Conflicto cósmico. Elena G. de White

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Conflicto cósmico - Elena G. de White

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las escuelas adonde eran enviados no debían tener confidentes. Sus ropas eran preparadas de tal manera que podían esconder su gran tesoro: las Escrituras. Dondequiera que podían hacerlo, mientras iban por el camino, con mucho cuidado, colocaban algunas porciones de éstas entre aquellos cuyo corazón parecía abrirse para recibir la verdad. En estas instituciones de enseñanza se ganaban conversos para la verdadera fe, y frecuentemente sus principios se dejaban sentir en toda la escuela. Sin embargo, los dirigentes papales no podían descubrir el origen de la así llamada “herejía” corruptora.

      Jóvenes educados como misioneros

      Los cristianos valdenses sentían la solemne responsabilidad de permitir que su luz brillara. Por el poder de la Palabra de Dios trataban de quebrantar la esclavitud que Roma había impuesto. Los pastores valdenses habían de servir tres años en algún campo misionero antes de hacerse cargo de una iglesia en su lugar nativo: una introducción adecuada para la vida pastoral en tiempos que constituían una prueba para el alma de los hombres. Los jóvenes veían delante de ellos no la riqueza y la gloria terrenal, sino el trabajo fatigoso, el peligro y la posibilidad del martirio. Los misioneros salían de dos en dos, como Jesús solía enviar a sus discípulos.

      Descalzos y con una indumentaria tosca y gastada por el viaje, estos misioneros pasaban por las grandes ciudades y penetraban en países distantes. A su paso se erigían iglesias, y la sangre de los mártires testificaba de la verdad. En forma oculta y silenciosa, la Palabra de Dios hallaba una alegre recepción en los hogares y el corazón de los hombres.

      Los valdenses creían que el fin de todas las cosas no estaba muy distante. Al estudiar la Biblia resultaban profundamente impresionados con su deber de dar a conocer a otros sus verdades salvadoras. Hallaban consuelo, esperanza y paz por medio de su fe en Jesús. A medida que la luz alegraba sus corazones, anhelaban reflejar sus rayos sobre los que estaban en las tinieblas del error papal.

      Bajo la dirección del Papa y los sacerdotes, se enseñaba a las multitudes a confiar en sus buenas obras para salvarse. Los hombres siempre se miraban a sí mismos, su mente se espaciaba en su condición pecaminosa, y aunque afligían el alma y el cuerpo, no encontraban alivio. Millares pasaban su vida en las celdas de los conventos. Mediante ayunos y azotes repetidos, observando vigilias de medianoche, postrándose sobre piedras frías y húmedas, y con largas peregrinaciones –obsesionados por el temor de la ira vengadora de Dios–, muchos continuaban sufriendo hasta que, con el físico exhausto, abandonaban la lucha. Sin un rayo de esperanza terminaban en la tumba.

      Cristo, la esperanza del pecador

      Los valdenses anhelaban abrirles a estas almas los mensajes de paz que se hallaban en las promesas de Dios y señalarles a Cristo como su única esperanza de salvación. Consideraban que la doctrina de que las buenas obras pueden proporcionar el perdón del pecado estaba basada en la falsedad. Los méritos de un Salvador crucificado y resucitado son el fundamento de la fe cristiana. La relación de dependencia del alma de Cristo debe ser tan íntima como la de un miembro con el cuerpo, o la de la rama con la vid.

      Las enseñanzas de los papas y los sacerdotes habían inducido a los hombres a considerar a Dios, y aun a Cristo, como austero y repulsivo, tan desprovisto de simpatía para con el hombre, que se necesitaba invocar la mediación de los sacerdotes y los santos. Pero aquellos cuya mente había sido iluminada anhelaban eliminar las obstrucciones que Satanás había acumulado, para que los hombres fueran directamente a Dios, confesaran sus pecados, y obtuvieran el perdón y la paz.

      Invadiendo el reino de Satanás

      Los misioneros valdenses reproducían en forma cuidadosa porciones escritas de las Sagradas Escrituras. La luz de la verdad penetraba en muchas mentes entenebrecidas hasta que el Sol de Justicia brillaba en el corazón trayendo salud en sus rayos. A menudo los oyentes deseaban que se repitiera una porción de las Escrituras, como para asegurarse ellos mismos de que habían escuchado correctamente.

      Muchos veían cuán vana es la mediación de los hombres en favor del pecador. Exclamaban con regocijo: “Cristo es mi sacerdote; su sangre es mi sacrificio; su altar es mi confesionario”. Tan grande era el diluvio de luz que los inundaba, que se sentían como transportados al cielo. Todo miedo a la muerte se desvanecía. Ahora podían anhelar la prisión si de esta manera podían honrar a su Redentor.

      La Palabra de Dios se llevaba a lugares secretos y era leída, a veces, a una sola persona, y a veces a un pequeño grupo que anhelaba la luz. A menudo toda la noche transcurría de esta manera. Con frecuencia se pronunciaban palabras como éstas: “¿Aceptará Dios mi ofrenda? ¿Me mirará con favor a mí? ¿Me perdonará a mí?” Se leía la respuesta: “¡Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso!” (S. Mateo 11:28, VM).

      Felices, las almas regresaban a sus hogares para difundir la luz, para repetir a otros, lo mejor que podían, su nueva experiencia. ¡Habían hallado el verdadero camino viviente! Las Escrituras hablaban al corazón de los que anhelaban la verdad.

      El mensajero de la verdad proseguía su camino. En muchos casos sus oyentes no preguntaban de dónde había venido ni a dónde iba. Habían experimentado tanto gozo, que ni se les había ocurrido hacer la averiguación. “¿Podría aquél ser un ángel del cielo?”, se preguntaban ellos.

      En muchos casos el mensajero de la verdad había partido a otro país, o estaba penando en algún calabozo, o tal vez sus huesos blanqueaban en el lugar donde había dado testimonio de la verdad. Pero las palabras que había dejado detrás estaban realizando su tarea.

      Los dirigentes papales vieron el peligro que entrañaban los trabajos de estos humildes itinerantes. La luz de la verdad disipaba las nubes pesadas del error que envolvían a la gente; dirigía las mentes únicamente a Dios, y eventualmente destruía la supremacía de Roma.

      Estas personas, al sostener la fe de la iglesia antigua, eran un testimonio constante de la apostasía de Roma, y por lo tanto excitaban el odio y la persecución. Su negativa a abandonar las Escrituras era una ofensa que Roma no podía tolerar.

      Roma se propone destruir a los valdenses

      Entonces comenzaron las más terribles cruzadas contra el pueblo de Dios refugiado en sus hogares montañosos. Se enviaron inquisidores para que les siguieran la pista. Una y otra vez se convirtieron en un desierto sus fértiles tierras, y sus moradas y capillas fueron destruidas. No podía formularse ninguna acusación contra el carácter moral de esta clase proscrita. Su gran ofensa era que no adoraban a Dios de acuerdo con el deseo del Papa. Por este “crimen” se usó contra ellos todo tipo de insultos y torturas que los hombres y los demonios podían inventar.

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