Álvaro Obregón. Jorge F. Hernández

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Álvaro Obregón - Jorge F. Hernández

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al grado de morir totalmente endeudado, y lo que dejó, según su nuevo testamento, fue repartido en partes iguales para sus seres queridos, tal y como sucedió en 1916, pero en éste se le tuvo que restar alguna parte de la gran deuda heredada. [81]

      El presidente Álvaro Obregón, Harris & Ewing, 1921. Biblioteca del Congreso, Washington, EUA.

      El general y el intelectual

      ALEJANDRO ROSAS

      UNAM

      José Vasconcelos se encontraba en el exilio cuando se enteró del asesinato de Álvaro Obregón. Aunque habían atado su destino en 1920 para llevar a cabo una utopía educativa, poco duró la cruzada cultural. Vasconcelos fue Rector de la Universidad Nacional de México y luego secretario de Educación Pública durante el régimen obregonista (1920-1924), al que se sumó con abierto optimismo, pero las diferencias políticas, la imposición de Calles y la facilidad con la que Obregón apretaba el gatillo, los distanció de manera definitiva; Vasconcelos ni siquiera terminó el cuatrienio al frente de la Secretaría de Educación. En 1924 partió al exilio y nunca más volvió a ver a Obregón.

      A pesar de todo fue una combinación exitosa; el general y el intelectual; el hombre de la pistola junto al hombre de los libros. El hombre del poder que escuchó y dejó hacer al hombre del pensamiento. Las circunstancias fueron favorables y durante un par de años, a pesar del marcado idealismo de la cruzada educativa, fue un periodo luminoso, un momento en que se abrió la posibilidad de pensar un México distinto que Vasconcelos resumió en una frase: “Lo que este país necesita es ponerse a leer La Ilíada”. Leer, había llegado el tiempo de leer.

      EL CAUDILLO

      El asesinato del presidente electo en 1928, no sorprendió a Vasconcelos. “La desaparición de Obregón causó alivio en el público –escribió el otrora ministro de Educación-, levantó las esperanzas del país. Cuando conocí los detalles de su ejecución recordé aquella frase de Obregón: ‘En este país, si Caín no mata a Abel, Abel mata a Caín’. En efecto, lo había matado Abel. Toral era el hombre de paz, de vida pura que elige el asesinato como medio de purificación y acompañado de la inmolación de sí propio”.

      José de León Toral era una sombra. La sombra que le arrebató la vida al invicto general Obregón; al caudillo, al hombre carismático, alegre y elocuente. ¿Complot? ¿Asesino solitario? ¿Venganza? Todos eran sospechosos. Los fanáticos religiosos por su abierta oposición al jacobinismo de los sonorenses expresada con las armas en la mano desde 1926. El presidente Calles por mera ambición y manifiesta rivalidad. El líder obrero Luis N. Morones porque había perdido la carrera por la silla presidencial frente al “manco”. Incluso la vieja guardia revolucionaria tenía sus motivos: el ambicioso general modificó la Constitución para violentar el ya entonces sagrado principio de la no reelección y perpetuarse en el poder.

      El asesinato en todo caso se presentaba como el desenlace natural de una vida en que si “las balas no parecían tomarlo en serio” —como escribió Martín Luis Guzmán— la muerte menos. Durante sus ocho mil kilómetros en campaña —título de sus memorias— fue herido en varias ocasiones y por momentos tocó las entrañas de doña muerte. Obregón tenía más vidas que un gato.

      La revolución curtió su carácter. Por encima de su apego a la vida, estaba su desmedida ambición y si en el largo recorrido hacia la presidencia hubo obstáculos, no dudó en eliminarlos. “Obregón es extraordinario, tipo de temperamento sanguíneo y nervioso –escribió Ramón Puente-; hay en su espíritu contradicciones formidables, cualidades y defectos en confusión: valor, temeridad, audacia, junto con disimulo y sencillez; egoísmo llevado a la egolatría y afabilidad en el trato; desprendimiento y codicia; fuego y frialdad para disponer de la vida humana sin inmutarse. Cualquiera se pega chasco con su carácter efusivo y su apariencia simpática. Sabe dar y quitar lo mismo los honores que la vida”.

      El éxito guió su destino. En los negocios, en la carrera de las armas y en la política la suerte siempre estuvo de su lado. No estudió formalmente para nada. Era un improvisado con “el mejor sentido práctico del mundo”. Antes de unirse a la revolución fue mecánico, tornero, profesor, maestro de ceremonias y agricultor. Con su carácter jovial y alegre se ganaba el afecto de quienes lo conocían. No quiso incorporarse al movimiento maderista de 1910, pero en 1912 defendió al régimen de Madero combatiendo discretamente contra Pascual Orozco.

      Su momento, como el de muchos otros notables revolucionarios, llegó al estallar la revolución constitucionalista en marzo de 1913. A pesar de ser un improvisado, su capacidad para organizar ejércitos, ejecutar maniobras y enfrentar al enemigo era muy superior a la de los militares de carrera, situación que le provocó ciertas envidias. Los hechos, sin embargo, hablaban por sí solos, y Carranza —hombre práctico también—, depositó su confianza y futuro en el sonorense. En julio fue ascendido a general y en septiembre fue nombrado jefe del Cuerpo del Ejército del Noroeste.

      Cuando sobrevino la ruptura revolucionaria a finales de 1914, Obregón siguió a Carranza. No por una lealtad incondicional ni eterna, lo creía apto para restablecer el orden en términos políticos lo cual significaba a la larga su acceso al poder. Además, se veía a sí mismo con la capacidad militar suficiente para derrotar a Villa. En su pragmática visión se veía como el triunfador indiscutible. No tenía duda. En el primer semestre de 1915, el sonorense sostuvo las batallas más importantes de toda su carrera militar. Enfrentó al ejército villista en el Bajío y lo despedazó a un costo personal relativamente bajo: su brazo derecho.

      Con el restablecimiento del orden constitucional en 1917, se retiró a la vida privada para atender sus negocios particulares. Regresaba a su estado natal como el caudillo vencedor, admirado y aplaudido. Durante los siguientes dos años, su hacienda “La Quinta Chilla” prosperó como nunca antes. La producción de garbanzo se convirtió en su mina de oro. Indudablemente le gustaba la vida campirana, pero su desinterés por la vida pública era sólo una apariencia. Bromista, alegre, parlanchín, con una memoria deslumbrante, su lenguaje era el de la simulación. Decía todo sin decir nada, pensaba lo que decía pero no decía lo que pensaba. Se preparaba para ser político.

      “Me pareció un hombre que se sentía seguro de su inmenso valer —continúa Martín Luis Guzmán—, pero que aparentaba no dar a eso la menor importancia. Y esta simulación dominante, como que normaba cada uno de los episodios de su conducta: Obregón no vivía sobre la tierra de las sinceridades cotidianas, sino sobre un tablado; no era un hombre en funciones, sino un actor. Sus ideas, sus creencias, sus sentimientos, eran como los del mundo del teatro, para brillar frente a un público: carecían de toda raíz personal, de toda realidad interior con atributos propios. Era, en el sentido directo de la palabra, un farsante”.

      “AQUÍ TODOS SOMOS UN POCO LADRONES”

      Al acercarse la sucesión presidencial de 1920, el enfrentamiento con Carranza se tornó irremediable. El viejo quiso imponer un candidato civil sin considerar que el heredero natural del poder era Obregón. Con un “madruguete”, Carranza intentó procesar al sonorense por una supuesta conspiración contra el gobierno, pero siempre un paso adelante, el general huyó de la ciudad disfrazado de fogonero al tiempo que iniciaba la revolución de Agua Prieta en el estado de Sonora, encabezada por dos de sus más fieles hombres: Adolfo de la Huerta y Plutarco Elías Calles.

      El asesinato de Carranza en mayo de 1920 le dejó el camino libre. Obregón cumplió

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