El juego de las élites. Javier Vasserot

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El juego de las élites - Javier Vasserot Novelas

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había conseguido. Con el pelo revuelto se afanaba en ir comprobando que todo estaba en orden, repasando todo una y mil veces mientras se cuidaba de que la otra mitad de «Los Chaquetas» no se enterase de su participación en la operación del año.

      Y las nueve se hicieron diez y las diez, las once y las doce, la una… Y allí no pasaba nada. El contrato que había preparado Bernardo se encontraba durmiendo el sueño de los justos sobre la mesa de «Henry» desde hacía horas, de la misma manera que su informe descansaba en el despacho de Tomás.

      –¿Para qué –le preguntaba Bernardo a David en la cocina mientras ambos trataban de sobrevivir a base de cafés– tanto trasnochar si de repente transcurre una mañana de absoluta calma?

      –Es que las horas de la noche cuentan doble –le contestó con una mezcla de sorna, hastío y mala leche David, que comenzaba a estar bastante harto de toda esa comedia jurídica, por llamarla de alguna manera.

      Razón no le faltaba, pues las horas facturables que se cargasen entre las nueve de la noche y las nueve de la mañana, así como las trabajadas en fin de semana o festivo, se cobraban al doble de su valor al cliente.

      A media mañana, los padres de Bernardo llamaron preocupados al Gran Bufete, no fuera a ser que a su hijo, que nunca había pasado una noche fuera de casa, le hubiera pasado algo malo. Tras muchas intentonas baldías, finalmente consiguieron hablar con Amaya Ortiz, secretaria de Tomás, que con un tono solemne y distante les comunicó que Bernardo se encontraba trabajando en una operación sumamente confidencial que requería de todo su tiempo. Así que cuando Bernardo llegó a casa a las siete de la mañana del día siguiente, tras cuarenta y ocho ininterrumpidas horas despierto, sus padres lo recibieron con una extraña mezcla de asombro, curiosidad y orgullo. Le dieron de desayunar (o lo que fuera aquello a esas deshoras, más bien un «cenayuno») y trataron de que les explicase en qué diablos estaba metido que pudiera ser tan importante, pero su hijo lo único que quería en ese momento era dormir, aunque fuera un poco.

      Se acostó a eso de las ocho. Sin embargo, a las diez sonaba el teléfono en su casa. Era Amaya Ortiz, de nuevo solemne y ceremoniosa.

      –¡Buenos días! Quería hablar con Bernardo Fernández Pinto.

      –Está durmiendo, soy su madre. ¿Quién es?

      –Encantada, señora. Le llamo de parte de Tomás Cantalapiedra, socio del Gran Bufete con quien trabaja su hijo. Necesitamos que acuda con urgencia al despacho. ¿Podría avisarle de que le esperamos a las once? Gracias –dijo de carrerilla colgando el teléfono sin dar opción a una negativa o a una queja.

      La madre de Bernardo no se lo podía creer. ¡Si su criatura no había dormido más que dos horas en dos días! Era de todo punto incomprensible en su manera de entender el mundo. En fin, habría que hacer caso a esa señora tan seria que requería de su hijo y despertarlo de inmediato. Algo realmente urgente debía de ser, realmente urgente, sí señor.

      Pues no. Llegó de vuelta al bufete a las once, sin saber bien si era jueves, viernes o sábado, y esperó tres largas y somnolientas horas hasta que, justo a la hora de comer, le dijeron que se iban todos juntos a la Notaría a preparar las escrituras de la firma de la compraventa junto con los oficiales del notario mientras en una sala contigua se acabarían de cerrar entre las contrapartes los puntos que todavía permanecían abiertos en la negociación. De esa forma los júniores podrían ir introduciendo los cambios en las versiones de firma en tiempo real. Ese iba a ser su trabajo.

      En la Notaría se encontró a un Álvaro rebosante de felicidad y actividad (tanto natural como producto de la ingesta de bebidas estimulantes) que, nada más verlo, atropelladamente y con los ojos rojos como tomates por la mezcla de sueño, emoción y cafeína, le espetó de manera acelerada, sin hacer prácticamente pausas entre las palabras:

      –Joder, gordo, llevo tres noches sin dormir, ¡qué pasada! No podía decirte nada porque Átomo es tan confidencial que hasta que no estuviera seguro de que estabas metido no quería arriesgarme a hablar contigo. Pero de puta madre que estés tú también. ¡Esto es la hostia, mariqueeeeeein!

      Bernardo estaba tan cansado y desorientado que no sabía si ponerse a reír o decirle a Álvaro que se tomase una tila. Le contó que él también llevaba un par de noches casi sin dormir por culpa de Átomo, y que llevaba día y medio sin que nadie le dijera exactamente qué se esperaba que hiciera ahora.

      –Pues tenemos que revisar las escrituras de titularidad de las acciones y los números de las acciones también –seguía soltando atropelladamente Álvaro, que estaba sinceramente feliz de tener a su compinche a su lado.

      –¿Solo eso? ¿Y para eso hacemos falta los dos?

      –Sí, gordo; yo ya ni veo los números y hay que sumar las acciones, comprobar que son correlativas… Con el coco que tú tienes para las mates te necesitamos. Además, en cualquier momento puede venir Tomás diciendo que todo está acordado y que firmamos inmediatamente, así que hay que darse prisa.

      De repente Álvaro «le necesitaba». En fin, no quedaba otra, así que Bernardo se puso a la tarea, a la que siguió otra y otra y otra más, para finalmente, de madrugada como no podía ser de otra manera, asistir al acto solemne de la firma de los contratos por parte de Eléctrica y Gasista. Habían sido tres días con sus tres noches de trabajo ininterrumpido, sin dormir y casi sin comer.

      Rodeado por los semblantes de deber cumplido de Tomás, «Henry», Álvaro y tantos más, Bernardo tenía una sensación de vacío tremenda. Todo este esfuerzo no era sino el primero de muchos similares que le esperaban. Si Tomás y «Henry», con veinte años más que él en edad y experiencia, también se habían pasado sus tres buenas noches sin dormir, su destino en El Gran Bufete no podía sino reservarle unas cuantas docenas de «matadas» similares. ¿Era eso lo que él buscaba al dedicarse a la abogacía? No estaba seguro de ello.

      En medio de esas disquisiciones se le acercó un jovial, digamos más bien que «espídico», Álvaro:

      –Joder, gordo, de esta seguro que nos cae un tombstone.

      –¿Un qué?

      –Sí, hombre, las placas esas de metacrilato con toda la información de la operación para conmemorar la firma. ¿No has visto nunca una? Las tienen todos los socios en las mesas de sus despachos.

      Bernardo ahora caía. Se trataba de esas cositas transparentes con una hojita metida dentro que coleccionaban con tanto ahínco «Henry» y los demás socios de M&A. Tenían verdaderas filas de esas plaquitas alineadas de manera ordenada en un lugar visible del despacho como si tratase de trofeos de caza. El que más tenía era el más importante, el que acumulaba más mega-operaciones. A veces incluso lograban que les diesen dos o tres plaquitas por la misma operación, que por supuesto camuflaban entre las otras para hacer bulto y que no se notase que estaban «repes».

      No sabía qué decir. Para Bernardo el tombstone de Átomo solo podría recordarle el absurdo vivido esas tres noches. No lo quería para nada. A sus ojos era como guardar de recuerdo la cruz en la que uno había sido clavado.

      * * *

      David llevaba meses desarrollando sus propias estrategias de supervivencia. Tras haber pecado de inexperto ya en demasiadas ocasiones en las que había acabado pringando de manera innecesaria, había logrado, a base de observación, encontrar la manera de que lo dejasen en paz. Sabía perfectamente que nunca podría irse a casa antes de las diez de la noche aunque fuera viernes y no tuviera nada de trabajo pendiente. Eso te convertiría en un vago. Sabía igualmente que tampoco podía quedarse calentando silla hasta

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