La chusma inconsciente. Juan Pablo Luna

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La chusma inconsciente - Juan Pablo Luna

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esta descentralización puede contribuir a empeorar la situación, abriendo la puerta a dinámicas de movilización política fuertemente locales y personalistas, que arriesgan reproducir la desigualdad (social y territorial) más que mitigarla.

      Por otro lado, muestra que es relativamente falaz esperar que en sociedades desiguales como la chilena, en que los partidos pueden segmentar sus estrategias de campaña, la democracia contribuya progresivamente —vía la manifestación electoral de las preferencias del votante promedio— a disminuir la desigualdad socioeconómica. En realidad, lo que ha ocurrido, durante mucho tiempo, es que las estrategias segmentadas permitieron esconder el problema distributivo y reducir la conflictividad.

      La aguda segmentación que exhibe Chile da cuenta de la desaparición casi completa de una plataforma programática, una identidad partidaria y un mensaje claro hacia los votantes, todos elementos que alguna vez caracterizaron a los partidos. Las personas se pueden preguntar hoy en qué cree un partido que, por ejemplo, le habla a la élite de la urgencia de flexibilizar el trabajo, pero que en los distritos populares, donde viven las personas cuyo trabajo será flexibilizado, compite en función de otras temáticas y estrategias de campaña, sin hablar de la flexibilización laboral.

      Lo cierto es que no se puede saber en qué cree el partido, porque su discurso varía según el escenario y porque los escenarios no se comunican. Cada uno vive en un universo paralelo y nadie está atento a lo que pasa en una comuna donde las personas tienen más o menos recursos que uno.

      Con el correr de los años y la fuerte localización y personalización de las campañas, los partidos han perdido cohesión y coherencia programática. No es que escondan su programa; simplemente no tienen uno que sea estructurado y consensuado. Y esto no es solo un problema de cara a los ciudadanos, sino también a nivel interno, pues abre la puerta a la indisciplina interna y al surgimiento de «díscolos», en un contexto —como se verá en las siguientes columnas— en que cada uno es dueño de sus votos y no le debe nada al partido.

      Así, los pocos electores que los partidos logran movilizar en las elecciones votan por una suma de motivos válidos, pero ese respaldo poco tiene que ver con el apoyo a una plataforma programática o la adhesión a una identidad colectiva. Entre muchos otros elementos, pesan la simpatía de cada candidato/a y, en las elecciones municipales, las promesas concretas, como viajes a la playa, sistema de bicicletas municipal, farmacia popular, nueva piscina, los avances o retrocesos en salud y educación comunal, las gestiones del alcalde o alcaldesa a favor del club de fútbol, el comité de vivienda, el centro de madres, el club de huasos o el centro de adultos mayores, la cesión de algún terreno a la Iglesia evangélica, el nuevo plan regulador comunal, la gestión de la basura, las nuevas áreas verdes y las iniciativas para mejorar la seguridad pública. Tal vez algún escándalo local cargue la suerte de uno que otro incumbente.

      Algo crucial, sin embargo, desaparece en medio de esta oferta concreta y segmentada: es la construcción de partidos programáticos capaces de articular plataformas y liderazgos que logren forjar coaliciones sociales amplias, más allá de regiones, circunscripciones, distritos y municipalidades particulares.

      Esos partidos programáticos son fundamentales para superar los desafíos de la representación política en contextos de alta desigualdad. Su ausencia es patente en el caso chileno. No obstante, las condiciones necesarias para la emergencia y construcción de partidos programáticos están largamente ausentes, tanto en la política tradicional como (¿todavía?) en los nuevos movimientos. Esto es clave para entender los alcances de la crisis de representación que hoy vive Chile y lo incierto de su «solución».

      Mientras tanto, a nivel local, cada municipalidad funcionará como un universo paralelo. Y los dirigentes de partido seguirán, también, viviendo en un universo paralelo al de la mayoría de los potenciales votantes.

      A quienes argumentamos que el capitalismo democrático pasa por una crisis profunda, se nos enrostra —por parte de colegas más optimistas— la continuidad del sistema tal como lo conocemos. Ese argumento es particularmente fuerte para el caso chileno, en el que por ahora no se han producido irrupciones populistas exitosas o signos marcados de recesión democrática.

      El problema con esta satisfecha defensa del sistema es que no considera el carácter inercial de una crisis. «Inercia» proviene etimológicamente de «inerte» y describe la situación de un cuerpo/objeto que no tiene la capacidad por sí mismo de alterar el estado (quietud o movimiento) en que se encuentra. Por supuesto, esta noción de crisis es la que describe un famoso pasaje de Antonio Gramsci en sus Cuadernos desde la cárcel: «La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados»9.

      En esta columna me interesa volver sobre algunos fenómenos que hicieron mucho ruido en Chile durante el verano pasado y que se han olvidado. Lo efímero de lo que nos indigna cotidianamente constituye una clave importante de la tesis que me interesa plantear aquí: aquello por lo que nos movilizamos por un rato (al menos en espacios que abaratan la indignación y la «movilización» como son las redes sociales), tras alimentar nuestro morbo y ansia de estimulación constante, sale rápidamente de la agenda y se olvida10.

      De la misma forma, es muy probable que pronto dejemos de hablar de lo que hoy nos indigna: la inclusión de los hijos del presidente Piñera en la comitiva oficial a China y la desprolija elección interna del Partido Socialista (PS). Nuestras iras cotidianas son síntomas mórbidos que indican la decadencia de lo viejo y la falta de articulación de lo nuevo.

      Las armas de los débiles

      Un ensayo clásico sirve para introducir el problema de por qué las cosas que nos indignan finalmente no cambian. Es el texto del politólogo Guillermo O’Donnell, titulado ¿Y a mí, qué me importa? Allí O’Donnell compara la sociabilidad en Brasil (retratada por el antropólogo Roberto DaMatta) con la de Argentina. Entre múltiples observaciones O’Donnell destaca algo fundamental: mientras el brasilero de clase alta restituye el orden social y pone al pobre en «su» lugar diciendo «você sabe com que esta falando?» (¿Usted sabe con quién está hablando?), cuando un argentino de clase alta dice lo mismo recibe como respuesta: «Y a mí, ¿qué (mierda) me importa?».

      O’Donnell argumenta que pese a ser diferentes formatos, ambos refuerzan la conciencia de la desigualdad entre estratos sociales. En la versión argentina, explica O’Donnell, «[…] el interpelado no niega ni cancela la jerarquía: la ratifica, aunque de la forma más irritante posible para el «superior» —lo manda a la mierda—». Luego, el autor concluye: «En Río, violencia acatada. En Buenos Aires, violencia reciprocada. ¿Mejor o peor? Simplemente, diferente. Pero con un importante punto en común: en ambos casos, estas sociedades presuponen y re-ponen, cada una a su manera, la conciencia de la desigualdad».

      En ambos formatos, uno «oligárquico» (Brasil) y otro «populista» (Argentina), la desigualdad entre clases perdura y se refuerza.

      Aunque el texto de O’Donnell es de 1984 permite, en mi opinión, echar luces sobre eventos largamente comentados en los medios y en las redes sociales durante el pasado verano chileno.

      Antes de hacerlo, me interesa también recordar un segundo clásico de las ciencias sociales contemporáneas: el libro Las armas de los débiles de James Scott. Publicado en 1985, el texto nos transporta a comunidades de campesinos del sudeste asiático, con el objetivo de entender por qué, aunque se encuentran en una situación de explotación que bordea la esclavitud, no se rebelan.

      Scott argumenta que los «débiles» sí

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