Conflicto cósmico. Elena G. de White

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Conflicto cósmico - Elena G. de White

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hizo que su destrucción fuera segura (ver Miqueas 3:9-12).

      Los habitantes de Jerusalén acusaron a Cristo de ser la causa de todos los problemas que le habían acontecido como consecuencia de sus pecados. Aunque sabían que él era sin pecado, declararon que su muerte era necesaria para la seguridad de la nación. Aceptaron la sentencia del sumo pontífice, que les dijo que sería mejor que muriera un hombre y no que toda la nación pereciera (ver S. Juan 11:47-53).

      Aunque dieron muerte a su Salvador porque él reprobó sus pecados, se consideraban a sí mismos como el pueblo favorecido de Dios y esperaban que el Señor los libertara de sus enemigos.

      La paciencia de Dios

      Durante casi 40 años el Señor demoró sus juicios. Había todavía muchos judíos que ignoraban el carácter y la obra de Cristo. Y los hijos no habían disfrutado del conocimiento que sus padres habían despreciado. Mediante la predicación de los apóstoles, Dios hizo que la luz brillara sobre ellos. Veían cómo la profecía se había cumplido no solamente con el nacimiento y la vida de Cristo, sino también con su muerte y resurrección. Los hijos no fueron condenados por los pecados de sus padres; pero cuando ellos rechazaron el conocimiento adicional que les fuera conferido, se hicieron partícipes de los pecados de sus mayores y colmaron la medida de su iniquidad.

      Los judíos, en su obstinada impenitencia, rechazaron la última oferta de misericordia. Entonces Dios retiró su protección de ellos. La nación fue abandonada al control del dirigente que había escogido. Satanás despertó las pasiones más fieras y más bajas del alma. Los hombres eran irrazonables, y estaban dominados por el impulso y el odio ciego, y actuaban con crueldad satánica. Amigos y parientes se traicionaban unos a otros. Los padres mataban a los hijos, y los hijos a los padres. Los gobernantes no tenían poder para gobernarse a sí mismos. La pasión los convirtió en tiranos. Los judíos habían aceptado el falso testimonio para condenar al inocente Hijo de Dios. Ahora, falsas acusaciones habían hecho insegura su vida. El temor de Dios ya no los preocupaba. Satanás estaba a la cabeza de la nación.

      Dirigentes de partidos opositores combatían entre sí y se mataban sin misericordia. Aun la santidad del templo no restringía su horrible ferocidad. El Santuario fue mancillado por los cuerpos de los asesinados. Sin embargo, los instigadores de esta obra infernal declararon que no tenían temor de que Jerusalén fuese destruida. Era la ciudad de Dios. Aunque las legiones romanas estuvieron rodeando el templo, las multitudes se aferraron a su creencia de que el Altísimo se interpondría para derrotar a los adversarios. Pero Israel había despreciado la protección divina, y ahora no tenía defensa.

      Un desastre portentoso

      Ni un solo cristiano pereció en la destrucción de Jerusalén. Después que los romanos habían rodeado la ciudad bajo Cestio, inesperadamente abandonaron el sitio cuando todo parecía favorable para el ataque. El general romano retiró sus fuerzas sin la menor razón aparente. La señal prometida había sido dada a los cristianos que esperaban (S. Lucas 21:20, 21).

      Los sucesos se desarrollaron de tal manera que ni los judíos ni los romanos impidieran la huida de los cristianos. Ante la retirada de Cestio, los judíos lo persiguieron, y mientras ambas fuerzas estaban así plenamente empeñadas en batalla, los cristianos de todo el país pudieron escapar sin problemas a un lugar seguro: la ciudad de Pella.

      Las fuerzas judías, al perseguir a Cestio y a su ejército, cayeron sobre la retaguardia. Con gran dificultad los romanos tuvieron éxito en su retirada. Los judíos con sus despojos regresaron triunfantes a Jerusalén. Sin embargo, este aparente éxito les trajo solamente mal. Inspiró un porfiado espíritu de resistencia en los romanos, los cuales trajeron una angustia indecible sobre la ciudad condenada.

      Terribles fueron las calamidades que cayeron sobre Jerusalén cuando Tito reinició el sitio. La ciudad fue rodeada en ocasión de la Pascua, cuando millones de judíos se reunían dentro de sus muros. Anteriormente muchos depósitos de provisiones habían sido destruidos debido a las luchas de los partidos contendientes. Ahora empezaron a experimentarse todos los horrores del hambre. Los hombres comían el cuero de sus zapatos y sandalias y las cubiertas de sus escudos. Gran cantidad salía de noche para juntar plantas silvestres que crecían fuera de los muros de la ciudad, aunque entonces muchos de ellos eran torturados cruelmente y muertos. A menudo los que regresaban salvos eran privados por asalto de todo lo que habían recogido. Los esposos despojaban a sus esposas, y las esposas a sus maridos. Los hijos arrebataban el alimento de las bocas de sus padres ancianos.

      Los dirigentes romanos trataron de infundir terror en los judíos y así obligarlos a rendirse. Los prisioneros eran azotados, torturados y crucificados ante los muros de la ciudad. A lo largo del valle de Josafat y en el Calvario se levantaron cruces en tal cantidad que apenas había lugar para moverse entre ellas. De esta manera fue castigada aquella imprecación terrible pronunciada ante Pilato: “¡Recaiga su sangre sobre nosotros, y sobre nuestros hijos!” (S. Mateo 27:25, VM).

      Tito se llenó de horror al ver los cuerpos amontonados en los valles. Como obsesionado, observó el magnífico templo y ordenó que no se tocara ninguna piedra de su estructura. Dirigió un ferviente llamamiento a los líderes judíos a que no lo obligaran a contaminar con sangre el lugar sagrado. ¡Si los romanos lucharan en cualquier otro lugar, ninguno de ellos violaría la santidad del templo! Josefo mismo les rogó que se rindieran para salvarse, y para salvar también la ciudad y el lugar de culto; pero fue rechazado con amargas maldiciones. Arrojaron flechas contra él, su último mediador humano. Los esfuerzos de Tito para salvar el templo fueron en vano. Uno mayor que él había declarado que no sería dejada piedra sobre piedra.

      Finalmente, Tito, determinado a salvar el templo, si era posible, de la destrucción, decidió tomarlo por asalto. Pero sus órdenes fueron desobedecidas. Un soldado, aprovechándose de una abertura en el pórtico, arrojó un leño encendido, e inmediatamente las cámaras forradas de cedro que rodeaban la casa santa estuvieron envueltas en llamas. Tito se precipitó al lugar y ordenó a los soldados que apagaran las llamas, mas sus palabras fueron desatendidas. En su furia los soldados arrojaron teas encendidas a las cámaras adjuntas del templo, destruyendo así a los que habían hallado refugio en ellas. La sangre corría como agua por las gradas del templo.

      Después de la destrucción del templo, la ciudad entera cayó en poder de los romanos. Los dirigentes judíos abandonaron sus torres impenetrables. Tito declaró que Dios los había entregado en sus manos pues ninguna maquinaria, por poderosa que fuera, podría haber prevalecido contra esas estupendas fortalezas. Tanto la ciudad como el templo fueron arrasados hasta sus fundamentos, y el terreno en el cual estaba edificada la casa santa fue “arado como un campo de cultivo” (ver Jeremías 26:18). Más de un millón de personas perecieron; los que sobrevivieron fueron conducidos como cautivos, vendidos como esclavos, arrastrados a Roma, arrojados a las bestias salvajes en los anfiteatros o esparcidos como errantes peregrinos por la tierra.

      Los judíos habían colmado la copa de la venganza. En todas las desgracias que siguieron a su dispersión estaban recogiendo la cosecha que sus propias manos habían sembrado. “¡Es tu destrucción, oh Israel, el que estés contra mí... porque has caído por tu iniquidad!” (Oseas 13:9; 14:1, VM). A menudo los sufrimientos son considerados como un castigo ordenado directamente por Dios. De este modo el gran engañador

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