La chusma inconsciente. Juan Pablo Luna

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uruguayo me pregunte ¿cómo aguantas vivir en una sociedad tan individualista y desigual? ¿Por qué vives ahí, donde todo está tan jodido a pesar del crecimiento económico? Más allá de razones personales y de la fascinación analítica que siempre me ha producido tratar de entender las contradicciones profundas de esta sociedad, mi respuesta a esa pregunta siempre termina en los jóvenes. Desde hace mucho tiempo siento que Chile viene cambiando con su juventud.

      Pero ese cambio no es solo generacional. Recuerdo claramente una mañana del 2011 cuando volviendo en taxi desde el aeropuerto nos topamos con una de las manifestaciones estudiantiles de aquel año. Cuando el taxista me dijo «jefe, vamos a tener que desviarnos porque están los cabros protestando», al igual que ante el colega en LASA me llamé a silencio. Años de conversaciones similares me hicieron anticipar el consabido «cabros de mierda, por qué mejor no se ponen a estudiar». Pero ese día la cosa cambió y el taxista me confesó: «¿Sabe?, yo estoy con ellos. Tengo dos hijas, ambas profesionales universitarias. Me he sacado la mugre para pagarles la universidad. Ellas también. Pero no encuentran trabajo».

      El problema y la demanda ya no era de los estudiantes, sino también de sus mayores. Y la contracara de esa situación estaba en jóvenes que habían visto trabajar a sus abuelos toda la vida, y ahora los veían comenzar a recibir pensiones miserables. Si no se quebraban con una enfermedad, las familias quebraban por arriba con las pensiones y por abajo con las deudas que dejaba (la mala) educación. En la precariedad de las experiencias familiares, estirada a punta de créditos de consumo y tarjetas de casa comercial con tasas de usura, y en su contraposición con el discurso de éxito del modelo, había un potencial de agregación de múltiples descontentos. Esa agregación terminó de cristalizar en el estallido del 18 de octubre de 2019.

      No obstante, en sí mismo, el estallido sería lógicamente incapaz de generar una síntesis que lograse integrar y superar a la tesis del modelo y a su antítesis. Esta limitación es fundamental para comprender su derrotero y sus posibles consecuencias futuras (las que abordo brevemente al final del libro). Los recordados eslóganes «Son tantas hueas que no sé qué poner», «Nos quitaron tanto que terminaron quitándonos el miedo», reflejan por un lado la potencia del carácter antitético del movimiento, pero, por otro, la patente incapacidad de síntesis.

      Tras el estallido también comenzaron a aparecer crónicas y análisis desde las asambleas territoriales, desde regiones, desde zonas de sacrificio, que tensionaban las interpretaciones más convencionales sobre el tipo de demanda y solución que se buscaba desde el mundo popular (ver los trabajos publicados por Sergio Toro y Macarena Valenzuela en Ciper Académico). En esas crónicas se verifican la potencia del estallido, pero también sus limitaciones. La rabia contenida (y ahora desembozada) durante años de «desesperanza aprendida» (Toro y Valenzuela, 2020) y el fuerte carácter antiinstitucional del movimiento, hacían difícil ser optimista respecto a un componente necesario (aunque insuficiente) para la síntesis: un proceso exitoso de institucionalización del estallido. Esas mismas crónicas ponen en entredicho las posturas y eslóganes ideológicos de quienes, desde arriba (y especialmente, desde la izquierda), pretenden interpretar y representar una demanda que desconocen en base a repertorios que están tan cuestionados como «el modelo».

      Sin embargo, contra todo pronóstico, la vía institucional fraguada el 15 de noviembre de 2019, y especialmente los aplastantes resultados electorales del plebiscito de 2020 y de la elección de convencionales de 2021, lograron legitimar una vía de salida al conflicto. La elección de la Constituyente fue primordialmente una elección destituyente de quienes eran percibidos como operadores políticos de la «coalición del abuso» que articuló el modelo durante estas décadas. Es en ese carácter destituyente que radica la legitimidad con que se inició el proceso constituyente.

      A su vez, el pésimo rendimiento electoral —más allá de las comunas del «Rechazo»— de las campañas con más apoyo de la élite empresarial, así como la irrupción de independientes, potenciaron una profunda representación descriptiva (la Convención Constituyente refleja a Chile mejor que cualquier otro órgano electo en la historia del país). Y esa mayor representación descriptiva otorgó a la Convención un piso adicional de legitimidad social.

      Mediante este resultado, la elección de convencionales permitió incorporar a la calle y a la protesta en la institucionalidad. Y si bien tentativo y provisorio, este resultado puede generar un poderoso efecto de demostración respecto a la revalorización de la vía electoral (aun cuando un porcentaje sumamente relevante de la ciudadanía sigue restándose). Quienes antes negaban la vía electoral como una forma de conseguir cambios en el país (porque con razón sentían que no importaba lo que votaran, la cosa seguía igual), hoy han descubierto el potencial disruptivo de su voto.

      El plebiscito de 2020 y la elección de convencionales de 2021 representaron una vocación de cambio y transformación social tan estridente, porque también lograron convocar a un grupo mucho más amplio que el que salió a protestar durante 2019. La calle y las urnas, que hasta hace poco funcionaban como repertorios separados y hasta antagónicos para la acción política, comenzaron a generar sinergias relevantes. A pesar de todos sus méritos, sin embargo, la capacidad de síntesis necesaria para articular un modelo alternativo para Chile sigue siendo limitada.

      En ese sentido, la fragilidad y evanescencia de las estructuras de representación política, así como la falta de alternativas funcionales para reemplazar o complementar adecuadamente el vacío de mediación, constituyen un desafío central. Las sociedades contemporáneas, no solo Chile, no están logrando canalizar legítimamente conflictos sociales que se han vuelto al mismo tiempo más fragmentados e intensos. Así, la institucionalidad de la democracia representativa heredada de las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX, y perfeccionada durante el siglo XX, se nos ha quedado corta. En otras palabras, las democracias liberales contemporáneas están teniendo problemas para vertebrar y mediar legítimamente conflictos intensos entre grupos e identidades sociales crecientemente fragmentadas.

      Por esta razón, hoy se ha vuelto frecuente explicar resultados electorales sorpresivos o cambios súbitos en las preferencias y la adhesión a liderazgos o referentes políticos recurriendo a la noción de «liquidez». Mi impresión es que tras resultados que nos parecen líquidos hay bastante más estructura de la que se presume. Pero es una estructura fragmentada. En cierto momento, en torno a una elección, liderazgo o evento particular, los fragmentos se agregan dando lugar a un resultado visible, cristalizado. Pero rápidamente esa sumatoria de fragmentos se desfonda. Los domingos de fiesta (electoral) dan rápidamente paso a lunes de resaca.

      En 2016 sugerí que dada su fragmentación y personalización creciente el sistema político chileno avanzaría más rápido hacia un escenario de «peruanización», de lo que el sistema peruano se movería hacia la anhelada institucionalización del sistema de partidos que (aparentemente) tenía Chile. La tesis de la «peruanización» ha ganado tracción, pero en un formato distinto: es el nuevo «Chilezuela». El punto de aquella columna era analítico y descriptivo, no normativo. Intentaba enfatizar los problemas que tienen las sociedades contemporáneas, en contextos de Estados débiles y desparejos y de sociedades fuertemente desiguales y fragmentadas, para anclar sistemas de partidos como el que varios imaginaban estaban presente en Chile.

      El fenómeno de la Lista del Pueblo en las elecciones para la Convención Constitucional refleja bien la fragilidad de la agregación electoral. Por mecánica del sistema electoral y generando una marca atractiva que le dio visibilidad, la Lista del Pueblo logró, en esa elección, sumar liderazgos muy bien enraizados en sus comunidades. Cada uno aportó sus adhesiones y prestigio local a la Lista, y entre todos lograron elegir un número tan significativo como imprevisto de convencionales. Pero bastaron unas semanas en la Convención y la búsqueda de un candidato presidencial capaz de representar al colectivo para que la Lista se quebrara escandalosamente. Cuando hay que ponerse de acuerdo en algo la agregación dura poco. La legitimidad se desfonda rápido cuando la superioridad moral se encuentra (siempre muy rápido) con las miserias humanas

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