El juego de las élites. Javier Vasserot

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El juego de las élites - Javier Vasserot Novelas

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gordo, ¿tú estás metido? –inquirió Álvaro.

      –¿Metido en qué? –contestó Bernardo, sinceramente desconcertado.

      –En Átomo, ¿no te suena?

      –Pues no.

      –¿Seguro? Operación Átomo.

      –Ni lo más mínimo –le respondió hastiado Bernardo, quien intuía que debía de tratarse de uno de esos nombres en clave que tanto se estilaban para preservar la confidencialidad de las grandes operaciones y que a él tan absurdos le parecían: Proyecto Electrón, Proyecto Imperio, Babieca... Era tanta la imaginación y el tiempo dedicados a inventarse nombres en clave y a veces tan poco el empleado en ponerse a pensar…

      Álvaro respiró aliviado. Bernardo tampoco estaba metido en Átomo. Menos mal. Joder… a no ser que sí lo estuviera y no quisiera decirle nada. Con Bernardo ya se sabía; era tan escrupuloso con la obligación de confidencialidad que, incluso estando a tope en Átomo, capaz era de no haberle dicho nada. Será cabrón… «Seguro que está trabajando en el tema y por eso lleva unos días tan ocupado«, se dijo Álvaro. Decidió que había que hacer lo humanamente posible para que a él también lo metieran en la operación.

      La realidad era que tan solo don Ramón, Tomás Cantalapiedra y Amaya Ortiz, secretaria de Tomás, sabían de qué iba Átomo, la operación del año, la compra de Eléctrica Principal por parte de Gasística. Era una de esas transacciones ultraconfidenciales en las que don Ramón recibía una llamada a deshoras para mantener una reunión secretísima en la que un consejero delegado, presidente o CEO de la compañía de turno le desvelaba sus intenciones empresariales para recibir el sagaz consejo, mezcla de jurídico y de sentido común, del afamado socio fundador del Gran Bufete y de su ultracompetente equipo, y en especial de su gran estrella: Tomás Cantalapiedra.

      Desde el momento en que se empezaba a barruntar que algo gordo se cocía por ahí se desataba una auténtica guerra interna en El Gran Bufete. Todo el mundo quería estar involucrado por razones obvias en las grandes y mediáticas operaciones. Para empezar, era la manera más facilona de meter horas a saco y subir en los rankings de horas facturables. También favorecía mucho la obtención de los bonus de fin de año, por razones que no hace falta explicar. Y luego estaba el prestigio, tanto interno como externo. El poder sacar pecho cuando la noticia por fin aparecía en la prensa y se salía de copas con los amigos. Esas miradas de contenida envidia disfrazadas de aparente admiración de los colegas del bufete eran impagables. Como decía Álvaro: había que hacer lo humanamente posible por estar metido en estas operaciones.

      David era de los pocos ajenos a esa vorágine. A é, que lo que le gustaba era sumergirse en los libros de texto y dedicar horas a darle a la cabeza; esas mega-operaciones le dejaban indiferente. Incluso mejor huir de ellas. Eran transacciones en que todo pasaba muy rápido y no cabía tiempo para la reflexión. Conllevaba además estar muchas noches sin dormir haciendo labores tan sofisticadas como rellenar huecos en los contratos o chequear que la numeración de las páginas fuera la correcta. En el fondo, cuanto más glamour tenía el encargo profesional menos excitante e intelectualmente retadora era la actividad a realizar por los abogados más júniores.

      La pirámide de antigüedad era totalmente inamovible, por muy brillante que un júnior fuera. Y era normal. Tantos veteranos involucrados y tantas mentes dedicadas al mismo asunto no dejaban apenas espacio a los más jóvenes más que para labores logísticas, esas que eufemísticamente se daban en denominar «trabajos paralegales», que eran las que al final más tiempo llevaban. Y trabajando con Aitor, de horas iba más que sobrado. No necesitaba más mierda.

      Sin embargo, de una u otra manera al final los tres acabarían absorbidos por el agujero negro de Átomo.

      David totalmente a disgusto, de la forma más tonta y por culpa de su puñetera manía de quedarse a estudiar por la noche en las salas de reuniones para que nadie lo molestara.

      Tuvo tan mala suerte que fue a escoger esa noche precisamente la sala contigua a aquella en la que Tomás Cantalapiedra estaba reunido con don Ramón. Ya fue casualidad el salir de la sala y toparse con Tomás de morros.

      –Oye, crack, necesito un cerebro y un par de manos.

      A David toda esa jerga pretendidamente seductora no le afectaba, pero el escalafón era el escalafón.

      –¿En qué te puedo ayudar, Tomás? –contestó muy a regañadientes.

      –Sube a mi despacho en media hora, que te cuento una operación muy confidencial que nos va a tener ocupados todo el puente. Espero que no tuvieras planes.

      –No, nada especial.

      Pues claro que tenía planes. ¡Quién no los tenía para un puente de cuatro días! No obstante Tomás era uno de esos socios a los que más te valía no decirle nunca que no. Las consecuencias podían ser brutales. Ese «no» perduraría indeleble más que una mancha de vino en un vestido blanco y, llegado el momento de votarse a los seis años de su incorporación al Gran Bufete la deseada promoción a asociado sénior, no faltaría quien rescatase un «no» para impedir un seguramente merecido ascenso marcando con una cruz a quien bien podría haberse matado a trabajar todo ese tiempo pero que en un mal día tuvo la ocurrencia de dar un no por respuesta a la persona equivocada.

      Así que no tuvo más remedio que llamar a casa para decirles a sus padres que no contaran con él hasta el lunes (tampoco no tenía planes mucho más ambiciosos que esa tanto tiempo prometida y tanto tiempo postergada salida al cine con su padre) y encaminarse a la tercera planta al despacho de Tomás.

      Mientras David subía los escalones para ver al socio estrella (el ascensor estaba reservado para los socios de cuota o equity, esto es, los socios «pata negra», como decían los abogados jóvenes para referirse a los socios que tenían participación en el capital del bufete para distinguirlos de los socios «de recebo», que eran los que no tenían participación en el capital y tan solo cobraban un generoso sueldo), iba maldiciéndose por seguir siendo tan inocente como cuando era estudiante. «Quién narices me manda a mí quedarme a estudiar la víspera de un puente», musitaba para sus adentros. Si es que estaba convencido de que al ser la tarde antes de fiesta todo el mundo estaría huyendo a casa temprano.

      En fin, allí se encontraba, ante la puerta cerrada de Tomás a las diez de la noche, justo media hora después de la desgraciada conversación en la sala de reuniones, tal y como le había requerido el socio. Llamó ligeramente, como quien no quiere hacerlo pero se siente obligado. Nada, sin respuesta. Probó de nuevo con algo más de intensidad. «A lo mejor estoy de suerte», pensó. Ya estaba a punto de irse, convencido de que efectivamente por una vez los dioses estarían de su parte, cuando apareció Álvaro, que nada más verlo le dijo:

      –David, tío; estás buscando a Tomás, ¿no? Me ha dicho que lo esperes, que se iba a tomar algo rápido y volvía.

      Lo que faltaba. Ahora a esperar a que el señorito volviera de cenar, sin saber si irse a casa, si esperar en la puerta o irse a cenar él también. Optó por lo más prudente, que era quedarse allí dando vueltas hasta que a las once y media, apreció Tomás, que nada más verlo se acordó de que le había pedido subir en media hora hacía ya dos.

      –¿Qué pasa, campeón? –acertó a decir–. Siento el retraso, pero es que he tenido que salir.

      «Claro, a cenar», pensó David.

      –Pues ya me contarás qué quieres que haga –le dijo con la remota esperanza de que el fuego se hubiera apagado

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