El juego de las élites. Javier Vasserot
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Nadie lo dudaba ni por un instante.
Así que ese año Atila fue el rey de los cuatros y no el de los unos. Cincuenta y dos suspensos de sesenta alumnos a golpe de cuatros. A Bernardo se le cayó la primera de las vendas de los ojos y Damián sacó su primer (y único) nueve contestando bien a las tres preguntas difíciles y mal a la de regalo. Es lo que ocurre cuando se vive en una dimensión paralela al resto… y cuando se tiene una novia repetidora.
Definitivamente Bernardo no era tan listo como parecía. Tropezaba de nuevo con la misma piedra. Ya debería haber caído en la cuenta de cómo se las gastaban sus compañeros tras el primer examen de Ética.
* * *
Ya habían completado los tres primeros cursos de la doble licenciatura y Bernardo estaba cada vez más hecho un lío. Estaban en cuarto y todavía no lograba ubicarse. Frente al colegio, en el que resultaba bastante obvia le correlación entre estudio, aprendizaje y la siguiente etapa, que en su caso siempre supo que serían los estudios superiores, en la universidad esa cadena de transmisión no operaba de manera tan fluida. Si estudiaba para aprender, en muchas ocasiones paradójicamente las calificaciones se resentían por haber preparado peor que el resto el temario de examen. Y esto le podía perjudicar a la hora de dar el siguiente paso, que no era sino el tránsito al mundo laboral.
Pero es que ni tan siquiera esto lo acababa de tener del todo claro. ¿Trabajar en qué? Y, ¿cómo? ¿Aplicando lo aprendido en los apuntes de clase? Claramente no. ¿Entonces, mejor olvidarse de apuntes aunque eso le supusiera sacar una peor nota? Había decidido que no le quedaba otra que aguantarse y seguir tirando hacia adelante a ciegas. A esa edad ya era difícil mantener una línea constante, y mucho más si se tenían tantas dudas, por lo que, de una manera u otra, tendría que aparcar esos pensamientos hasta que llegase el momento de tomar decisiones. Vivir sin pensar como ejercicio de supervivencia.
No todos tenían ese problema. Para Álvaro la universidad era un medio, un instrumento a través del cual conseguir sus objetivos personales y profesionales. Nada más. Si con un profesor tocaba ir a clase, se iba a clase. Si con otro bastaba con estudiar los apuntes, pues pasaba totalmente de los manuales. De esa forma aprovechaba de manera mucho más eficiente su tiempo y eso se reflejaba en sus resultados académicos, los mejores de su promoción.
Bernardo, sin embargo, seguía considerando la facultad como un fin. Algo había que sacar de ella con independencia de lo que se fuera a hacer después. Aparte de un tránsito, esos años los percibía como un elemento clave que contribuiría a conformar su personalidad por siempre, aportándole una visión del mundo diferente al permitirle dedicar la práctica totalidad de su tiempo al estudio. Era un privilegio que ya nunca más en su vida volvería a tener, pensaba con razón. Lo único que se pedía de él esos años era estudiar, formarse. Nada más. Y con eso cumplía con su cometido en la sociedad. Había que aprovecharlo. Sin embargo, al mismo tiempo, por alguna razón que no acababa de tener sentido ni siquiera para él, le atraía la visión de las cosas de Álvaro. Esa seguridad absoluta e inquebrantable acerca de lo-que-había-que-hacer-para-triunfar-en-la-vida.
La consecuencia de sus particulares disquisiciones era que tenía pocas oportunidades de hablar sobre su futuro con nadie. Con los de la primera fila ni lo intentaba, ni siquiera con Álvaro, con quien había trabado cierto nivel de confianza, casi de amistad. Pero sabía cuál iba a ser la respuesta y, además, tras las experiencias del pasado, no se llegaba a fiar del todo de él. Y con la práctica totalidad del resto era imposible. Estaban demasiado agobiados estudiando o pasaban totalmente del tema. Solo le quedaba Damián. Damián era prácticamente el único con el que parecía entenderse, pese a que no habían tenido la oportunidad de pasar tanto tiempo juntos como a ambos les habría gustado. Pero es que Bernardo era demasiado empollón y Damián bastante vividor. Así no era fácil coincidir.
Volvía Bernardo de la facultad a casa a las pocas semanas de haber comenzado las clases de cuarto curso dándole vueltas a todas estas dudas. Era casi de noche cuando se cruzó con Damián, que bajaba acelerado la calle.
–¿Qué pasa, tío? ¿A dónde vas tan deprisa?
–Es que llego tardísimo.
De repente Bernardo cayó en la cuenta de que, en contra de lo habitual, ninguno de sus compañeros lo estaba acompañando a la parada del autobús. Lo cierto es que les había visto quedarse a casi todos en el aula al terminar la clase mientras él salía, como siempre, disparado.
–¡Anda, no jorobes! ¿Había clase ahora y no me he enterado? ¡Si no teníamos que recuperar la de Estadística hasta la próxima semana!
Se dio la vuelta para acompañar a Damián a clase.
–Tranquilo, tío, que la clase de Estadística se recupera el próximo martes. La gente se ha quedado al seminario.
–¿El seminario? –preguntó Bernardo extrañado.
–Sí, el de Derecho del Trabajo.
Bernardo respiró aliviado. No era una materia que lo sedujera especialmente. Podía vivir perfectamente sin ese seminario.
–Es que ya sabes que a quien asista le sube la profesora automáticamente un punto la nota global. Y al que no asista no le pone en ningún caso matrícula, saque lo que saque en el examen –le explicó Damián mientras ambos volvían hacia la facultad casi corriendo de la pura inercia.
–¿Cómo? No tenía ni idea.
–Lo dijo la profe el otro día en un corrillo al acabar la clase. Tú no debías de estar. Yo me enteré de rebote.
–Pues nadie me ha dicho nada.
–Jajajajá. ¿Y qué esperabas?
–Pues que alguien me hubiera avisado, aunque la verdad es que me da igual. No habría ido de todas maneras. Me parece absurdo. Si por esa razón le acaba dando la matrícula a otro que sepa menos pues me alegro por él. Anda, corre que al final por mi culpa vas a llegar tarde tú.
Damián se detuvo de golpe.
–¿Al seminario? ¡No me jodas! Yo tampoco voy. ¡A lo que llego tarde es al concierto de The Cure! Te podías venir.
Acaba de regalarme un amigo sus entradas y me sobra una. Pero antes tengo que pasar por casa.
A Bernardo le encantaba The Cure. Y con la tontería ya casi habían llegado al piso compartido de Damián, situado a pocas manzanas de la Gran Universidad.
Pero es que era jueves. Al día siguiente tenía clase, y si ya salía poco los fines de semana, hacerlo un jueves era todo un anatema en su cuadriculada cabeza.
–Bueno, ¿qué? ¿Te vienes o no? A ti también te gustan los Cure, ¿no?
Bernardo vaciló un instante.
–Venga, ¿y por qué no? –claudicó finalmente. Damián lo rodeó por el hombro y le dijo:
–¡Qué bien, tío! ¡Nos lo vamos a pasar de puta madre!
A la vuelta del concierto regresaron a casa de Damián a recoger las mochilas que habían dejado allí para