategorizan los conceptos y las palabras. Spoon River es, entonces, el río que transcurre y discurre a lo largo de la colina donde se encuentra el cementerio: “All, all are sleeping, sleeping, sleeping on the hill”. Esta secuencia poética se inspiró y se basó parcialmente en The Greek Anthology, una compilación de epitafios y epigramas griegos y bizantinos, que concluye con un epílogo dramático que invoca la eternidad a través de unos versos previos a modo de homilía en un cuarteto en tono puritano y moralizante: “Worship thy power, / Conquer thy hour, / Sleep not but strive, / So shalt thou live”. Finalmente el poeta recupera la palabra: “Infinite law, / Infinite Life”. Spoon River es también un lugar imaginario y ese espacio cotidiano y familiar reconocible en cualquier parte. Precisamente esta combinación de lo imaginario y lo familiar configuran la bisagra necesaria para elevarlo finalmente a un lugar mítico en un proceso de construcción verosímil y estética similar a las ciudades míticas de los grandes novelistas latinoamericanos como Gabriel García Márquez con Macondo o Juan Carlos Onetti con Santa María por poner sólo dos ejemplos. Desde esta perspectiva, la intención de Masters parece ser la de expresar en 1915 la vida y las costumbres de la contemporaneidad americana donde cualquier ciudadano pudiera reconocerse e identificarse. En realidad se trata de la articulación de mecanismos artísticos como registros de la realidad desde diferentes miradas o gestos en la estela del dibujante y pintor americano Norman Rockwell. El proceso se activa desde la individualidad hacia la colectividad de tal forma que el mensaje en un epitafio nos provea de la posibilidad de conocernos un poco más, especialmente a través de una lectura irónica y humorística que convoca