El juego de las élites. Javier Vasserot

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El juego de las élites - Javier Vasserot Novelas

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la única, dificultad.

      Nadie sabía a ciencia cierta cómo se llamaba. Todos lo conocían por Atila, el rey de los «unos», por su dilatado y tan a gala llevado historial de puntuar con un 1 en sus exámenes a más de la mitad de la clase año tras año. Otros le llamaban el «Microputa» por su escasa estatura y su mala leche, su poca predisposición a enseñar y su marcada tendencia a mantener la mayor distancia posible con el alumnado. En fin, el hombre era todo vocación.

      A esas alturas de la carrera, Álvaro había entrado de lleno en el estrellato de la clase, rodeado de los socialmente más acomodados y que solían estudiar juntos en la biblioteca de la Facultad. Se trataba de una forma grupal de estudio que Bernardo no alcanzaba a comprender, dada su necesidad de recogimiento y soledad para asimilar e interiorizar los conceptos de cualquiera que fuera la materia que estuviera estudiando. Esto lo convertía en un compañero marginal desde el punto de vista social universitario, aunque útil y valorado académicamente en cuanto que tenía un conocimiento diferenciado al no provenir del estudio en compañía, sino de todo aquello que lograba encontrar en libros que le pudieran servir de faro.

      Por esta razón, a Bernardo no le sorprendió la llamada que recibió la víspera del temido examen de «Micro». Primer parcial, nervios a flor de piel, varias semanas transcurridas desde que se habían interrumpido las clases y, realizados ya unos cuantos exámenes parciales del resto de asignaturas, llegaba el de «Micro», el que todos temían, el que no aprobaba ni el veinte por ciento de la clase.

      –¡¡Bernardooooo!! –le gritó su madre desde la cocina–.

      ¡Te vuelven a llamar por teléfonoooo!

      –¿Quién es, mami? –inquirió hastiado Bernardo por la enésima interrupción en su concentración.

      –Es otro compañero de clase –le contestó–. ¡Ay, hijo!

      Que no te quieren dejar estudiar hoy.

      –Ya vooooy –se resignó finalmente el estudiante mientras sospechaba quién le podría estar llamando.

      Acertó. Era Álvaro, quien habitualmente le planteaba sus dudas previas a los exámenes más complicados, a veces incluso plantándose en su casa para que se lo explicase todo bien clarito. Lo que sí le sorprendió fue que se trataba del decimoséptimo compañero que le consultaba esa tarde para preguntarle por la solución de exactamente el mismo complejo problema, uno que nunca antes había sido resuelto en clase. Consistía en algo acerca de la demanda de bienes de consumo en Alemania respecto de la de Francia. No muy difícil en realidad, aun cuando novedoso y por tanto fuera del alcance de los del estudio en grupo. Y es que, como le decían los de la biblioteca, siempre era una puñeta esa manía de los profesores de no limitarse a poner en los exámenes uno de los problemas ya previamente solucionados y estudiados en clase.

      ¡Qué ganas de tocar las narices!

      Bernardo seguía siendo muy inocente y no sospechó nada. Contestó amablemente a Álvaro dándole también amablemente la solución, tal como había hecho las dieciséis previas ocasiones esa misma tarde cuando así se lo habían requerido los anteriores dieciséis compañeros.

      –Eres el puto amo, gordo –le dijo Álvaro tras escuchar la explicación telefónica del problema.

      –¡Suerte mañana! –continuó–. A ver si esta noche consigo dormir un par de horas. Si tengo más dudas te llamo, ¿vale?

      En realidad a Bernardo la situación le halagaba un poco, puesto que le permitía en cierta manera entrar a formar parte del grupo líder, aunque no demasiado, tan solo en su justa medida. Además, el apelativo «gordo» era todo un honor, pues los de la primera fila lo reservaban para utilizarlo de manera selecta para dirigirse de forma afectuosa a otros de su misma estirpe. A una parte de Bernardo le encantaría ser un gordo más de esa exclusiva tribu de gordos.

      Se acostó temprano, como solía en vísperas de examen, para llegar lo más fresco posible a la prueba.

      No cayó en la cuenta de lo que realmente ocurría hasta que se sentó al día siguiente en el Aula Magna y comenzó a leer el examen:

      «Primera pregunta (3 puntos): Asumiendo que la demanda de bienes de consumo en Alemania respecto de la de Francia...».

      «¡Ostras! –pensó–. ¡Cómo me suena este enunciado! Es como si ya hubiera visto antes este ejercicio–. Y tanto. Dieciséis veces concretamente en las últimas veinticuatro horas. Por supuesto lo resolvió con facilidad. Y con él los otros dieciséis compañeros que lo habían llamado la víspera, aparte de aquellos que pasaban ayer casualmente por la biblioteca a ver qué cazaban.

      Pero el dichoso examen contenía otras tres preguntas: la que valía un punto, la fácil, que era la que ponía Atila de cebo como medida compasiva para evitar el cero y así hacer honor a su merecido mote; y otras dos de tres puntos cada una, a cada cual más retorcida, y por supuesto de las que no salían en los apuntes ni se habían resuelto en clase jamás.

      Las caras de los de la biblioteca cuando aparecieron las notas en el tablón situado a la puerta de la clase eran todo un poema.

      Agustín Álvarez Lamela: 4

      Antonio Antúnez Castro: 4

      Alberto Bermúdez Martínez López de Cáceres: 4

      Ángel Luis Burgos Latorre: 4

      Álvaro Bustos Ramírez-Mingo: 8

      Diego Camacho Rodríguez de la Cierva: 4

      Amado Cardoso Rubio: 4

      Damián Díaz Frutos: 9

      Y así continuaba la lista…

      Andrés Fernández de la Rosa: 4

      Bernardo Fernández Pinto: 7

      Alfonso Fernández Villasola: 4

      Adrián Fitzpatrick Martos: 4

      –¿Cómo ha podido ser –preguntaba Álvaro a sus compinches–, si la difícil nos la había contestado Bernardo y las otras tres las teníamos perfectamente controladas con las res puestas que nos habían chivado del año pasado?

      –¿De qué coño nos ha servido que mi hermano nos consiguiera las preguntas del examen? –se lamentaba Antonio–. Pero ¿no decíais que lo difícil era el problema?

      –¿Y por qué cojones no le habéis pasado a Bernardo el examen entero para que os lo contestase? –preguntó ingenuo Alberto–, así al menos habríamos sacado un siete, como él.

      –Tú de verdad que eres imbécil –le soltó enojado Álvaro–. ¿Para qué? ¿Para que él sacase un diez y nos volviera a pisar la matrícula? Ya sabéis que Atila solo pone una por curso.

      –De todas formas al final se la va a poner a Damián y no a ninguno de nosotros, porque tú, Álvaro, eres el que has sacado la nota más alta de todos y solo tienes un ocho –insistía Alberto.

      –Eres realmente corto, gordo –le replicó Álvaro, ya que incluso dentro de la misma estirpe se permitían de vez en cuando hacerse de menos y hasta el apelativo gordo podía usarse con una connotación negativa.

      Prosiguió Álvaro con su argumentación.

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