La chusma inconsciente. Juan Pablo Luna

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La chusma inconsciente - Juan Pablo Luna

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entre los que seguramente hay algunos acarreados y otros que añoran un pasado que se les escapa como el agua entre las manos.

      El problema que hoy enfrentan nuestras sociedades no es solamente que contamos con una institucionalidad analógica para una realidad digital. Como muestra el caso de RD, la solución para la «baja intensidad» y la tibieza de nuestras convicciones no es meramente tecnológica. Es también la ausencia de sustitutos normativamente aceptables y socialmente legítimos para el añejo modelo representativo tradicional. La sociedad actual parece no contar con proyectos colectivos y mecanismos de agregación de intereses que permitan canalizar de modo constructivo el malestar y el conflicto. En el pasado, ese era el rol de los partidos políticos.

      Tampoco alcanza con bajar significativamente los costos de participar. Hay una asimetría flagrante entre lo mucho que participamos para lapidar alguna iniciativa o a alguien caído en desgracia, y lo mucho que nos cuesta participar en procesos de construcción colectiva. Mientras tanto, como la interna del PS, el modelo analógico sigue funcionando por defecto, generando más curiosidad y extrañamiento que legitimidad. Es una pieza de anticuario en un contexto como el que genera la realidad social, económica y tecnológica actual. Pero permanece. Inerte.

      Para ser claros, no tengo un modelo alternativo que proponer y descreo fuertemente de las opciones que se están pensando15. Pero eso no me parece suficiente para solventar la esperanza de que la solución pase por reformar o renovar el sistema. Estamos básicamente atrapados en una lógica en que el sistema de mediación de intereses, crecientemente ilegítimo y debilitado, produce coaliciones electorales que cristalizan un domingo cada cuatro años y rápidamente se desmantelan o se quedan sin respaldo en la ciudadanía.

      Hoy es más fácil ganar una elección que gobernar. Y, por lo mismo, a quince meses de la instalación de un nuevo gobierno, ya estamos esperando una nueva elección y proyectando candidaturas. La ausencia de legitimidad genera una fuga hacia delante.

      Chile no está solo en este problema ni se encuentra en una situación límite como la de otros países que viven ya fenómenos de recesión democrática. En todo el mundo el sistema representativo ha perdido la capacidad de representar de modo legítimo las preferencias de la ciudadanía. Esas preferencias, por lo demás, son formateadas mediante procesos complejos (cuyos impactos recién estamos comenzando a dimensionar), sobre los que la política y los Estados-nación han perdido el control.

      La sociedad contemporánea enfrenta un problema civilizatorio —adicional al del cambio climático— para el que no tenemos respuestas normativamente satisfactorias. Las «salidas» que conocemos vienen del pasado, más o menos de los años treinta del siglo XX: son oscuras y se asocian a lo que los ecólogos denominan «colapsos poblacionales». Se trata del fascismo, el nacionalismo y el autoritarismo.

      Por otra parte, las salidas que imaginamos —por ejemplo, la incorporación de tecnología al proceso de formulación de decisiones democráticas— son hoy practicables, pero levantan fuertes cuestionamientos normativos. No obstante, esa no debe ser razón para buscar comodidad en la inercia. Hay que seguir intentando innovar, buscando reconstituir los ideales normativos de una democracia que se nos está volviendo imposible de practicar como antaño.

      Según datos de la Auditoría de la Democracia17, quienes no se identifican con ningún partido pasaron de ser un 53% en 2008 a un 83% en 2016. Además, casi nueve de cada diez chilenos creen que el Congreso y los partidos cumplen mal o muy mal con su función de representar los intereses de los ciudadanos.

      Si bien los porcentajes observados en 2016 fueron récord (y por definición están cerca del techo de cada indicador), la crisis que hoy viven los partidos políticos no es nueva; tiene raíces de larga duración y viene profundizándose hace años18. Tampoco es una crisis que deba explicarse por la aparición masiva de casos de corrupción. Estos casos, sin duda, han catalizado la desconfianza y el hastío ciudadano, pero el origen de la crisis es distinto. Su raíz es política y desde ahí se traspasa al sistema económico y social.

      Es, en esencia, una crisis de legitimidad, en que el sistema político no logra reconstituir niveles razonables de confianza ciudadana.

      Pensando la transición chilena y su problemática, el sociólogo Norbert Lechner escribió a mediados de los ochenta que la legitimidad era una «cuestión de tiempo». Afirmaba que construir un orden legítimo dependía de que los líderes tuvieran la capacidad de utilizar la confianza ciudadana para sincronizar los tiempos objetivos de la política (donde todo es más lento) con los tiempos subjetivos de la sociedad.

      Así, pensaba Lechner, los líderes conseguían legitimidad (y tiempo para hacer su pega) cuando persuadían a la sociedad sobre la necesidad de postergar sus expectativas en lo inmediato, en pos de la construcción de un proyecto más satisfactorio (de difícil aunque plausible construcción) en el futuro.

      Un buen ejemplo de esto se observa en el gobierno del presidente Patricio Aylwin. En su momento, construyó legitimidad convenciendo a los chilenos de que era necesario pasar por un periodo de normalización (luego de la dictadura militar), en que las demandas sociales y aquellas asociadas a la justicia respecto a las violaciones de DD. HH. debían contenerse, al menos durante la primera etapa de la transición. Con este movimiento, Aylwin logró sincronizar los tiempos sociales y políticos, creando niveles significativos de legitimidad.

      Remarco esta idea de Lechner porque resulta claro que hoy el sistema político chileno está fuertemente desincronizado. En la columna «Por qué la elite política no puede entender lo que quiere la sociedad» analizaré cómo el proceso de desmovilización hizo que la élite política se alejara de los ciudadanos y se identificara crecientemente con los intereses del empresariado, generando desconfianza, falta de empatía y dificultando la capacidad de las élites para interpretar y canalizar institucionalmente las demandas ciudadanas. Aquí el problema se abordará desde los ciudadanos, describiendo tres causas de la desincronización que se originan en ellos y los afectan principalmente a ellos: la compresión temporal, la vida en universos paralelos y el ascenso de los ciudadanos monotemáticos (single-issue citizens).

      La rendición de cuentas

      La institucionalidad democrática, al igual que la legitimidad, se estructura fuertemente sobre la base del tiempo. Examinemos, por ejemplo, las elecciones presidenciales. Si seguimos la conceptualización del politólogo Juan Linz, las elecciones generan mandatos, y en un régimen presidencialista como el chileno los elegidos (idealmente en base a un programa de gobierno) tendrán cuatro años para realizar dicho mandato o persuadirnos de las dificultades que les impidieron cumplirlo, antes de tener que someterse nuevamente a evaluación en las urnas. En este nuevo ciclo electoral, la ciudadanía evaluará al gobierno y decidirá darle continuidad u optar por la alternancia.

      Esta concepción de «la rendición de cuentas» está en la base de la institucionalidad de la democracia liberal y, sin embargo, se ha vuelto increíblemente anacrónica. Los problemas que enfrentó España para formar gobierno durante el 201619 demuestran que el parlamentarismo como una solución alternativa probablemente también se ha quedado corto. ¿Qué ha sucedido?

      El tiempo comprimido

      Una explicación plausible es que los tiempos sociales y políticos se han comprimido brutalmente. Las «lunas de miel» de los nuevos gobiernos probablemente sean hoy más breves y frágiles que en el pasado. Cualquier escándalo que se viralice en las redes sociales alcanza para acortar el periodo de gobierno que la ciencia política reconocía como clave para asentar a un gobierno y avanzar en su

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