El juego de las élites. Javier Vasserot
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–Vale. ¿Y en qué te puedo ayudar?
–Pues mira, campeón, la cosa es que me ausento dos semanas de vacaciones y necesito que me cubras.
–¿Que te cubra? No entiendo.
–Pues que me sustituyas estas dos semanas. Léete los borradores de los contratos que te acabo de imprimir; mañana los vemos juntos y te llevo a la reunión que tenemos por la tarde con los abogados del Gobierno y con nuestro cliente y te presento a todo el mundo.
Así de fácil. Tomar los mandos de una negociación con el Gobierno para una privatización parcial que llevaba en marcha tres meses. Y encima en un sector tremendamente regulado, en el que era casi imposible encontrar resquicios para llegar a acuerdos sin colidir con algún impedimento legal. Bernardo no sabía si sentirse halagado, asustado o abrumado. Lo que seguro que estaba era totalmente descolocado, inquieto por si sería capaz de aterrizar en un asunto tan importante sin tener conocimiento previo de la materia, ni de la operación y ni tan siquiera haber hablado en su vida con el cliente.
–Es que yo no tengo ni idea de Derecho Logístico, ni he estado nunca involucrado en una privatización –se quejó.
–Pues estudia. Me tienes que echar una mano, campeón. Andamos desbordados de trabajo y escasos de socios. Además, tú tranquilo, que te aseguro que estas dos semanas no va a ocurrir gran cosa.
Para Pier los pros eran siempre mucho mayores que los contras. Si Bernardo, como ya le había demostrado en el pasado, era capaz de dar la talla ese tiempo, ningún otro socio tendría la posibilidad de meter las narices en la operación y quitarle esa presa, ese preciado tombstone y las no menos jugosas horas facturables. Y si pasaba algo gordo, ya lo localizaría Bernardo.
Así que, como estaba previsto, se lo llevó al día siguiente al Ministerio de Industria a continuar la negociación. Lo presentó a todos como su segundo, alguien que había estado todo el tiempo trabajando con él en la sombra y que naturalmente era plenamente capaz de tomar el testigo esas dos semanas.
Al cabo de dos días, con Pier ya de viaje, allí apareció Bernardo solo, como si fuera lo más normal del mundo. Tanto los clientes como los abogados de la Nación pensaron todos lo mismo, sin embargo no dijeron nada como voto de confianza al recién llegado (era El Gran Bufete, a fin de cuentas, quien lo enviaba) y por pura deferencia profesional. Y también, por qué no reconocerlo, por un algo de compasión.
Bernardo se había preparado a conciencia los puntos que quedaban abiertos, pero sobre todo era consciente de que él no estaba ahí para cerrar nada sino para cubrirle las espaldas a Pier esas dos largas semanas. Había que hacer lo posible por pasar desapercibido.
No iba a resultar tan sencillo. Precisamente tenía que reabrirse uno de los puntos más delicados del contrato y que justamente era el que Pier acababa de dejar cerrado, o eso creía él: el compromiso por parte de la Nación de votar a favor de la salida a Bolsa transcurridos tres años. Dicha obligación se iba a instrumentar a través de una norma con rango de ley, mediante un procedimiento cuya validez Bernardo, tras haberlo estudiado en profundidad, había confirmado a Logística USA.
Obviamente los ejecutivos estadounidenses necesitaban algo más que la confirmación por parte del que a sus ojos no era más que un niño, por lo que le habían pedido con urgencia a Bernardo la ratificación de su opinión por parte de algún otro socio de El Gran Bufete, pues eran conscientes de que a Pier le faltaba una semana para volver y estaba incomunicado. Para empeorar las cosas, Bernardo ni siquiera se encontraba en la Gran Capital de la Nación, sino a seiscientos kilómetros de distancia, encerrado en una notaría de provincias firmando la compra de Ingeniería Pequeña por Ingeniería Grande.
Así que, en medio de la ceremonia de firma y tras recibir tres llamadas del General Counsel de Logística USA, no tuvo más remedio que llamar a Gabriel Martín, secretario de «Henry». No se le ocurría otra manera para poder dar rápidamente con un socio de primer nivel. Gabriel era el salvoconducto para localizar a cualquiera.
–Gabriel, soy Bernardo. Perdona que te llame así pero es que estoy en una firma en Ciudad de Provincias y necesito urgentemente hablar con un socio experto en Mercado de Capitales.
–¿De qué se trata? No puedo pasarte con nadie así por las buenas.
–Se trata de Project Cargo. Me está llamando con urgencia el cliente para que un socio le confirme la opinión que le he dado sobre la validez de un borrador de proyecto de ley.
–¿Y por qué no preguntas al socio que lleva Cargo? Es Pier, ¿no?
–Pier está de vacaciones y sin cobertura. Ya lo he intentado varias veces y el cliente está comenzando a ponerse nervioso.
–¡Pero habrá otro socio que le haya sustituido mientras él está de vacaciones!
–Eh… pues la verdad es que eran solo dos semanas y el tema estaba bastante parado –trató de defender Bernardo a su jefe.
–Pufff. Bueno, te intento pasar con «Henry», que no hay nadie más por aquí.
Joder, ¿y no podía ser otro?, pensó Bernardo.
Pues no, no podía ser otro. «Henry» cogió el teléfono entre divertido y cabreado.
–¡Buenos días, Bernardo! ¿Qué necesitas de mí?
–¡Buenos días, Enrique! Muchas gracias por ponerte al teléfono. Es que estoy fuera de la Gran Capital y me está llamando el General Counsel de Logística USA porque necesita hablar con un socio experto en Mercado de Capitales que le ratifique lo que les he dicho. Es con relación a Cargo –le soltó sin más rodeos; en esta ocasión no había margen para andarse con prudentes circunloquios, aunque pudiera pasarle factura en su cada vez más cercana promoción a abogado sénior.
Obviamente «Henry» no iba a dejar pasar la ocasión.
–¿Pero tú quién te crees que eres? ¿Cómo se te ocurre llamar a un socio del Gran Bufete para que, como si nada, se ponga al teléfono con un cliente?
«Pues lo mismo que he hecho yo», «Henry», pensó Bernardo, al que, encima de haber tenido que encargarse de un asunto que le venía grande durante dos semanas mientras estaba cerrando él solo otra operación y había logrado manejar la situación con Logística USA, le iban a acabar reprendiendo.
–«Henry», los tengo al teléfono. Están muy nerviosos. Necesitan hablar contigo ya. Si no puedes llamo a Tomás.
–Anda, pásamelo. Ya hablaremos con calma. Con alivio, Bernardo le pasó la llamada.
Y con alivio también acabó de tomar la decisión que rondaba desde hacía tiempo su cabeza y que cambiaría su futuro profesional. Tras esa conversación decidió que aceptaría la oferta de Templeton.
* * *
Llegó el día señalado. Pero un mes más tarde de lo previsto. Tras sus iniciales conversaciones con Pablo Pastor para incorporarse a Templeton, Bernardo había pedido un tiempo antes de comunicarle su decisión final con la excusa de poder concentrarse en la operación de Logística. En realidad, necesitaba ese último empujón que le habían dado «Henry» y Pier. El primero al recordarle la cara más áspera del Gran Bufete, que durante más de un año Pier había