Conflicto cósmico. Elena G. de White

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Conflicto cósmico - Elena G. de White

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podemos saber cuánto debemos a Cristo por la paz y la protección que disfrutamos. El poder restrictivo de Dios impide que el género humano caiga enteramente bajo el dominio de Satanás. Aun el desobediente y desagradecido tiene mucha razón para agradecer a Dios por su misericordia. Pero cuando los hombres traspasan los límites de la tolerancia divina, la protección desaparece. Dios no actúa nunca como el verdugo de la sentencia contra la transgresión. Él deja que los que rechazan su misericordia cosechen aquello que han sembrado. Cada rayo de luz rechazado es una semilla sembrada que produce su infalible cosecha. El Espíritu de Dios, persistentemente resistido, al fin se retira. Entonces no queda ningún poder para controlar las malas pasiones del alma, ninguna protección contra la malicia y la enemistad de Satanás.

      La destrucción de Jerusalén es una solemne advertencia dirigida a todos los que resisten los clamores de la misericordia divina. La profecía del Salvador con relación a los juicios sobre Jerusalén ha de tener otro cumplimiento todavía. En la suerte corrida por la ciudad escogida podemos ver la condenación de un mundo que ha rechazado la misericordia de Dios y pisoteado su ley. Negros son los registros de la miseria humana que el mundo ha presenciado. Terribles han sido los resultados de rechazar la autoridad del cielo. Pero una escena aún más tenebrosa es lo que se presenta en las revelaciones del futuro. Cuando el Espíritu restrictivo de Dios se haya retirado totalmente, para no frenar más la exposición de la pasión humana y de la ira satánica, el mundo contemplará, como nunca antes, los resultados del gobierno de Satanás.

      En ese día, como en la destrucción de Jerusalén, el pueblo de Dios será librado (ver Isaías 4:3). Cristo vendrá la segunda vez para reunir a sus fieles consigo. “Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará a sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (S. Mateo 24:30, 31).

      Guárdense los hombres de descuidar las palabras de Cristo. Como él amonestó a sus discípulos acerca de la destrucción de Jerusalén para que huyeran de la misma, así ha amonestado al mundo acerca del día de la destrucción final. Todos los que quieran podrán huir de la ira que vendrá. “Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes” (S. Lucas 21:25; ver también S. Mateo 24:29; S. Marcos 13:24-26; Apocalipsis 6:12-17). “Velad, pues” (S. Marcos 13:35), es la amonestación del Señor. Los que escuchen la advertencia no serán dejados en tinieblas.

      El mundo no está más dispuesto a creer el mensaje para este tiempo que lo que estaban los judíos para recibir la advertencia del Salvador con relación a Jerusalén. Venga cuando venga, el Día de Dios sobrevendrá en forma inadvertida para los impíos. Cuando la vida continúe su curso invariable; cuando los hombres estén absorbidos en el placer, en los negocios, en la caza del dinero; cuando los dirigentes religiosos estén magnificando el progreso del mundo, y el pueblo esté adormecido en una falsa seguridad, entonces, así como el ladrón a medianoche entra en una casa sin custodia, vendrá la destrucción sobre los descuidados impíos, “y no escaparán” (1 Tesalonicenses 5:2-5).

       Capítulo 2

      La lealtad y la fe de los mártires

      Jesús les reveló a sus discípulos la historia de su pueblo desde el tiempo en que él sería arrebatado al cielo hasta su regreso con poder y gloria. Penetrando profundamente en el futuro, su ojo vio las violentas tempestades que habrían de asaltar a sus seguidores en los años futuros de persecución (ver S. Mateo 24:9, 21, 22). Los seguidores de Cristo deben recorrer la misma senda de humillación y sufrimiento que recorrió su Maestro. La enemistad que soportó el Redentor del mundo se manifestaría contra todos los que creyeran en su nombre.

      El paganismo se dio cuenta de que si triunfaba el evangelio, sus templos y altares serían arrasados; por lo tanto se encendieron los fuegos de la persecución. A los cristianos se los despojaba de sus posesiones y se los arrastraba de sus hogares. Nobles y esclavos, ricos y pobres, cultos e ignorantes, fueron sin misericordia sacrificados en gran número.

      Empezando bajo Nerón, las persecuciones continuaron durante siglos. Se declaró falsamente que los cristianos eran la causa del hambre, las plagas y los terremotos. Había acusadores listos, por soborno, a traicionar a los inocentes acusándolos como rebeldes y como peste de la sociedad. Muchísimos fueron arrojados a las bestias salvajes o quemados vivos en los anfiteatros. Algunos fueron crucificados; otros fueron cubiertos con pieles de animales salvajes y arrojados a la arena para ser despedazados por los perros. En las fiestas públicas, vastas multitudes se reunían para gozar del espectáculo y festejar con risas y aplausos la agonía mortal de los mártires.

      Los seguidores de Cristo se veían obligados a ocultarse en lugares solitarios. Fuera de los muros de la ciudad de Roma, entre las colinas, se habían construido largas galerías subterráneas, a través de la tierra y la roca, de muchos kilómetros de longitud. En estos refugios ocultos, los seguidores de Cristo enterraban a sus muertos. Aquí también, cuando eran perseguidos, hallaban un hogar. Muchos recordaron las palabras de su Maestro: que cuando fueran perseguidos por causa de Cristo, debían alegrarse en gran manera. Grande sería su recompensa en los cielos, porque de la misma forma habían sido perseguidos los profetas antes que ellos (ver S. Mateo 5:11, 12).

      Cánticos de triunfo ascendían de en medio de las llamas crepitantes. Por fe vieron a Cristo y a los ángeles observándolos con el más profundo interés y considerando su firmeza con aprobación. Resonaba la voz desde el trono de Dios: “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Apocalipsis 2:10).

      Frente a ello, Satanás formuló sus planes para combatir con más éxito contra Dios, poniendo su bandera dentro de la iglesia cristiana para ganar por engaño lo que no podía conseguir por la fuerza. La persecución cesó, y fue reemplazada por los atractivos de la prosperidad temporal y el honor. Los paganos fueron inducidos a recibir una parte de la fe cristiana, mientras rechazaban verdades esenciales. Profesaban aceptar a Jesús, pero no tenían convicción del pecado y no sentían ninguna necesidad de arrepentimiento o de cambio de corazón. Haciendo algunas concesiones de su parte, propusieron que los cristianos hicieran también las suyas, para que todos pudieran unirse sobre la plataforma de “la fe en Cristo”.

      Ahora la iglesia se encontraba en un terrible peligro. ¡El encarcelamiento, la tortura, el fuego y la espada eran bendiciones en comparación con esto! Algunos cristianos se mantuvieron firmes. Otros estaban en favor de modificar su fe, y bajo el manto de un pretendido cristianismo, Satanás se insinuó a sí mismo en la iglesia para corromper su fe.

      Finalmente la mayoría de los cristianos rebajó las normas. Se formó una unión entre el cristianismo y el paganismo. Aunque los adoradores de ídolos profesaban unirse con la iglesia, continuaban aferrándose a su idolatría, cambiando únicamente los objetos de su culto por imágenes de Jesús, y aun de María y de los santos. Doctrinas incorrectas, ritos supersticiosos y ceremonias idólatras se incorporaron a la fe y al culto de la iglesia. La religión cristiana llegó a corromperse, y la iglesia perdió su pureza y poder. Sin embargo, algunos no fueron engañados. Continuaron manteniendo su fidelidad al Autor de la verdad.

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