Conflicto cósmico. Elena G. de White

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Conflicto cósmico - Elena G. de White

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o morir en la estaca. Debilitado por la enfermedad, por los rigores de la prisión y por la tortura de la ansiedad y la incertidumbre, separado de amigos y descorazonado por la muerte de Hus, la fortaleza de Jerónimo se rindió. Se comprometió adherir a la fe católica y aceptar la decisión del concilio al condenar a Wiclef y a Hus, exceptuando, sin embargo, las “sagradas verdades”[14] que ellos habían enseñado.

      Pero en la soledad del calabozo vio claramente lo que había hecho. Pensó en el valor y la fidelidad de Hus y reflexionó en su propia negativa de la verdad. Pensó en el Maestro divino, que por su causa había soportado la cruz. Antes que se retractara había hallado consuelo en medio del sufrimiento en la seguridad del favor de Dios, pero ahora el remordimiento y la duda torturaban su alma. Sabía que debía hacer otras retractaciones antes que pudiera estar en paz con Roma. El camino en el cual estaba entrando podía terminar solamente en la completa apostasía.

      Jerónimo se arrepiente y tiene nuevo valor

      Pronto fue traído de nuevo ante el concilio. Su sumisión no había satisfecho a los jueces. Únicamente abjurando de la verdad sin reserva alguna podía Jerónimo preservar su vida. Mas ya había determinado confesar su fe y seguir a su hermano mártir hasta las llamas.

      Por fin se le concedió su pedido. En la presencia de sus jueces, Jerónimo se arrodilló y oró para que el Espíritu divino dominara sus pensamientos, con el fin de no hablar nada en contra de la verdad o que fuera indigno de su Maestro. Para él ese día se cumplió la promesa: “Cuando os entreguen, no os preocupéis por cómo o qué hablaréis; porque en aquella hora os será dado lo que habéis de hablar. Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros” (S. Mateo 10:19, 20).

      Por un año entero Jerónimo había estado en un calabozo, sin poder leer o aun mirar. Sin embargo sus argumentos fueron presentados con mucha claridad y poder, como si no hubiera sido perturbado por la imposibilidad de estudiar. Él señaló a sus oyentes la larga línea de santos hombres condenados por jueces injustos. En casi cada generación, los que trataban de elevar al pueblo de su época habían sido despreciados. Cristo mismo fue condenado como un malhechor en un tribunal injusto.

      Jerónimo ahora declaró su arrepentimiento y presentó un testimonio de la inocencia y la santidad del mártir Hus. “Lo conocí desde la niñez –dijo él–. Era un hombre excelente, justo y santo; fue condenado pese a su inocencia... Yo estoy listo a morir. No me retractaré ante los tormentos que están preparados para mí por mis enemigos y falsos testigos, que algún día tendrán que rendir cuenta de sus imposturas ante el gran Dios, a quien nadie puede engañar”. Jerónimo continuó: “De todos los pecados que he cometido desde mi juventud, ninguno pesa tan tremendamente sobre mí y me causa tan agudo remordimiento como el que cometí en este lugar fatal cuando aprobé la inicua sentencia pronunciada contra Wiclef, y contra el santo mártir, Juan Hus, mi maestro y mi amigo. ¡Sí! Lo confieso de todo corazón, y declaro con horror que desgraciadamente me turbé cuando, aterrorizado por la muerte, condené su doctrina. Por lo tanto, suplico... al Dios Omnipotente se digne perdonarme mis pecados, y en particular éste, el más monstruoso de todos”.

      Señalando a sus jueces, dijo firmemente: “Condenaron a Wiclef y a Juan Hus... Las cosas que ellos han afirmado, y que son irrefutables, yo también las pienso y las declaro, igual que ellos”.

      Sus palabras fueron interrumpidas. Los prelados, temblando de rabia, clamaron: “¿Qué necesidad hay de mayor prueba? ¡Hemos contemplado con nuestros propios ojos al más obstinado de los herejes!”

      Se lo entrega a la prisión y a la muerte

      De nuevo rugió la tormenta de rabia, y Jerónimo fue arrastrado hacia la prisión. Sin embargo, había algunos sobre los cuales sus palabras hicieron una profunda impresión y desearon salvarle la vida. Fue visitado por dignatarios y se le aconsejó que se sometiera al concilio. Se le presentaron brillantes perspectivas como recompensa si lo hacía.

      “Pruébenme por las Sagradas Escrituras que estoy en error –dijo él–, y me retractaré”.

      “¡Las Sagradas Escrituras! –exclamó uno de los que lo tentaban–, ¿ha de juzgarse entonces todo por ellas? ¿Quién puede entenderlas antes que la iglesia las interprete?”

      “¿Son las tradiciones de los hombres más dignas de fe que el evangelio de nuestro Salvador?”, replicó Jerónimo.

      Antes de mucho fue conducido al mismo lugar en el cual Hus había dado su vida. Fue cantando por el camino, mientras su rostro brillaba con gozo y paz. Para él la muerte había perdido sus terrores. Cuando el verdugo, a punto de prender la pira, se le acercó por detrás, el mártir exclamó: “Aplica el fuego delante de mi cara. Si tuviera miedo no estaría aquí”.

      La ejecución de Hus encendió llamas de indignación y horror en Bohemia. La nación entera declaró que él había sido un fiel maestro de la verdad. Se acusó al concilio de crimen. Sus doctrinas atrajeron más atención que al principio, y muchos fueron inducidos a aceptar la fe reformada. El Papa y el emperador se unieron para aplastar el movimiento, y los ejércitos de Segismundo fueron despachados contra Bohemia.

      Pero surgió un libertador. Ziska, uno de los generales más capaces de su época, fue el dirigente de los bohemios. Confiando en la ayuda de Dios, ese pueblo hizo frente a los ejércitos más poderosos que pudieran traer contra ellos. Una y otra vez el emperador invadió Bohemia, sólo para ser rechazado. Los husitas desafiaban la muerte, y nada podía oponérseles. El valiente Ziska murió, pero su lugar fue ocupado por Procopio, que en cierto sentido era un dirigente aún más capaz que él.

      El Papa proclamó una cruzada contra los husitas. Un ejército inmenso se precipitó contra Bohemia, solamente para sufrir una terrible derrota. Se proclamó otra cruzada. En todos los países papales de Europa se reclutaban hombres y se reunió dinero y municiones de guerra. Multitudes acudieron a defender el estandarte papal.

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