El juego de las élites. Javier Vasserot
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–Es que tenemos trabajo pendiente –acertó a balbucear Bernardo, medio orgulloso y medio avergonzado de ese absurdo mérito.
–Genial, me venís de coña –le interrumpió Miguel mientras dejaba caer en la mesa dos gruesos archivadores–, porque necesito que alguien me revise estos contratos.
A Miguel se le acababa de despejar en un momento el fin de semana a costa de los dos novatos pardillos. A todo esto, Álvaro y Bernardo seguían con sus chaquetas puestas mientras deambulaban por los largos pasillos del Gran Bufete (las razones anteriormente expuestas, traspiración y elegancia, seguían plenamente vigentes), lo que les granjeó de manera inmediata el cariñoso apelativo de «Los Chaquetas», que ya nunca más les abandonaría.
«Los Chaquetas» descubrieron ese sábado que nunca jamás en toda su vida profesional sería posible recuperar el trabajo atrasado. Antes bien, la genial idea de ir a la oficina ese fin de semana no había sino hecho aumentar exponencialmente el volumen de labor acumulada pendiente. Porque esas cuatro horas de mañana de sábado habían sido las víctimas propiciatorias de todos aquellos que de verdad habían necesitado ir a la oficina. Siempre resultaba muy útil disponer del tiempo de los dos nuevos, que seguro que mucho no tendrían que hacer fuera cuando iban a trabajar (y tan trajeados encima) un sábado.
David D. también se encontraba frente a su mesa del Gran Bufete esa mañana, en su caso no por voluntad propia. Y por supuesto sin traje. De hecho, Miguel no había perdido la oportunidad de llamarle la atención por su ocurrencia de acudir en vaqueros. Ya se sabe, el difícil equilibrio entre la comodidad y la elegancia mal entendida. En fin, si de por sí ya era un fastidio ir a trabajar el sábado, el hecho de encima tener que ir a cambiarse a casa, con su media hora en autobús de ida y su media hora de vuelta, para aparcar los vaqueros y ponerse un pantalón de pana en pleno julio era la berza. Y es que el pobre David no tenía prácticamente otra cosa que no fuera traje o vaqueros. El concepto smart casual nunca le entró en la cabeza o en el armario. Pero, como le ocurriría con tantas otras estupideces laborales, obedeció sin más. Bastante absurdo era tener que ir a cambiarse a casa como para, por añadidura, perder tiempo discutiéndolo. No estaba en una edad como para andar desobedeciendo, pensó sin darse cuenta del agujero en el que esa actitud poco a poco le iría metiendo. La aceptación de ser domado por el mal concebido y mal diseñado mundo laboral de los bufetes y consultoras de éxito, donde salirse de la norma equivalía a ser un vago o un peligroso verso suelto, era una de las recetas del «éxito». Y es que a David le había costado mucho desde el primer día acostumbrarse a ese circo pese a que el estudio del Derecho le cautivaba enormemente y pese a que siempre había demostrado desde bien pequeño una encomiable capacidad de esfuerzo. A él lo que le ocurría era que le pesaba mucho más que al resto de colegas de bufete el «teatrillo» que rodeaba todo aquello, lo que le convertía en la víctima preferida de los ataques de sus mayores, socios jóvenes, protosocios no tan jóvenes y resto de veteranos de bufete que proyectaban en él sus frustraciones.
Como esa misma mañana sabatina. David había acudido forzado a la oficina tras recibir a las ocho de la mañana una amable llamada de Aitor, «brillante» asociado sénior de casi cuarenta años de edad, la mitad de ellos prácticamente sin haber visto mucho más allá que las cuatro paredes de su bien ganado despacho individual en El Gran Bufete, causante de su alopecia, pálida piel y mirada desganada y vencida. Lo sacó de la cama con mucho salero.
–David, deja de hacerte pajas en la cama y ven a currar, que yo llevo aquí más de una hora ya –le conminó Aitor amablemente tras haber despertado a sus padres llamando a su casa a tan temprana hora y sin pedir permiso o disculpas, como quien tiene derecho de pernada.
Ni David ni sus padres entendían nada. Ni las formas ni la necesidad de ir a trabajar tan temprano un sábado, cuando aún quedaban más de tres semanas para la entrega del dichoso informe que tanto traía de cabeza a su hijo. Due diligence les había dicho David que se llamaba. Les había explicado que se trataba de una descripción de las cosas que iban mal en una empresa, una especie de radiografía hecha por abogados. En realidad no era otra cosa que un tocho de trescientas páginas que se redactaba tras la revisión de miles de actas, contratos y otros documentos. No parecía muy excitante, desde luego. Sin embargo había que trabajar ese y todos los sábados y domingos porque Aitor marchaba ese año el segundo de entre más de cien letrados en la clasificación de abogados del Gran Bufete por número de horas facturables tras dos años quedando entre los cinco primeros.
Conocía como todos los demás ese dato, porque hacía tres ejercicios que la firma había decidido hacer públicas las estadísticas que medían el número de horas que cada abogado cargaba en el sistema a trabajos facturables al cliente (las famosas horas facturables), de manera que todo el mundo podía saber quién era el que más trabajaba, o al menos el que mejor gestionaba el sistema de medición de la apariencia del trabajo. En su desesperada carrera para ser nombrado socio, Aitor ya llevaba cargadas 1.527 horas en los primeros seis meses de ese año, solo por detrás del inefable Tomás Cantalapiedra, un auténtico talento de la abogacía adicto al trabajo que iba sumando horas facturables de trescientas en trescientas gracias a las innumerables operaciones de M&A (fusiones y adquisiciones de empresas) que las grandes corporaciones de la Nación no cesaban de encargarle.
A David todo esto le traía al fresco. Él había decidido dirigir sus pasos hacia la abogacía por pura vocación. Su entusiasta estudio de las fuentes del Derecho le abriría, o eso creía él, la posibilidad de dedicarse a la «resolución de problemas jurídicos complejos», como les había prometido de manera grandilocuente don Ramón, el Socio Director de El Gran Bufete, a él y a la nueva camada de recién contratados júniores al incorporarse a filas el año anterior. Esa frase era el motor que animaba sus pasos cada mañana, el resorte que lo catapultaba de la cama para ir al despacho todos los días. Sí, literalmente. Todos los días: de lunes a domingo.
Álvaro y Bernardo, «Los Chaquetas», por su parte, llegaban al Gran Bufete con las expectativas condicionadas por el sesgo de sus respectivas vocaciones, deseosos ambos de poner las primeras piedras del futuro que se estaban labrando. Para Álvaro, la sola imagen que se proyectaba de sí mismo al estar trabajando en un bufete de primera, el más prestigioso sin duda de la Nación, mientras sus compañeros de clase todavía luchaban por conseguir aunque fuera unas prácticas de verano en algún banquito decente, le llenaba plenamente. Pese a sus dudas iniciales cuando el Gran Banco Londres parecía la opción más apropiada para su estatus, ahora que había tenido la oportunidad de compartir reuniones con antiguos ministros y jueces estrella, que eran clientes unas veces y otras compañeros de bufete, sentía que había logrado el merecido premio para alguien que, como él, siempre había ido un paso por delante, ya fuera consiguiendo los apuntes del año pasado en la universidad o las preguntas del examen la víspera del mismo.
Mientras tanto y como siempre, Bernardo seguía siendo presa de su pertinaz ingenuidad y no se había dado por aludido por ninguno de los avisos que cualquier otro teóricamente menos sagaz habría sido capaz de interpretar desde su época de estudiante en la Gran Universidad. Pese a que finalmente le quedó claro que sus profesores no valoraban tanto el saber como el estudiar, él seguía obstinado en pensar que en el mundo profesional eso iba a cambiar. Que su calidad y conocimientos brillarían por sí solos. Y que todos podrían apreciarlo, como si se tratase de un futbolista profesional que destaca al jugar sin que nadie pueda negar esa realidad. Ahí seguía Bernardo, tratando de hacer su trabajo lo mejor posible día tras día, sin mirar más allá, tan seguro de que lo que El Gran Bufete valoraría sería esa capacidad tan suya de análisis creativo, de escudriñar los más mínimos detalles y, con ellos, llegar a ingeniosas estrategias jurídicas.
Pero no era así. Sin darse cuenta estaba inmerso en un universo de horas facturables, informes en masa, apariencia de trabajar como un loco y, en fin, hacer ganar dinero al Gran