Muchos son los llamados. Scott Hahn
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Por ello, tanto entonces como ahora, el principal trabajo del sacerdote es litúrgico y sacramental. Un sacerdote puede ofrecer consejo, gestión, recaudación de fondos, y muchas otras cosas, pero se trata de trabajos puramente secundarios en su vida, ya que ha sido ordenado para el ministerio sacramental.
Así ocurrió en tiempos de Jesús, y así viene ocurriendo desde entonces. Este entendimiento del ministerio, sin embargo, era bastante reciente en tiempos de la Nueva Alianza. De hecho, se usa la misma palabra tanto en hebreo como en griego para describir el culto ritual y el trabajo manual. El término puede interpretarse como servicio (trabajo servil) o como liturgia. Incluso a día de hoy, nos referimos a nuestros actos de culto público como «servicios» y como «liturgias».
Por cualquier otro nombre
Esta dimensión sacramental es lo que convierte el ministerio católico en «sacerdotal». Cuando los autores bíblicos hablaban de los «ministros» del tabernáculo o del Templo, utilizaban una palabra especial para describirlos. En griego era hiereus, cuyo significado literal es «persona sagrada». Pero en inglés se suele traducir esta palabra como «priest», y en español, como sacerdote. Este título no significaba que esos hombres fuesen especialmente sabios, bondadosos o justos. Simplemente significaba que eran personas escogidas para las funciones sagradas. Su trabajo era sagrado porque Dios así lo había ordenado, no por ningún valor intrínseco del sacerdote.
Por ello, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, los términos sacerdote y ministro se utilizan hasta cierto punto de manera intercambiable. Los sacerdotes cumplían con el ministerio expiatorio, prestando un servicio a la entera comunidad. San Pablo comprendió su misión en sentido sacerdotal. Habló de su llamada como de «la gracia que me ha sido dada por Dios de ser ministro de Cristo Jesús entre los gentiles, cumpliendo el ministerio sagrado del Evangelio de Dios» (Rm 15, 15-16).
Con la llegada de Cristo se produjo un «cambio en el sacerdocio» (Hb 7, 12). El propio Jesús era ahora sacerdote de la Nueva Alianza. De hecho, San Pablo habló de Jesús como sacerdote expiatorio a la vez que víctima expiatoria (cfr. Ef 5, 2).
Pero Jesús también compartió su sacerdocio con aquellos hombres a quienes designó como apóstoles; les ordenó que observaran los ritos que él estableció, los sacramentos de la Iglesia, los sacramentos de la Nueva Alianza. Como sacerdote de Cristo, San Pablo podía reclamar los derechos anteriormente reservados solo al sacerdocio del Templo de Jerusalén. «¿No sabéis que los que se dedican al culto reciben el sustento del culto, y que los que sirven al altar participan del altar? Así también ha ordenado el Señor a los que anuncian el Evangelio, que vivan del Evangelio» (1 Co 9, 13-14).
El término inglés priest (presbítero en español) procede de otro término del Nuevo Testamento, del griego presbuteros (que los latinos redujeron a prester). La palabra aparece con frecuencia en el Nuevo Testamento, y suele traducirse como «el mayor». En la Carta de Santiago (5, 14), por ejemplo, se describe a los hombres (sin duda alguna en referencia a los cristianos más maduros) que recibieron la llamada al ministerio sacramental. Ahí los vemos ungiendo a los enfermos y perdonando los pecados.
¿Qué hace a un sacerdote ser lo que es?
A diferencia de los sacerdotes de la Antigua Alianza, el sacerdocio de Jesucristo no le llegó a los hombres por herencia o descendencia carnal. Les llegó por vocación. Cristo miró a los hombres a los ojos y les dijo: «Seguidme» (por ejemplo, en Mt 4, 19 y 9, 9). De ahí en adelante, fueron separados para el servicio.
Llegado el momento oportuno, esos hombres transmitieron su ministerio sacerdotal mediante un rito sacramental: la imposición de manos (cfr. Hechos 6, 6). Los apóstoles impusieron sus manos ritualmente sobre aquellos hombres que se convertirían por ello en sus colaboradores y sucesores. Mediante este rito de ordenación, los apóstoles confirieron el don del sacerdocio a una nueva generación (cfr. Tm 1, 6). Y así se ha ido transmitiendo a través de los milenios, hasta llegar a los sacerdotes que nos sirven en la actualidad.
Mediante esta acción, quienes son ordenados reciben el Espíritu de Jesucristo, y de este modo reciben el poder para realizar acciones que resultan totalmente divinas.
Tan estrecha es su comunión con Jesús que le representan (le re-presentan). Cuando San Pablo perdonaba pecados, aseguraba hacerlo en prosopo Christou (2 Co 2, 10). Este término griego, prosopo, está plagado de connotaciones. Literalmente significa «rostro», pero también puede significar «persona» o «presencia». En nuestro idioma, estas palabras y otros términos cercanos tienen significados que se solapan. Si estoy presente, estoy aquí en persona. Y mi persona es otra palabra utilizada para definir el rostro que te muestro.
La Biblia latina tradujo esa frase como in persona Christi. Por tanto, la tradición siempre la ha leído como en la persona de Cristo (cfr, por ejemplo, el Catecismo de la Iglesia Católica, 1142, 1348, 1548, 1563, 1566 y 1591).
Así es como San Pablo entendió su sacerdocio, y así es como lo entendemos a día de hoy: ser la presencia, la persona y el rostro de Cristo, Sumo Sacerdote. Por el sacramento de las Sagradas órdenes, un hombre ejerce la misión confiada por Cristo de manera única y permanente, recibiendo el poder de realizar lo que sólo Cristo tiene el derecho y el poder de hacer. Por tanto, la tradición católica se refiere al sacerdote como alter Christus (otro Cristo). En palabras de San Ignacio de Antioquía (contemporáneo de los apóstoles), mediante el orden sagrado un hombre se convierte, como Cristo, en la viva imagen de Dios Padre (cfr. CCC 1549, Jn 14,9, Col 1, 15). De ahí que no dudemos en dirigirnos a Él como «Padre».
Se trata de un privilegio, sin duda alguna, pero no es un privilegio que pueda merecerse. Es un regalo de Dios, y es también un ministerio, un servicio a la Iglesia. Dios lo otorga para que el sacerdote pueda fortalecer la santidad de los cristianos dispensando la gracia desde las propias manos de Cristo mediante las aguas sagradas del bautismo, el pan vivo de la Eucaristía y los aceites sagrados de la unción.
Trabajar para lo más Alto
La Iglesia católica ordena el rango del clero mediante una jerarquía. Ahora bien, si queremos entender lo que verdaderamente significa este término, tenemos que desprendernos de algunos de sus usos más comunes. Cuando hablamos de jerarquía en un negocio, tal vez evocamos la «escalera corporativa», a la que los ejecutivos se aferran para subir hasta lo más alto, pisando si es necesario las espaldas de sus subordinados. Cuando hablamos de jerarquía en el campo político, la imagen no es mucho más alentadora. Nos imaginamos la «maquinaria política» dirigida por gobernadores todopoderosos, una máquina que tritura a los candidatos antes de escupirlos lejos.
Desafortunadamente, en ocasiones nos vienen a la mente estas imágenes cuando pensamos en la jerarquía eclesiástica. Cuando esto ocurre, concebimos el ministerio como una gestión, según el modelo corporativo o político. A cierto nivel, esperamos que no sea más que una meritocracia, donde se otorga el poder al más cultivado, y tal vez así queremos que sea.
Sin embargo, no es así como funciona la jerarquía en el ámbito espiritual. La propia palabra deriva de dos términos griegos que significan «orden sagrado». Este orden sí que es piramidal, pero a diferencia de los gráficos corporativos o políticos, la pirámide está boca abajo. Quienes han recibido dones espirituales superiores deben servir a quienes han recibido menos dones. Jesús dijo a sus apóstoles en su primera clase de ordenación: «Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos» (Mc 9, 35).
Sí, el sacerdote sigue de forma muy especial las directrices de Cristo, Hijo