El mediterráneo medieval y Valencia. Paulino Iradiel Murugarren
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SESMA, J. A., C. LALIENA y G. NAVARRO (2006): «Prosopografía de las sociedades urbanas de Aragón durante los siglos XIV y XV. Un balance provisional», en La prosopografía como método de investigación sobre la Edad Media, Universidad de Zaragoza, pp. 7-19.
PRESENTACIÓN
Un autor no reedita sus trabajos del pasado sin una cierta sensación de decepción y de mala conciencia, a la par que de fuerte dosis de indecisión y de riesgo. No sería honesto eliminar las afirmaciones que uno ha hecho o pensado hace diez o veinte años y sustituirlas o argumentarlas con reflexiones de 2016. Las bibliografías pueden ser actualizadas, puestas al día, pero las interpretaciones de cada momento también tienen su historia, y las intenciones que las inspiraron necesitan ser mantenidas para ver si las ocasiones fueron bien elegidas y si los objetivos propuestos han sido realizados. Siempre he pensado que la historia, o mejor la cultura histórica, es, en buena parte, historiografía más o menos renovada del pasado.
Esta recopilación de trabajos es manifestación parcial –y elección subjetiva– de una trayectoria de actividad investigadora desarrollada en Valencia desde mi llegada a la cátedra de Historia Medieval en 1981 hasta la actualidad. Pero también es un testimonio crítico de un discurso historiográfico intuido y progresivamente definido respecto al desarrollo general de la práctica de la historia medieval y de la cultura académica tal como se ha desarrollado y configurado, sobre todo en la España mediterránea, durante las últimas décadas. Si Valencia era el ámbito historiable –y conscientemente elegido– de implicación obligada, el Mediterráneo medieval fue descubriéndose poco a poco hasta alcanzar su propia consistencia y autonomía de estudio. Tanta como para determinar, al menos, la ambición de horizontes geográficos amplios y de metodologías nuevas, de intuiciones prometedoras, de planteamientos originales que han animado –y espero que continúen animando– una revisión historiográfica iniciada en los años ochenta y, ciertamente, no acabada todavía como seña de identidad de nuestra cultura histórica. El subtítulo de este libro (economía, sociedad, historia) quizá recoge mejor las tensiones generales –no carentes de angustiosos y desconcertantes vaivenes– que han afectado a nuestro oficio de historiadores en las últimas décadas, desde que el subtítulo de una famosa revista (économie, société, civilisation) ha ido cambiando en tormentosas mutaciones que llamamos tournants critiques, y que no han sido resueltas todavía. Cambios y mutaciones no se sabe muy bien de a qué cosa: ciertamente, no de comprensión (ni del pasado ni de nuestras realidades actuales), de reflexión o de actualización del trabajo del historiador. Manifestaciones de crisis de la historia, dirán algunos. Es verdad. Y asumir la crisis es una de las vías maestras para recuperar el sentido de nuestro trabajo, para lo que no valen esquematizaciones, caminos erráticos ni imponentes monumentos de microanálisis descriptivo.
Fruto de estas incertidumbres, la investigación medieval sobre el Mediterráneo se ha convertido últimamente en un correcalles, donde nadie parece querer estar ausente y que lo mismo sirve para proclamar relaciones interculturales algo ficticias, identidades territoriales o étnicas «imaginadas» que para destacar un esencialismo de pertenencia unitaria indiferenciada, especialmente con respecto al norte europeo. Pero tampoco es cuestión de abrumar al lector con una sobredosis –muy al uso– de identidades mediterráneas o con permanentes crisis de la historia. Sobre todo porque los trabajos que aquí se recogen, circunstanciales e intencionales al momento que los inspiraron, tampoco ofrecen una solución definitiva a problemas tan complejos como la integración regional (económica, técnica, cultural) en una entidad euromediterránea superior. Frente a interpretaciones pasajeras es necesario rescatar otras perspectivas que susciten una actitud crítica y únicamente el trabajo histórico es capaz de prepararnos para ello: ni las economías, ni las sociedades, ni los modelos pueden situarse fuera del estudio de los hombres en sus precisas coordenadas de espacio y tiempo.
La distribución de los capítulos de este libro no sigue una secuencia cronológica conforme a su redacción originaria. La primera parte agrupa una serie de reflexiones metodológicas y de historiografía que, sean todavía necesarias o parezcan ya lejanas y superadas, no dejan nunca de ser útiles. Esta parte se abre con dos capítulos, inéditos, que inician la recopilación. El primero, «Definir y medir el crecimiento económico» medieval viene a ser, en cierta manera, el resultado final de este primer apartado que entiende la historia como problema, más que como agregación de resultados parciales, y la actividad historiográfica como plataforma de discusión más que como narración que describe mucho pero explica poco. Al mismo tiempo, el capítulo retoma implícitamente viejas discusiones entre historiadores y economistas a propósito de la cuantificación a largo plazo de los factores productivos o de la aplicación de conceptos y modelos actuales a las sociedades preindustriales –tan diferentes a las nuestras en sus estructuras y en sus mecanismos– o del manejo de las fuentes antiguas y su cotejo con las realidades actuales por parte de los historiadores de la economía. Pero también expresa claramente el convencimiento de que, para medir el crecimiento o comparar las crisis del pasado con las actuales –tan de moda hoy en día sin que logremos comprender muy bien ni las actuales ni las pasadas–, es necesario que las ideas, los conceptos y las interpretaciones –los paradigmas se dice actualmente– sean actualizados tanto o más que las bibliografías al uso. El siguiente capítulo inédito –las identidades– sigue la misma línea crítica sobre un tema que en las dos últimas décadas abruma por su excesiva proliferación programática y variadas habilidades investigadoras. Bajo influencia de Marc Bloch, nos creíamos historiadores de los sistemas sociales y pensábamos que la historia social englobaba la totalidad orgánica de relaciones (económicas, políticas, institucionales, culturales) y que la disciplina funcionaba eficazmente como anillo de conjunción entre economía y política. Ahora se nos dice –con un extraño lenguaje de política actual– que esto es «la vieja historia social» y que la nueva, las identidades, se ofrece «como remedio a la crisis de las categorías sociales clásicas». Con la mirada puesta en esta típica manifestación de «historia líquida» –a mi juicio y parafraseando a Zygmunt Bauman–, este capítulo propone, en el fondo, una pausa en la sobredosis identitaria y un inicio de reflexión sobre una práctica historiográfica tan omnipresente como desconcertante por su evidente dispersión temática y metodológica.
Los capítulos 2, 4 y 5 son fundamentalmente discusiones críticas sobre algunos de los desarrollos recientes (en su época) del medievalismo peninsular, planteados con ocasión de balances en congresos y seminarios, sea a propósito de los debates sobre «La transición» (1986) o sobre la naturaleza feudal y señorial de la sociedad medieval (1993). Desentrañar las relaciones de la práctica histórica con la precedente tradición de estudios, destacar las líneas de tendencia y metodologías dominantes o descubrir las implicaciones y los condicionamientos ideológicos constituyen elementos tan necesarios para el conocimiento de los diversos temas afrontados como las aportaciones de las investigaciones documentales. Diez años más tarde, en el capítulo «Medievalismo histórico e historiográfico» (2003), los interlocutores cambian y el foco del problema se actualiza conforme a las reorientaciones de la investigación, pero permanece la reflexión y la crítica que mira a descifrar el planteamiento mental y los presupuestos teóricos más o menos implícitos que condicionan el concepto y la práctica de un medievalismo «feudal» y «feudalizador» de todo lo que encuentra. La distinción entre «histórico» e «historiográfico» nace de la exigencia de verificar la pertinencia conceptual de esta tendencia historiográfica, de confrontarla con la eficacia heurística de la práctica, y de la necesidad de reconducir cualquier investigación de tema o de ámbito geográfico y cronológico particular a una comprensión global del Medievo histórico. Para conseguir este objetivo, no hace falta señalar el uso prioritario que, personalmente y como grupo de investigación, hemos realizado de los protocolos notariales (capítulo 6). Además de constituir un método indispensable para la historia social, de las técnicas y de los factores de producción, las aportaciones prosopográficas que proporcionan los protocolos como