Álvaro Obregón. Jorge F. Hernández

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Álvaro Obregón - Jorge F. Hernández

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y artista de poca monta a cometer el magnicidio, del que de forma inmediata se distanciaran tanto el gobierno de Calles como la Iglesia, para no verse inmiscuidos en un acto que, por sus repercusiones, podría afectar de modo irreversible sus acuerdos.

      Pablo Serrano Álvarez se enfrasca en el día del asesinato, ampliando la mirada hacia los diputados que organizaron la comida en La Bombilla y el minuto a minuto en que aconteció ese día. Rememora el legado del primer periodo presidencial de Álvaro Obregón, donde la pacificación nacional, el reparto de tierras, la institucionalización del ejército, la educación y el reconocimiento internacional fueron premisas, antes de un periodo de aparente retiro en su Quinta Chilla, donde, sin embargo, su popularidad y liderazgo llegarían para tentarlo de nueva cuenta. De manera detallada llega al festín en su honor, en medio de las huertas de Chimalistac, hasta que un joven casi anodino se asoma al interior para dibujar a los presentes como una forma previa de seducción, para acercarse poco a poco a su blanco hasta vaciarle la carga completa de su pistola a quien segundos antes se vislumbraba por segunda vuelta en la silla presidencial.

      Como coincidencia cruenta del destino, sería el médico Enrique Osornio, aquel que le amputó el brazo un día de junio de 1915, quien certificara su muerte en la casa del caudillo, donde trasladan al cuerpo con la esperanza ciega de revivirlo. Entre los presentes figura Rafael López Hinojosa, dentista de Guanajuato y abuelo de Jorge F. Hernández, quien a partir de este lazo y a falta de fotografías del día del magnicidio crea Simila, una ficción rítmica que imagina el retrato que no fue y la crónica de lo que pudo haber sido ese convivio dicharachero y previo.

      Será la pluma de Jean Meyer quien desglose punto por punto el expediente médico-psiquiátrico de José de León Toral, primero solicitado como un ardid de la defensa para tratar lo imposible: justificarlo, y luego como un detonante para analizar el clima social y político que rodeó el asesinato más importante del México de esos años.

      En conjunto, este libro brinda elementos suficientes para colocar en una mejor balanza la figura y el legado de un caudillo que supo serlo a cabalidad durante el periodo de las batallas revolucionarias, pero que también supo trascenderse a sí mismo tras el debilitamiento corporal y emocional que derivó de la pérdida del brazo, para erigirse como un estadista que supo estar a la altura de su tiempo al implementar las transformaciones que la gesta demandaba. Quizá su muerte lo salvó de un segundo periodo donde su legado se hubiera pervertido. Tiempo es hoy de compenetrarse en estas facetas y mirarlo con mayor amplitud a más de nueve décadas de su asesinato.

      Resulta más que imperativo agradecer a todas las personas, colegas y amigos, que de una u otra forma han permitido mi acercamiento a este personaje, para poder estudiarlo bajo diferentes ópticas a lo largo de mi carrera como historiador. De manera especial, a Rafael Pérez Gay por su sensibilidad e interés en sacar esta edición a la luz; a Luis Franco por sus esfuerzos editoriales y a mi familia por su cariño y paciencia.

      Igualmente agradezco a Martha Montero su valiosa ayuda para que los textos y el concepto del libro cuadraran. Le doy las gracias de manera especial a Anabel Cázarez Pérez por su trabajo invaluable. Sin su ayuda este esfuerzo editorial prácticamente hubiera sido imposible.

      Por último, quiero dejar constancia de mi agradecimiento permanente a mi maestro y amigo Álvaro Matute, con quien nació este proyecto y de quien aprendí las primeras luces sobre el general Álvaro Obregón. A Evelia Trejo, quien en muchas ocasiones fue testigo y cómplice de las enseñanzas que generosamente nos brindaba su colega, esposo y compañero de vida. Para ella todo mi cariño.

      De garbancero a presidente

      JAVIER GARCIADIEGO DANTÁN

      El Colegio Nacional

      Álvaro Obregón fue uno de los muchos miembros de la clase media rural —o sea, rancheros— que participaron en la Revolución de 1910. Tomó parte en ella por unos ideales democráticos, que entonces no tenía, que por sus deseos de ascenso social y económico. De repente lo vio muy claro: para lograr ese ascenso tenía que involucrarse en la política y en la milicia. Eso fue lo que hizo a partir de mediados de 1911, en la coyuntura de la caída del gobierno de Porfirio Díaz y el triunfo de los rebeldes antirrelecionistas.

      Tenía entonces treinta años y gozaba de plena madurez. En efecto, había nacido en 1880 en el rancho familiar —pequeña hacienda según algunos— de Siquisiva, pero a los pocos meses quedó huérfano de padre; el fallecimiento de su progenitor afectó negativamente la economía de la familia, de por sí difícil, pues Álvaro era el menor de una prole de dieciocho hermanos. Sus estudios fueron pocos y sus oficios muchos; además, por el entorno étnico del sur de Sonora, desde siempre tuvo contacto con los indios mayo, y llegó a tener cierta fluidez al hablar su lengua, la cahita. [2]

      Fracasado como agricultor, tuvo mejores logros como mecánico agrícola y llegó a ser el responsable de la maquinaria del ingenio Tres Hermanos, propiedad de sus familiares por el lado materno, los Salido, prósperos hacendados en la región. Sin embargo, él estaba decidido a ser ranchero y, de ser posible, hacendado exitoso. Para ello, con sus ahorros de hábil mecánico adquirió en 1906 un rancho, al que con desparpajo puso el nombre de ‘La Quinta Chilla’. [3] Aunque el éxito desmintió pronto el nombre del rancho, sobre todo gracias al invento de una máquina útil para la siembra del garbanzo, su vida distaba de ser feliz: por esos años enviudó y murieron dos de sus cuatro hijos.

      Álvaro Obregón necesitaba nuevos horizontes y éstos los encontró en la política, por entonces más que efervescente: se derrumbaba un régimen que había dado al país estabilidad y progreso durante treinta años, pero los mexicanos optaron por la incertidumbre de un cambio violento y radical. Como lo hicieron muchos, los hermanos mayores de Obregón no simpatizaron con el movimiento antirreeleccionista, pero sí buscaron ocupar los puestos políticos que habían quedado vacantes tras la derrota de la oligarquía local porfiriana. [4]

      Aprovechando el cabal respaldo de su hermano José, que había quedado como presidente municipal en Huatabampo a la salida de las autoridades locales porfirianas, Álvaro Obregón ganó las elecciones que por la presidencia municipal tuvieron lugar en septiembre de 1911. El proceso puede caracterizarse por dos elementos: fueron unas elecciones muy cuestionadas y fue decisivo el respaldo que le dieron los indios mayo, predominantes en aquel distrito. [5] Aunque el puesto no tenía mayor relevancia, medio año después cambió drásticamente su derrotero biográfico. En efecto, en el vecino estado de Chihuahua estalló la muy amenazante rebelión orozquista. [6] Para mejor combatirla, los gobernadores de los estados norteños procedieron a organizar fuerzas ‘irregulares’, leales a ellos y al presidente Madero. Obregón, en tanto presidente municipal de Huatabampo, no sólo organizó un contingente, sino que se puso al frente de él. Así se legitimó entre los elementos revolucionarios; no haber participado en la lucha maderista pasó a un segundo plano. Sobre todo, éste fue el origen de su fulgurante carrera militar. Rápidamente organizó una fuerza de poco más de cien hombres, la mayor parte mayos, quienes usaban todavía el arco y las flechas. Su nombre fue el 4° Batallón Irregular de Sonora y, como todos, fue adscrito al Ejército Federal, en particular a las filas del general Agustín Sanginés, [7] bajo cuyo mando estuvo varios meses. Aunque mucho se ha destacado la intuición militar de Obregón, lo cierto es que aquella experiencia militar en el Ejército Federal implicó un notable aprendizaje castrense. Por si esto fuera poco, en la campaña contra los orozquistas estableció sus primeros vínculos con otros jefes sonorenses, los que serían sus compañeros en los años por venir: uno de ellos fue el comisario de Agua Prieta, Plutarco Elías Calles. [8] El grado que alcanzó entonces fue el de coronel. Así regresó a Huatabampo, como el coronel Álvaro Obregón; pronto vendrían

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