Conflicto cósmico. Elena G. de White

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Conflicto cósmico - Elena G. de White

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y España, y tuvo oportunidad de observar las escenas que le habían sido ocultadas en Inglaterra. En estos representantes de la corte papal leyó el verdadero carácter de su jerarquía eclesiástica. Regresó a Inglaterra para repetir sus anteriores enseñanzas con mayor celo, declarando que el orgullo y el engaño eran los dioses de Roma.

      Después de su regreso a Inglaterra, Wiclef fue nombrado, por el rey, rector de Lutterworth. Esta era la seguridad de que al monarca no le desagradaba su manera directa de hablar. La influencia de Wiclef empezó a amoldar la creencia de la nación.

      La llegada de las bulas papales imponía a Inglaterra la orden de apresar al hereje. Parecía seguro que Wiclef pronto caería ante el espíritu de venganza de Roma. Pero Aquel que le había dicho a un hombre ilustre de la antigüedad: “No temas... yo soy tu escudo” (Génesis 15:1), extendió su brazo para proteger a su siervo. La muerte sobrevino, no al reformador, sino al pontífice que había decretado su destrucción.

      La muerte de Gregorio XI fue seguida por la elección de dos papas rivales pretendiendo infalibilidad. Cada uno de ellos exigía a los fieles que hicieran guerra contra el otro, poniendo en vigencia sus demandas con terribles anatemas en contra de sus adversarios, y promesas de recompensa en los cielos para sus partidarios. Las facciones rivales estaban ocupadas en atacarse mutuamente, y el reformador tuvo descanso por un tiempo.

      El cisma, con toda la lucha y la corrupción que produjo, preparó el camino para la Reforma, permitiendo a la gente ver lo que era realmente el papado. Wiclef pedía que la gente considerara si estos dos papas no estaban diciendo la verdad al condenarse uno al otro como el anticristo.

      Determinado a que la luz fuera llevada a todas partes de Inglaterra, Wiclef organizó un cuerpo de predicadores: hombres sencillos, devotos, que amaban la verdad y deseaban extenderla. Estos, al enseñar en los mercados, en las calles de las grandes ciudades, en los caminos del campo, buscaban a los ancianos, a los enfermos y a los pobres y les presentaban las buenas nuevas de la gracia de Dios.

      En Oxford, Wiclef predicó la Palabra de Dios en la universidad. Se lo llamaba “el doctor evangélico”. Pero la obra mayor de su vida fue la traducción de las Escrituras al inglés, de manera que toda persona de Inglaterra pudiera leer las maravillosas obras de Dios.

      Atacado por una peligrosa enfermedad

      Pero repentinamente sus labores se detuvieron. Aunque no tenía todavía 60 años de edad, el trabajo arduo e incesante, el estudio y los ataques de los enemigos lo habían debilitado y envejecido prematuramente. Fue atacado por una enfermedad peligrosa. Los frailes pensaban que se arrepentiría del mal que había hecho a la iglesia, y rápidamente fueron a su casa, listos para escuchar su confesión. “Tienes la muerte en tus labios –le dijeron–; arrepiéntete de tus faltas, y retráctate en nuestra presencia de todo lo que has dicho contra nosotros”.

      Wiclef continuó viviendo para colocar en manos de sus conciudadanos el arma más poderosa que existía contra Roma: la Biblia, el agente señalado por el cielo para liberar, iluminar y evangelizar al pueblo. Wiclef sabía que tenía solamente pocos años para trabajar; vio la oposición a la cual debía hacer frente; pero animado por las promesas de la Palabra de Dios, avanzó. Con el pleno vigor de sus facultades intelectuales, rico en experiencia, había sido preparado por las providencias de Dios para ésta, la hora más grandiosa de sus labores. En la rectoría de Lutterworth, sin prestar atención a la tormenta que rugía afuera, se aplicó a su tarea predilecta.

      Por fin la obra fue completada: la primera traducción de la Biblia al inglés. El reformador había colocado en las manos del pueblo inglés una luz que nunca se apagaría. Había hecho más para quebrantar las cadenas de la ignorancia, y para liberar y elevar a su país, que lo que jamás se haya hecho por victorias logradas sobre el campo de batalla.

      Únicamente por medio de un trabajo arduo y difícil podían prepararse ejemplares de la Biblia. Tan grande era el interés por obtener el libro, que con dificultad los copistas podían suplir la demanda. Compradores adinerados querían tener la Biblia entera. Otros compraban una porción. En muchos casos, varias familias se unían para comprar un ejemplar. La Biblia de Wiclef pronto se difundió por los hogares de la gente.

      Wiclef ahora enseñaba las doctrinas distintivas del protestantismo: la salvación por la fe en Cristo, y la infalibilidad únicamente de las Escrituras. La nueva fe fue aceptada casi por la mitad del pueblo de Inglaterra.

      La aparición de las Escrituras produjo desmayo en las autoridades de la iglesia. No había en ese tiempo ninguna ley en Inglaterra que prohibiera la Biblia, porque nunca antes había sido publicada en el lenguaje del pueblo. Tales leyes se sancionaron más tarde y se pusieron en vigencia con todo rigor.

      De nuevo los dirigentes papales se complotaron para silenciar la voz del reformador. Primero, un sínodo de obispos declaró que sus escritos eran heréticos. Luego, ganando al joven rey Ricardo II en su favor, pronto obtuvieron un decreto real condenando al encarcelamiento a todos los que sostuvieran las doctrinas proscritas.

      Wiclef apeló del sínodo al Parlamento. Valientemente acusó a la jerarquía eclesiástica ante la autoridad nacional, y exigió la reforma de los enormes abusos sancionados por la iglesia. Sus enemigos se sintieron confundidos. Se esperaba que el reformador, siendo ya anciano, solo y sin amigos, se inclinara ante la autoridad de la corona. En lugar de ello, el Parlamento, impulsado por la notable apelación de Wiclef, rechazó el edicto de persecución y el reformador se halló de nuevo en libertad.

      Pero una vez más fue traído a juicio, y en este caso ante el tribunal eclesiástico supremo del reino. Aquí, finalmente, la obra del reformador tendría que detenerse; así pensaban los papistas. Si podían ellos realizar su propósito, Wiclef saldría de este lugar solamente para ir a las llamas.

      Wiclef rechaza retractarse

      Pero Wiclef no se retractó. Valientemente mantuvo sus enseñanzas y rechazó las acusaciones de sus perseguidores. Emplazó a sus oyentes ante el tribunal divino y pesó sus falsos argumentos y fracasos en la balanza de la verdad eterna. El poder del Espíritu Santo se hizo sentir sobre los oyentes. Como flechas de Dios, las palabras del reformador atravesaron sus corazones. El cargo de herejía, que habían traído contra él, lo arrojó contra sus acusadores.

      La obra de Wiclef estaba casi terminada, pero una vez más había de presentar su testimonio en favor del evangelio. Fue citado a juicio ante el tribunal papal de Roma, que tan a menudo había derramado la sangre de personas justas, pero un ataque de parálisis le hizo imposible realizar el viaje. No obstante, aun cuando su voz no había de ser oída en Roma, podía hablar mediante una

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