El juego de las élites. Javier Vasserot

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El juego de las élites - Javier Vasserot Novelas

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estaban repletas de pósteres de grupos de funk rock como Rage Against The Machine o los Red Hot Chili Peppers, y el suelo repleto de libros de literatura oriental tirados y a medio leer: Tagore, Kipling, Rumi, Gibran, Oé…

      «Joder, lo que lee este tío. Y yo que me consideraba un gran lector», pensó Bernardo. Recordó que alguna vez Damián le había comentado que su sueño era llegar a escribir como alguno de estos «autores místicos», como él los denominaba, o cuanto menos vivir un poco como los personajes descritos por ellos en sus obras.

      Un sueño que algunos daban por calificar de «alternativo», «indie», «underground» o, mejor dicho, «auténtico», barniz de intelectualidad utilizado para revestir lo que simplemente era más inhabitual que aquello que a cada cual rodea en su micro-cosmos. De esta manera, ir a un cine a ver una película de Bollywood podía ser tanto «mainstream» como «alternativo», dependiendo de si uno la iba a ver en Mumbai o en París.

      Mientras Damián se iba a la cocina a por algo de picar, Bernardo observó su mesa de estudio. Tenía dos grandes volúmenes de psicología abiertos. Se notaba que los había estado leyendo con interés. Subrayados y bastante sobados. Le resultó curiosa tanta dedicación. Ciertamente Psicología era muy interesante, pero era una «maría» ¡y encima con examen tipo test! Dedicarle tantas horas a esa asignatura era seguramente absurdo a los ojos de cualquiera de sus compañeros, mucho más pragmáticos, que sabían que con leerse con mediana atención un par de veces los apuntes y la experiencia que ya se acumula tras cuatro años de pruebas tipo test raro sería no sacar un siete. Asimismo eran conocedores de la perversa dinámica del examen test de respuesta cerrada, en el que las preguntas tenían tres posibles contestaciones y en el que por cada tres errores se restaba un acierto, lo que impedía en la práctica obtener más de un ocho y medio aunque fueras el mismísimo Wilhelm Wundt, padre de la psicología moderna. Por fin se sintió identificado con alguien. No estaba tan solo. Era su oportunidad de abrirse.

      –Tío, no acabo de tener claro lo que estamos haciendo aquí –se lanzó finalmente cuando volvió Damián de la cocina con un par de refrescos y una bolsa de cortezas.

      –No te sigo.

      –Parece como si tan solo importase acabar y sacar las mejores notas posibles para después meterse en un banco de inversión a hacer no sé muy bien qué. A veces me entran ganas de dejar la carrera y estudiar algo que tenga más sentido –respondió mientras dirigía la mirada a los manuales de psicología abiertos.

      –Jajajajá, cómo te gusta darle vueltas a las cosas. Disfruta mientras puedas, que esto se acabará y tendremos que buscarnos la vida.

      –Y tú ¿qué es lo que vas a hacer?

      –No tengo ni idea. Algo se me ocurrirá. Tampoco tengo ninguna prisa. A lo mejor hasta me tomo un año sabático para ver las cosas con más perspectiva.

      A Bernardo le fascinaba la capacidad de Damián de abstraerse de las preocupaciones que a él le traían de cabeza. Le parecía increíble que alguien con tanta personalidad y determinación a la hora de postergar por la Psicología otras asignaturas teóricamente más importantes no tuviera una contestación más definitiva que darle ni estuviera haciéndolo todo de acuerdo con un plan previa y concienzudamente diseñado. En realidad sabía que en una gran parte tenía razón. No había ninguna prisa. No obstante, aun cuando no necesitaba vislumbrar su futuro de una manera tan clara como Álvaro y su séquito, al menos sí quería tener una cierta idea de a dónde dirigirse. Y aparcar esa reflexión como hacía Damián no iba en absoluto con su carácter.

      –Es que yo, los primeros años de carrera tenía claro que el mundo de los números, la banca, la empresa estaban hechos para mí. Ahora lo veo bastante hueco. Lo que estudiamos me parece muy simple y las asignaturas que más me gustan son precisamente esas a las que casi nadie presta atención.

      Damián se quedó pensativo un instante.

      –Y el Derecho. ¿No te gusta el Derecho?

      * * *

      Se aproximaba el momento de concluir el trayecto universitario y ya hacía tiempo que Damián había decidido que eso no era lo suyo. Le aburría sobremanera la absurda lucha por las calificaciones, y tampoco es que le atrajeran en demasía las materias que estaba estudiando. Asignaturas que él percibía como insustanciales, vacías de contenido, construidas alrededor de conceptos elementales, le robaban un tiempo precioso. Lo cierto es que estudiar se le había dado bien desde siempre; incluso la técnica de hacer exámenes la había conseguido depurar razonablemente bien, pero nada de lo que ahora tenía la obligación de aprender le llegaba a apasionar.

      A él la convención social, el itinerario preestablecido de cómo llegar a los lugares «adecuados», aquellos que le garantizaban a uno la prosperidad económica, no le interesaba. Ignoraba si alguna vez conseguiría llegar a «ser» nada en la vida, ni a qué se dedicaría. Sin embargo intuía que con esa formación (por decir algo) que estaba adquiriendo, malo sería que finalmente no lograse un puesto de trabajo superior a la media. Y ahora que llegaba el momento de realizar las famosas pruebas de selección para tener el honor de entrar a formar parte del siguiente estrato de las «elites», Damián tenía sus dudas. Por un lado sabía que, a base de insistencia y esfuerzo, al cabo de un determinado número de veces que se presentase a un suficiente número de las dichosas pruebas algo caería. Quizá no los puestos de diez veces el salario mínimo más bonus de entrada que ofrecían algunos de los bancos de inversión a los recién licenciados si estabas dispuesto a irte a pringar a Londres, pero seguro que sí alguna oferta de júnior de primer año a razón de un par de veces o tres el salario mínimo en alguna auditora de tamaño medio. Y eso era mucho dinero para cualquiera.

      Al final no hizo ni lo uno ni lo otro.

      Desistió de esos cantos de sirena y prosiguió su odisea particular, aceptando la oferta de una empresa importante de su localidad de origen para hacer de «hombre para todo», en contacto con la realidad diaria de la gente normal, tal y como él la entendía. Lo que de esa manera se garantizaba era poner fin a esa loca competición por seguir subiendo la escalera del éxito y la comodidad de saber que estaba desempeñando una labor para la que tenía una preparación mucho mayor que la requerida. Disponer de ese margen lo relajaba y le permitiría ser más feliz, que era de lo que en el fondo se trataba, aunque de cuando en cuando le quedaría el dolor sordo derivado de no saber qué habría podido llegar a conseguir de haberlo intentado con más fuerza.

      Álvaro sí que se encontraba totalmente alineado y alienado por la charla que cinco años antes les había dado el profesor de Derecho Romano. Dentro de su ambicioso y determinista itinerario personal estaba perfectamente previsto desde un principio el que el camino a las «elites» pasaría por acabar incorporándose como júnior a un Gran Banco Londres, y por supuesto a residir en Londres. Lo que fuera a hacer allí era totalmente secundario. De hecho, no tenía la menor idea de qué tipo de cosas se hacían en un banco de inversión. Lo que sí que sabía era que se iba a dejar la piel, a razón de más de cien horas semanales de trabajo, comiendo y cenando en la oficina a diario para después ir de copas con los otros nacionales residentes en la City, incluyendo por supuesto los sábados y domingos. También tendría su buena dosis de noches sin dormir, trabajando toda la noche, lo que se denomina hacer un all-nighter en la jerga de los enterados. La cosa le ponía cantidad. No había nada más arriba en la escala social de recién licenciado universitario que eso.

      –Oye, gordo, ¿sabes que llevo dos días de all-nighter?

      –¿Y qué estás haciendo exactamente?

      –Picando datos en el info memo.

      –¿Y cuál es

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