El juego de las élites. Javier Vasserot
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Disparaba las alarmas
Por ello ha sido juzgado
Sin derecho a un abogado
Sentenciado y condenado
A no besar más papel
Llevo este lápiz quebrado
Por ti
Bajó de la silla, recogió las cosas de su despacho y se marchó por última vez tras despedirse de los guardias de seguridad, a los que él sí conocía por su nombre de pila.
Pasaba Bernardo sus primeros años de moderna esclavitud forjando su futuro entre opíparas comidas y cenas a base de sándwiches y pizza, poco dormir y mucho calentar silla, incluyendo por descontado los fines de semanas y fiestas de guardar. Rodeado siempre de otros desdichados y estajanovistas jóvenes entregados a su suerte. Al menos esa que ellos involuntaria o temerariamente habían escogido.
Mientras redactaba la innumerable certificación de la enésima reunión del consejo de administración de alguna sociedad, la otra mitad de «Los Chaquetas» entró como un torbellino en su despacho.
–Gordo, ¡eres el séptimo, cabrón!
–¿El séptimo qué, Álvaro?
–¿Es que no miras los mails? –le reprendió Álvaro con una mezcla de asombro y fastidio provocada por los celos–.
¡Séptimo en la clasificación de horas facturables del año pasado!
Pues para ser sinceros, no, no miraba los mails internos. Es que no le daba tiempo. Bastante tenía con los de trabajo.
Ahora bien, ¿el séptimo? No se podía creer que hubiera otros seis colegas aún más pringados que él. ¿Cómo era posible que seis abogados hubieran facturado más de 2.714 horas en un año? En cierto modo también le fastidiaba. Si al menos ese inhumano ritmo de trabajo le hubiera catapultado al primer puesto… Y lo peor era que esa barbaridad de tiempo facturado, duramente trabajado, no iba a tener impacto alguno en su remuneración en forma de bonus. Tendría que darse como mucho por satisfecho con pasar de ser abogado de segundo año a abogado de tercer año, salvando de esa manera el riesgo de perder el sitio tras las rotaciones y ser despedido por la firma.
Al menos eso era lo que a don Ramón le gustaba que temieran todos y cada uno de sus asociados, pues era la mejor receta para evitar molestas reivindicaciones salariales. La permanente sensación de estar en deuda con el patrón producía un efecto paralizante incluso en las muy desarrolladas y preparadas mentes de esos abogados que podrían encontrar acomodo en cualquier otro bufete o empresa y por más dinero del que les ofrecía El Gran Bufete. Se trataba sin duda de un sistema brillante, especialmente teniendo en cuenta que ni siquiera eran empleados, sino que mantenían una relación mercantil con el despacho de abogados. Bajo la romántica excusa de que eran en realidad profesionales liberales que mantenían la independencia, lo que se escondía era la pérdida de cualquiera de los derechos que, como la pensión, el subsidio por desempleo o el simple derecho a disfrutar de vacaciones, llevaban décadas adornando las condiciones salariales de cualquier empleado por cuenta ajena teóricamente mucho menos capaz e inteligente que ellos.
Así que, ¿un bonus? ¿En que estaría pensando? Suficiente era seguir vivo en ese campo de batalla a pesar de los tremendos y frecuentes errores que aún cometería pese a acumular ya dos intensos años de experiencia. Esos dobles espacios entre palabras, esas comas mal ubicadas, todos ellos graves atentados contra el grueso manual de house style del Gran Bufete. Como para encima pensar en medallas.
–Oye, Álvaro, ¿te has dado cuenta de que con el dinero que El Gran Bufete cobra por las horas que he trabajado este año se podría pagar más de diez veces mi sueldo? –le preguntó divertido a su amigo mientras levantaba la vista de la certificación.
Álvaro hizo el cálculo rápidamente en su cabeza.
–No es bueno pensar en esas cosas, gordo, que bastante suerte tenemos de seguir aquí –contestó el interpelado a su compañero evitando que su cabeza se intoxicara con tales pensamientos impuros que no podían llevarle a ninguna parte.
Pensar demasiado no llevaba a nada bueno. Bernardo no acababa de entender ni de compartir esos miedos atávicos, pero lo que realmente lo descorazonaba era que cada vez que encontraba la manera de acercarse a ese ideal iniciático que tanto lo cautivó al incorporarse dos años atrás al mundo profesional, a esa aspiración avivada por don Ramón de convertirse en un innovador jurista-asesor-abogado, el frontal rechazo que experimentaba lo sumía en el más profundo de los desánimos.
Todavía tenía fresca en su mente aquella ocasión, meses después de la operación de Gasística. «Henry» se encontraba por aquel entonces inmerso en el asesoramiento de una complicadísima Oferta Pública de Adquisición (las denominadas OPAs en la jerga empresarial, adquisiciones de grandes cantidades de acciones de una sociedad cotizada que implicaban la toma de control de la misma) que lo llevaban de cabeza a él y a don Ramón. Miguel Stravssen, una de las mayores fortunas de la Nación, les había realizado el encargo de asesorarle en la adquisición de un importante paquete accionarial de determinada sociedad cotizada eludiendo la obligación de formular una OPA, si es que esto era factible. Pese a las reticencias que en «Henry» despertaba el díscolo Bernardo, a quien Tomás había aconsejado probar en su equipo, apreciaba su capacidad de razonamiento diferente, por lo que, aunque dudara de la solidez de sus conocimientos, le había pedido darle al cocumen para tratar de encontrar la manera de realizar la compra de esas acciones evitando pasar por la temida OPA. Bernardo sintió que se le abrían las puertas del cielo de par en par. El socio más joven de la historia del Gran Bufete le había pedido nada menos que a él que idease una solución a un delicado problema jurídico, ¡encima en relación con una de las operaciones de más relumbrón de la temporada empresarial! Se trataba de hallar una manera de estructurar la adquisición que consiguiera convencer al regulador del mercado de valores de que la operación no implicaba en realidad un cambio en el control de la compañía.
Bernardo se puso manos a la obra, revisando todos los informes, dictámenes, memoranda y precedentes, tanto nacionales como del resto de Europa, todo lo escrito en español, inglés, italiano, alemán y francés, hasta corroborar que la estructura que había ideado tenía un sustento basado en otros entramados jurídicos previamente testados y que habían resultado aprobados por los respectivos supervisores de cada uno de esos mercados. Dedicó semanas al estudio, concentrado al máximo, totalmente motivado ante la idea de ser capaz de encontrar la manera de desbloquear la operación, hasta que finalmente completó la redacción de un extremadamente complejo informe de Derecho Comparado. Treinta densas páginas de razonamiento jurídico del que el propio Karl Popper se habría sentido orgulloso, planteando una hipótesis, poniéndola a prueba con otra contra-hipótesis, para finalmente de esa manera ir matizándola y acabar logrando un pleno acomodo jurídico.
Tras revisarlo una y mil veces, no fuera a ser que tanto trabajo se viera empañado por un par de espacios seguidos imprevistos, un sangrado mal justificado o una enumeración con números árabes y no romanos, dejó el informe sobre la mesa de «Henry» con las hojas impresas a una cara y unidas con un clip por la esquina superior izquierda, sin grapar, como se estilaba en las normas de presentación del Gran Bufete, el famoso house style. En el pequeño adhesivo