La chusma inconsciente. Juan Pablo Luna

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de esa información con datos estatales asociados a su RUT(solo a modo de ejemplo, el Servel está obligado a publicar el padrón, con RUT y dirección de residencia, antes de cada elección; otras muchas bases de datos estatales en que su RUT está asociado a múltiples características personales y familiares circulan públicamente, pueden «scrapearse» de portales estatales o ser solicitadas por Transparencia, o ya han sido filtradas, a la mala, a privados). Asocie ahora, a los datos previos, características de su sector de residencia, las que pueden imputarse desde fuentes estatales (censos, encuesta Casen, informes de fiscalía o Carabineros sobre hechos delictuales en el sector, resultados electorales a nivel de mesa y centro de votación, etc.) y desde fuentes privadas (imágenes de infraestructura y equipamiento urbano vía, por ejemplo, Google Street View, densidad y contenido de tuits asociados a cada barrio, consumo promedio de productos en cada sector, series de Netflix más vistas en su segmento socioeconómico, etc.).

      La soberanía estatal depende del monopolio de la coerción, pero dicho monopolio siempre dependió de otro: el monopolio, por parte del Estado, de datos estratégicos sobre la población y el territorio. Las posibilidades para integrar, triangular y analizar datos son hoy prácticamente ilimitadas. Es por ello que, en la actualidad, la soberanía se juega más que nunca en los datos y en su regulación, porque hoy los privados tienen mayor capacidad de integración y análisis que el Estado, que debiera regular y cautelar su circulación. Y aunque el desafío es global, Chile nuevamente se ha quedado atrás en términos comparativos (en América Latina, por ejemplo, México y Uruguay son parte hace tiempo del grupo de Digital Nations).

      Los chascarros recientes de la política pública chilena también han dejado en evidencia problemas de calidad de los datos estatales (desde los trayectos de micros no mapeados por el MOP para la reforma del Transantiago, a la trazabilidad del COVID-19). La mala información estatal (recuérdese la frase que terminó acelerando la salida de Jaime Mañalich como ministro de Salud, respecto al «desconocido» hacinamiento presente en los sectores populares5) no solo asienta y perpetúa la desconexión de la élite respecto a sectores periféricos que solo se analizan (y conocen) a través de datos. Además, complica la llegada de las políticas públicas a los sectores donde más se las requiere. Y esto también le pena al «Estado municipal».

      Los alcaldes y alcaldesas de Chile salieron del estallido como la institución política mejor conectada con el día a día de la ciudadanía. Para los sectores populares, la municipalidad es su vínculo directo con la política y con lo público. No obstante, la investigación de campo en contextos de vulnerabilidad social indica consistentemente que el Estado (la «muni») también es percibido con resquemor por una ciudadanía que dice recibir malos tratos y «tramiteo», mientras observa la obtención de privilegios indebidos por quienes están «apitutados» o acceden al favor del liderazgo municipal. Parte esencial del «tramiteo» lo facilitan hoy sistemas de información poco integrados y con vacíos significativos. La corrupción también campea a nivel municipal.

      Los déficits de capacidad estatal son relevantes porque nuevamente desde la élite se tiende a empaquetar la discusión en torno a los problemas de Chile en virtud de la oposición entre más Estado o más mercado. Y en esa misma discusión, esa oposición se monetiza rápidamente en preferencias respecto a las tasas de imposición a las empresas e individuos. La ciudadanía, en cambio, más que reclamar más de uno y menos de otro, demanda mejor Estado y mejor mercado. Y mejor de uno es imposible sin mejor del otro: solo un buen Estado es capaz de regular y mitigar las diferencias y ventajas que genera el mercado, en lugar de potenciarlas como hace el Estado chileno —no solo a nivel macro, sino también a micro—, en su relación cotidiana con quienes no tienen más alternativa que recurrir a sus prestaciones y servicios.

      Una serie de columnas incluidas en esta compilación abordan un problema adicional del Estado chileno: la pérdida relativa de control territorial. Esa problemática no solo tiene que ver con la situación de la denominada «Macrozona Sur» y de las zonas en que se han afianzado bandas criminales. También hay indicios de pérdida de control territorial a nivel fronterizo, en torno al borde costero, en las tomas de terreno —sean de parques nacionales o en zonas urbanas o periurbanas—, en los loteos brujos, y en una serie de actividades asociadas al actuar de bandas de crimen organizado (por ejemplo, microcrédito, venta informal de remedios, máquinas de juego, tráfico de migrantes, impuesto de seguridad y extorsión, etc.).

      Respecto a la problemática del control territorial es importante subrayar un punto adicional. Esa pérdida de control no es propiciada unilateralmente por la fuerza presuntamente avasalladora de quienes compiten con y se enfrentan a los agentes del Estado («los malos», quienes en el latiguillo presidencial «no conocen ni Dios ni ley»). Por un lado, asignando recursos escasos, el Estado decide implícitamente dónde estar presente y dónde no. Recordemos, por ejemplo, con qué intensidad se cuidaban ciertos sectores de la ciudad de Santiago durante el estallido, mientras otros territorios quedaban abandonados a su suerte.

      Por otro lado, la pérdida de control territorial no resulta de la ausencia física del Estado, sino que muchas veces es propiciada por la colusión entre agentes estatales y actores no estatales involucrados en la actividad criminal. Es por esta razón que dotar de más equipamiento y presupuesto a las fuerzas de orden, en un contexto de pérdida de control territorial y en ausencia de otras medidas estructurales, termina usualmente fortaleciendo a los desafiantes del Estado.

      Chile presenta hoy niveles alarmantes de circulación de armas en la sociedad. Y si bien la información es escasa y parcial (en parte porque no hay control ni vigilancia civil de las fuerzas de orden), también existen indicios claros que una fracción no menor de las armas en circulación «se le perdieron» al Estado de Chile. Por todo esto, un componente de debilidad estatal primordial lo constituye la crisis de sus fuerzas de orden, hoy impugnadas por su doble implicación en violaciones a los DD. HH. durante las protestas, así como por irregularidades sistemáticas que incluyen desde montajes hasta connotados casos de corrupción. La corrupción y el abuso también están presentes en la relación cotidiana de las policías con los sectores sociales más vulnerables. Aunque nadie ande solicitando condenas públicas y enfáticas contra ese tipo de violencia (estructural), los repertorios de abuso constituyen pilares esenciales de realidad que aquejan cotidianamente a los más pobres.

      Cuarto, Chile vive hoy la crisis de su modelo de desarrollo. Tras décadas de crecimiento económico a punta de la exportación de productos primarios, retail y financiarización, desde 2015 el crecimiento económico se estancó significativamente. El estancamiento está detrás, sin duda, de la irrupción del descontento masivo. El modelo de crecimiento está agotado, más aún en el contexto del cambio climático y tras décadas de aguda presión sobre los servicios ecosistémicos en la explotación de productos primarios.

      Por un lado, descontando los connotados «unicornios», la matriz productiva chilena incorpora poco valor añadido. En este sentido, existe un desacople relevante entre las habilidades con que entrenamos a las nuevas generaciones y la necesidad de generar un modelo de crecimiento anclado en la innovación. Este desacople, que también se manifiesta en la brecha de expectativas de quienes apostaron a la educación y hoy no encuentran trabajos acordes a su formación, constituye una oportunidad perdida en términos de la capacidad de innovación.

      Por otro lado, a nivel de comunidades locales, la sobreexplotación de los recursos naturales y la baja capacidad para regular las implicancias sociales y ambientales de los proyectos extractivos, han generado un fuerte resentimiento contra la inversión productiva. En este contexto, los niveles de conflictividad social a nivel territorial se han incrementado marcadamente. Al mismo tiempo, los proyectos generan, a nivel local, procesos de fragmentación y conflicto en las propias comunidades, entre quienes apoyan los proyectos y quienes se oponen a ellos. Ese mismo tipo de fragmentación y conflicto local lo generan los conflictos sobre el acceso al agua, un recurso clave y crecientemente escaso.

      Así, contamos con una matriz productiva que genera niveles crecientes de disputa, que agrega

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