El juego de las élites. Javier Vasserot
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Y en el fondo era tan sencillo… Tan solo había que ir cumpliendo con cada uno de esos hitos, como quien prepara la lista de la compra, va al supermercado y tacha punto por punto lo que va comprando. Cebollas… ¡hecho!, tomates… ¡también!, apio... no sé ni lo que es, pero ¡al carrito! Nada se podría interponer en el camino de Álvaro si hacía lo que debía, si no se distraía del objetivo señalado. Y si para ello era preciso hacer alguna que otra pequeña trampa, como conseguir las preguntas del examen que iba a caer al día siguiente, copiar en algún momento a un compañero aplicado o provocar que ese mismo compañero sacase una peor nota no ayudándolo, o incluso, despistándolo amablemente, pues se hacía. Siempre, por supuesto, con esa sonrisa acompañada de palmadas en la espalda como solo lo saben hacer los que han nacido para el éxito social. Eso era lo normal, lo que todo el que quisiera triunfar a lo grande hacía. Y es que a los ojos de Álvaro esos no eran atajos, sino salvoconductos hacia la condición de gran profesional, duro, resiliente y persistente ante las dificultades, capaz de sacrificar su comodidad personal, su sueño, su salud y sus aficiones por su patrono. Todo esto estaba muy valorado en ciertos ambientes profesionales. A Bernardo nunca le había acabado de atraer esa idea de trabajar cien horas a la semana, así porque sí, haciendo algo que no estaba demasiado bien definido, a base de entrega y coraje, al estilo castrense, con «un par», obedeciendo sin preguntar. Él, desde su candidez, quería trabajar en algo que entendiera y pudiera contextualizar en un marco, con un objetivo definido. Hacer su trabajo diario para algo, en definitiva. Porque uno aprieta una tuerca para unir alguna pieza a un cuerpo principal y esa pieza cumple alguna función en ese todo, ¿no? Y es que el mundo moderno de los servicios profesionales había evolucionado o involucionado de tal manera que hasta un operario de una cadena de montaje de principios del siglo pasado entendía mejor lo que estaba haciendo y para qué servía. Si yo le pongo una biela al Ford T, mi siguiente compañero en la cadena la unirá al árbol de transmisión y después otro añadirá las ruedas y, allá al fondo, si nos fijamos con atención, veremos el coche ya listo para circular.
Ahora uno llegaba a la oficina por la mañana, no excesivamente temprano –pues daba mejor imagen el retraso producido por el trasnoche en la oficina que madrugar para aprovechar el tiempo–, hacía lo que le decían y, a base de repeticiones, lo acababa dominando de manera eficiente. Sin embargo, rara vez alguien se tomaba el tiempo de explicarte qué narices estabas haciendo y para qué. Y si preguntabas, peor. Otros menos problemáticos y más dóciles serían mejor valorados por esa inicial, más temporal y ficticia, mayor eficacia laboral. Lo malo para Bernardo era que los estudios de Derecho y Ciencias Económicas y Empresariales no daban para muchas florituras intelectuales ni filosóficas. Todos los trabajos que se le presentaban le resultaban bastante prosaicos. Aparte de la descartada vía de los bancos de inversión (en gran parte también por llevar la contraria), podía opositar para juez, notario, registrador de la propiedad o civil, quizá abogado del Estado. También podía acudir a cualquiera de las oposiciones regionales que se ofrecían en toda ciudad pequeña, lo que le garantizaba casi con plena certeza sacárselas, dada la costumbre adquirida de hacer exámenes tantos y tantos años y la feroz competencia a la que se había acostumbrado a batir. Otra opción era acercarse al mundo de la empresa o de la banca comercial, trabajar de contable, perdón, asociado en el departamento financiero, puede que para convertirse en breve en vice-president, VP (pronunciado «vipí») en la jerga, lo que por supuesto sonaba mucho mejor que contable. Vice-presidente de banco a los veintitantos años. ¡Qué carrerón! Todo un orgullo para los abuelos.
Así que, de entre toda esa panoplia de posibilidades que se le presentaban, se decidió por la opción que le pareció más profunda y respetable: trabajar en un despacho de abogados. Pero, por supuesto, no en uno cualquiera, con su turno de oficio y sus casos de Derecho de Familia o de Derecho Penal... Eso no, se iba a postular para formar parte del más prestigioso, del que se dedicaba a asesorar discretamente en todos los grandes asuntos que afectaban a la economía de la Nación: El Gran Bufete.
De nuevo, tal como hizo cuando estudió Derecho en vez de Filosofía, volvía a engañarse amablemente a sí mismo escogiendo un trasunto del banco de inversión que tanto detestaba, o decía detestar. Su determinación fue tan firme, tan claros tenía sus propios argumentos, que fue la única prueba de selección a la que se presentaría.
–Bernardo, no te he visto en la dinámica de grupo de ayer en el Gran Banco Londres. ¿No te vas a presentar? –le preguntó Antonio, verdaderamente preocupado por si Bernardo había encontrado otra vía de entrada y no se lo había dicho a nadie.
–Pues lo cierto es que ni siquiera he enviado mi currículum –le contestó taciturno el interpelado, pues poco a poco se había vuelto más reacio a desvelar sus planes profesionales.
–¿Y eso por qué? –insistió Antonio.
–Me atrae más el Derecho –zanjó él.
Damián lo miraba en la distancia con una media sonrisa. El resto de sus compañeros no alcanzaba a comprender la razón por la cual, pudiendo ganar el doble exactamente y teniendo fácilmente a su alcance la soñada banca de inversión, optaba por un simple despacho de abogados que ni tan siquiera era internacional. Algo debía de haberle convencido. Intrigado e impulsado por la decisión de quien con tantas matrículas de honor había escogido el camino de la abogacía, el mismísimo Álvaro rechazaría la oferta del Gran Banco Londres para acabar convirtiéndose junto con Bernardo en uno de los dos únicos privilegiados contratados como júniores de primer año por El Gran Bufete.
Gadea, la novia de Álvaro, estaba horrorizada. Condenados a muerte y cargada la cruz, ahora tocaba portarla.
El sol de julio pegaba y fuerte. Álvaro y Bernardo no conseguían dejar de sudar dentro de sus trajes nuevos, recién adquiridos en los grandes almacenes de la Gran Capital con precios más competitivos para trajes de «marca». De ir en bermudas y camiseta –o, en el caso de Álvaro, polo ribeteado con la bandera nacional–, a llevar mal anudada la corbata sin poder quitarse la chaqueta, no fuera a ser que perdieran un ápice de su a medias lograda e impostada apariencia de ejecutivos. Que no se percibieran los cercos de sudor en sus camisas también era una buena razón para no quitarse la chaqueta ni a tiros. Iba a ser un largo día.
Así que ahí estaban, en la parada del autobús, con el resto de «protopasajeros» mirándolos alucinados como si hubiesen perdido la cabeza definitivamente. Muy serios los dos, concienciados y orgullosos de su nuevo estatus. Y lo peor es que era sábado, pero, tras haberse incorporado al Gran Bufete como asociados de primer año el anterior lunes era tanto lo que tenían pendiente de hacer, tanto el trabajo ya atrasado (¡en una semana!) y tan grandes las ganas de hacerlo bien que habían decidido ir a trabajar juntos ese tórrido sábado de primeros de julio.
–Oye, ¿no os ha dicho nadie que los fines de semana no hace falta venir de traje? –les soltó divertido Miguel, un veteranísimo muy enterado que sumaba nada menos que casi dos años de experiencia en El Gran Bufete.
Y es que entre la veteranía se disfrutaba de manera muy particular la aparente posición de