La chusma inconsciente. Juan Pablo Luna

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esa élite, a la que como extranjero, y como cualquiera que no haya sido criado en las redes de socialización del barrio alto, solo veía de lejos. Lo primero que me llamó la atención en estos últimos años es otro desdoblamiento. Desde la élite se realiza hoy una crítica feroz al rol de Piñera como catalizador de la crisis actual, haciéndose mención frecuente a su incapacidad patológica para entender dónde está parado y para actuar en consecuencia. Esa crítica, tan extendida hoy en sectores socioeconómicos altos, convive con el predominio, en esos mismos sectores, de tropismos, actitudes y visiones sobre la realidad del país que perfectamente podrían imputársele también a Piñera. Sin los rasgos más exagerados de la caricatura presidencial, la élite repite en su visión sobre la crisis interpretaciones cuya desconexión con la realidad es equivalente a la que atribuye en su crítica a Piñera.

      No obstante, también encontré en esos diálogos intentos honestos por comprender la crisis. Asistí a su vez a esfuerzos relevantes por contribuir con soluciones, antes y después del 18-O. Como en todo grupo humano —y esto es algo que quienes operan desde la superioridad moral desconocen hasta que les toca enfrentar la condición humana de alguien a quien han idealizado o satanizado—, hay de todo en la élite.

      Pero esa diversidad es poco visible a nivel social. El «efecto burbuja» que generan en Chile los medios de comunicación tradicionales (las redes sociales de quienes critican a las redes sociales), también a punta de medias verdades y de alguna noticia falsa, generan comportamientos «en manada» que contribuyen a disociar los discursos y actitudes de la élite de la realidad en que vive el resto de la sociedad. Si usted quiere encontrar anomia, en el sentido sociológico del término, así como numerosas referencias a la anomia en su sentido coloquial (como sinónimo de violencia callejera), basta darse una vuelta por los medios más cotizados de plaza y, especialmente, por su sección de «opinión».

      También me sigue sorprendiendo cuán parroquiales son el discurso y las referencias (culturales, teóricas, etc.) que circulan en ese mundo. Esto último salta a la vista al comparar las diferentes actitudes de las élites empresariales extranjeras con intereses e inversión en Chile (mucho más moderadas) y las de sus contrapartes locales. Para ponerle nombre, uno no se topa con tanto Juan Sutil por ahí afuera.

      Pero más que festinar con la desconexión y sobrerreacción de las élites (que por lo demás, no son las únicas que andan descolocadas), me interesa ahondar en los discursos predominantes con que buscan explicar (y expiar) la crisis chilena. Algunos de esos discursos, como argumenté arriba, hacen referencia a que lo que pasa en Chile es parte de un problema global. A modo de ejemplo, se habla de la crisis global de la democracia y se la vincula a las redes sociales y al advenimiento del populismo. Las redes sociales sin duda generan efectos significativos en la comunicación política y en la movilización social. Pero nada refleja mejor la exageración del efecto presunto y real de las redes que el papelón del denominado Informe Big Data4.

      El populismo ha cundido en el mundo contemporáneo. Pero ninguno de los dos (ni las redes sociales, ni el populismo) alcanza a proveer una explicación completa (las redes) o un diagnóstico acertado respecto a qué es lo que pasa en Chile (la irrupción del populismo). En cuanto a este último fenómeno, nos pasamos el año pasado temiendo la llegada del populismo y discutiendo sobre la definición y los ejemplos comparados de ese tan jabonoso como aterrador mal: primero fue la Jiles, luego Jadue y más tarde la Lista del Pueblo (llamativamente, la amenaza del populismo de derecha y del nativismo conservador, larvado en el Partido Republicano, no asusta a nadie). Pero al menos por ahora, «esto no prendió, cabros».

      A los chivos expiatorios globales se suman los nacionales. La tesis de la «modernización capitalista» es el equivalente funcional a la tesis de «la trampa de los ingresos medios». Y, nuevamente, es parcialmente cierta. Quienes se movilizan y protestan están mejor educados y acceden a mayor bienestar material que sus padres. Pero por eso mismo, ahora visibilizan desigualdades que antes solo intuían, y las politizan. La evidencia es abrumadora.

      No obstante, también es cierto que estos «aspirantes a élites» topan con techos de cristal que reproducen redes de privilegio, las cuales traicionan, una y otra vez, la promesa meritocrática. Esas redes de privilegio y su operación se resignifican en clave política y colectiva en los múltiples escándalos de corrupción que las dejan expuestas. La mejora —hay que reconocerlo— ha sido, además, tentativa: se ha financiado a punta de deuda y es frágil ante cualquier contratiempo personal o familiar.

      Es así como los jóvenes politizan desigualdades y vulnerabilidades que se encuentran fuertemente asociadas a la imagen de una «coalición de abusadores». Esa coalición, nucleada en torno al «modelo» y al «sistema» y nombrada como «la élite», aparece, en los discursos emergentes, en un mismo paquete que integra referencias a los políticos, los partidos, los empresarios, los jueces, los fiscales, los medios de comunicación, los «pacos». Y cuando preguntamos qué vincula a esos actores, surgen las referencias a «las clases de ética», «la cocina», «el CAE», «las AFP», «la salud», «la corrupción» y «la colusión».

      Al comienzo del proceso de la Convención Constitucional, en el marco de la Plataforma Telar del Instituto Milenio Fundamentos de los Datos, y en base a los ejercicios de escucha ciudadana que estamos desarrollando, pedimos a individuos de sectores populares y medios enviar un whatsapp a su constituyente electo. Las respuestas, de modo abrumador, comenzaban con el fraseo «que no…»: «que no robe», «que no se olvide de nosotros», «que no sea corrupto», «que no lo vea como un negocio», «que no juegue con nuestras esperanzas». Quienes pedían algo en clave positiva apuntaban a lo mismo: «que escuche», «que se ponga en mi lugar», «que se acerque», «que haga un esfuerzo por llegar a nosotros», «que cumpla sus promesas de campaña». En estas expresiones no hay polarización izquierda-derecha. Lo que hay es un rechazo a las formas, estilos y figuras de la política tradicional y la esperanza de una política distinta.

      Es por esta razón que el recurrente latiguillo de la «polarización» o del «vaciamiento del centro», nuevamente predominante en el análisis político convencional, no logra dar cuenta del fenómeno subyacente. No es una polarización ideológica, lo que hay es una impugnación a un estilo de hacer política asociado a la clase y a la distancia social. Y cuanto más intenten los políticos desconectados empatizar con una ciudadanía que desconocen, en base a una polarización ideológica bastante trivial y superficial por lo demás, más profundizarán la brecha (aunque en un contexto de desesperanza y crisis, los discursos polarizantes eventualmente puedan prender).

      La contracara de quienes polarizan la conforman quienes llaman al diálogo, a retomar las formas, los consensos, la cohesión social. Contra la violencia y la odiosidad, el antídoto es dialogar y conversar. ¡Tenemos que hablar! Nuevamente hay mucho de atendible en este llamado, pero quienes lo realizan con fruición usualmente niegan lo obvio. El problema no es que se haya suprimido socialmente el valor del diálogo y el consenso, sino que lo que ya no se tolera más es el diálogo («y la transaca») entre los mismos.

      Tampoco resiste ya una conversación donde unos explican y otros asienten, según su estatus o posición social. O abrir conversaciones para saber lo que piensan los excluidos, para que luego, con esa información, los de siempre formulen diagnósticos y propuestas. El problema con el diálogo no es que se niegue su valor: lo que está en entredicho es el carácter excluyente de un diálogo en que siempre los mismos tenían la razón y explicaban al resto. He ahí, nuevamente, una de las claves de la adhesión lograda por la Convención Constituyente al conocerse la diversidad y cercanía con el Chile real de quienes resultaron electos como representantes.

      Esa adhesión no está anclada en la negación del diálogo, sino en la heterogeneidad social, de género y étnica de quienes fueron electos para dialogar. Ese diálogo, no obstante, no debe ser meramente una conversación. Porque en una democracia que funciona bien, se negocian intereses y no siempre ganan los mismos. La debilidad de la democracia de los consensos estribaba en que su vocación

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